Una de las primeras veces que vemos a Tati, la protagonista de La botera, lo que se evidencia es el contraste con sus compañeras de colegio. No solamente por una cuestión de presencia física (vean el cuerpo voluptuoso de la compañera que se sienta atrás y se burla de ella y con la que terminará en una pelea callejera, y el de la propia Tati, imperfecto e incapaz de destacarse), sino de actitud: entre una y otra parece haber años de diferencia, como si la vida de Tati aún no hubiera comenzado y la de su compañera estuviera ya en pleno desarrollo. Como si los mundos de ambas solo pudieran tocarse en ese aula, en la pelea callejera: ver las relaciones que su compañera entabla con los varones como parte de un mundo que transita la adolescencia y que en el caso de Tati se refleja en la relación con su amigo Kevin, en la que predominan aún los juegos infantiles (al comienzo, cuando juegan a policías y ladrones entre camiones y restos de autos abandonados; luego, cuando él intenta enseñarle a andar en bicicleta).

Sin embargo, hay un primer elemento que llama la atención en el personaje: la forma en que la mirada se articula con el entorno, como parte de un proceso de aprendizaje. Lo que en principio solo parece una mirada fisgona, de espía, es un intento de comprensión de la forma en que ese otro mundo se mueve. Mira desde una puerta entreabierta a la compañera del colegio cuando habla por celular en el baño; a su padre cuando contesta el llamado telefónico o cuando dialoga con la mujer a la que la lleva cuando ella se siente mal; al bote desde lejos, a la sesión de fotos en el Riachuelo y a Maxi remando para cruzar de la isla Maciel a la Boca; a las chicas que ensayan los pasos de baile en el patio del merendero y a las parejitas en el baile. La mirada de Tati es una mezcla de la puesta en escena del deseo de lo que se mira, de formar parte de eso que no es propio y del aprendizaje de aquello que ve. De la mirada irá pasando a las acciones, como lo remarca esa escena en la que conversa con Maxi tirados en el pasto y de la mirada embelesada de ella, se pasa al juego inocente de manos entre ambos. Irá acercándose a esos objetos distantes (incluso el detalle de llevarse siempre algo de las mujeres que se cruzan en su camino: el lápiz labial de la compañera, el perfume de la mujer, la tijera de la profesora, quizás hasta las galletitas que faltan del merendero no son robos como trofeos de guerra, sino una representación de ese aprendizaje que implica tomar algo de cada mujer). En ese sentido, el planteo que le hace Maxi de enseñarle a remar en el bote es el punto de partida para que Tati comprenda que es el acercamiento lo que implica poder aprender.

Lo interesante que se construye en La botera es, más que el personaje central en sí mismo, la relación que establece con el entorno. Aún más, se desplaza de cierta previsibilidad de la ubicación geográfica y del mundo marginal, en el sentido de no subrayar esa pertenencia como construcción inevitable. En todo caso, la Isla Maciel como ámbito está internalizada de tal manera en los personajes que aparece como un elemento naturalizado, sin el regodeo de la mirada desde afuera. Lo importante es, en todo caso, de qué manera juegan en el personaje los espacios que la rodean. La oposición es, en ese sentido, radical. Los espacios cerrados no tienen para ella nada que ofrecer: tanto en la escuela como en la casa en la que vive con su padre, hasta su mirada queda anulada. No hay objeto de deseo ni espacio de aprendizaje en la televisión en la que se comparte la visión de un partido de San Telmo, ni en la escuela en la que la profesora sigue con su clase. No es casual que en ambos casos, el objeto quede fuera del campo visual de la película: allí no hay nada de interés.

Lo más complejo, quizás, sea la escena en la que descubre a su padre con la mujer teniendo sexo en el auto. Allí, el fuera de campo es parcial (es el padre a quien no se ve, aunque se intuye porque vemos que se trata de su auto), pero a la vez, aunque se trata de una situación en la calle, esquiva la mirada, sólo golpea el auto para que sepan que los ha descubierto y sigue su camino. El auto es una representación ambigua en ese universo: implica la permanencia en la calle, pero a la vez adquiere las características de un espacio cerrado. Como la escuela y la casa, el espacio del auto se revela como un enclaustramiento, un encierro, como se vislumbra en la escena en la que el padre la obliga a subirse al auto y ante su escapatoria, la sube en el baúl. El auto, la casa, la escuela no le interesan a Tati, ya que se perciben como espacios de encierro de los que hay que escapar inevitablemente (en ese punto es esencial comprender la decisión del padre de colocar el alambre de púas en la pared frontal del terreno: en lugar de pensar que no entre nadie a su espacio, como sería lo lógico, lo hace para evitar que Tati salga, convirtiéndola en una especie de cárcel).

Como contrapunto a esos espacios cerrados, es la calle la que aparece como el espacio natural de Tati. La vemos siempre allí, incluso hasta despreciando la vereda como lugar de tránsito. Los pasillos entre las casas, pero sobre todo la calle en sí misma, no funcionan tanto como espacio de libertad, sino como el único lugar donde resulta posible aprender algo de lo que ocurre. En el espacio abierto está el bote y la posibilidad de aprender a remar, de seguir el paso de baile, de relacionarse con Maxi –no parece casual que ella interrumpa el acercamiento con él cuando están en su cuarto-, de jugar con Kevin y hasta de defenderse dentro de sus posibilidades. Es en ese recorrido en el que salta una y otra vez esas barreras impuestas por el otro: cuando en el final, a la madrugada, se sube al bote, ensaya la remada y termina llevando a un hombre hasta la otra orilla, el aprendizaje queda completo y es recién en ese momento en que puede regresar, acercarse a su padre y tomarle la mano para acompañarlo en su sueño. La casa, antes cárcel, se reconfigura entonces como refugio de ese afuera en el que Tati se ha movido en esos días, entre la frustración (el rechazo de Maxi, la partida de Kevin) y la afirmación de sí misma que implica ese primer viaje, ese recorrido breve pero iniciático en su vida.

Calificación: 7/10

La botera (Argentina, 2019). Guion y dirección: Sabrina Blanco. Fotografía: Constanza Sandoval. Sonido: Tiago Bello. Música original: Rita Zart. Montaje: Valeria Racioppi. Interpretes: Nicole Rivadero, Alan Gómez, Sergio Prina, Gabriela Saidon. Duración: 75 minutos.

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