Uno de los problemas más difíciles de resolver para las ficciones argentinas que vuelven sobre la última dictadura es cierta tendencia a tratar de abarcarlo todo. A querer hacer del relato una especie de recorrido por los grandes hitos de ese período, como si en ello se jugara la credibilidad. Esa tendencia a lo explícito parte de lo que, creo, es una percepción equivocada: que es necesario poner ante el espectador la mayor cantidad de coordenadas posibles para que no queden dudas del entorno en que se desarrolla la acción, lo cual resulta particularmente molesto no solo porque evidencia una desconfianza en el espectador, sino porque revela una incapacidad para canalizar el entorno dentro de la historia sin caer en el trazo grueso. Cuando eso ocurre, termina siendo más importante lo que de documental se incluye en la ficción que la propia historia que se quiere contar. Sinfonía para Ana resuelve ese problema en buena forma, por caso, cuando Ana (Isadora Ardito) e Isa (Rocío Palacin) van a la Plaza de Mayo a ver a Perón: gracias al tratamiento de la imagen se logra el efecto de que ambas se perciban como parte del momento. Pero el resto de las imágenes resulta redundante, agregados ilustrativos que no aportan más que los diálogos.
En principio, lo que parece importar en la película es la forma en que la adolescencia, en un determinado marco social –la ciudad de Buenos Aires, el Colegio Nacional–, entronca con una época, con un momento histórico de efervescencia política primero, y con la amenaza constante después. En esa matriz, los dos ejes que pretende desarrollar el relato son: primero, las amistades como núcleo esencial de la primera adolescencia, y después, el nacimiento del amor. Una y otra, inseparables de ese fondo sobre el cual transcurren, buscan establecer el pasaje de la niñez a la adolescencia de Ana como un paso vertiginoso en los dos años que abarca la historia.
Ese recorrido es en verdad un recuento que Ana hace en un tiempo que después descubrimos que es posterior al golpe, grabado en una cinta que le enviará a su amiga Isa que por entonces vive en Barcelona. Más allá de que esa instancia genera cierta confusión –en tanto Ana le cuenta cosas que pasó con ella y sin un carácter evocativo palpable- sí se advierte una fuerte apuesta por algo que finalmente no logra convertirse en el eje del relato. “Nos quieren hacer creer que esto nunca existió”, dice Ana, estableciendo desde ese lugar un contradiscurso que desde el recuerdo intenta negar lo que los militares vinieron a imponer tras el golpe.
Si desde ese planteo la memoria aparece como una necesidad para sobrevivir en tiempos represivos, de la misma manera que lo es dejar un testimonio de lo que está ocurriendo, también allí aparece la dificultad para que la Historia con mayúsculas no se anteponga a la del personaje. Esa desmesura de los inserts documentales y sus planos amplios –incluso llegando a efectos digresivos innecesarios cuando se muestra el bombardeo a Plaza de Mayo– se contrapone con la concentración en una protagonista cuya sencillez parece estar en el otro extremo de esa grandilocuencia. Hay algo que no funciona bien allí, como no funciona tampoco que los planos cerrados no transmitan la asfixia que se cierne sobre el personaje, demasiado transmitida por los diálogos. Hay una sensación de que Sinfonía para Ana está dividiva en dos partes difíciles de conciliar, y que tienen su formulación en la manera en que una vez que entra en el territorio del amor adolescente, la amistad con Isa queda más que en un segundo plano, o con la dificultad para congeniar esos elementos con la militancia estudiantil.
En ese desbalance que implica no poder resolver esas cuestiones va el destino de toda la película. Es extraño y paradójico que en una película que se plantea fuertemente asentada en la política, obtenga su logro mayor en el retrato sensible de una adolescencia a mitad de camino entre el juego y la responsabilidad. Desde las atracciones, los equívocos y la tristeza que se derivan de los primeros amores a la consideración como un refugio –la relación con Camilo (Ricky Arraga), que muta de la obligación por la seguridad militante a las ganas personales–, es en ese lugar en el que la película parece moverse a sus anchas. Allí, y en la consideración del colegio como un espacio común de resistencia (“El colegio ya no nos pertenecía y se iba poblando de fantasmas”, dice después del golpe) o como un espacio que se muestra ominoso, al filo del cine de terror, es donde la película de Ardito y Molina se sostiene de mejor manera.
Por el contrario, es en la militancia política donde flaquea, porque nunca se entiende demasiado qué lugar ocupa Ana. Mientras todos parecen ser muy activos y coordinar acciones, ella parece estar condenada a un papel de simple espectadora. Parece que allí estuviera faltando algo para entender su destino final: la pastilla de cianuro que le entrega El Capi (Rodrigo Noya) parece indicar que tiene cierta importancia dentro de su grupo, pero el relato no se lo asigna, no lo deja en claro en ningún momento.
Quizás se trate de que se elige poner todo en pantalla, no pudiendo salvar el riesgo de la redundancia y la sobreescritura. El efecto dramático de los planos no logra compensar cierta sensación de exceso de material, de una falta de trabajo sobre el fuera de campo y lo sugerido. Poner todo en pantalla en una película como esta no es sumar, sino restar, estirar en exceso una historia que necesita otra respiración. El problema está en que el peso de lo histórico se pretende tan grande que lo que exhibe su puesta en escena deja la sensación de que Sinfonía para Ana no logra salir de esa encrucijada que la deja varada a mitad del camino que pretendía recorrer.
Sinfonía para Ana (Argentina, 2017), de Ernesto Ardito y Virna Molina, c/Isadora Ardito, Rafael Federman, Rodrigo Noya, Rocío Palacín, 120′.
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