La primera secuencia de Fase 7 muestra su voluntad de constituirse a partir del cruce genérico. Pipi (Jazmín Stuart) y Coco (Daniel Hendler) están haciendo compras en un supermercado vacío. Cuando están pagando en la caja, ven una cantidad importante de gente que entra corriendo. Salen hacia el auto con las compras y el contraste se hace más evidente: mientras ellos siguen hablando, la gente corre desesperada hacia el supermercado y se empiezan a escuchar de fondo las sirenas de la policía. En esa abstracción en la que parece sumergida la pareja, ni siquiera notan un auto chocado contra una casa en una esquina. Lo que aparece en primera instancia como algo cercano a las coordenadas de la comedia, a partir de la relación dialógica de la pareja central y de su ubicación en un contexto en el que aparecen claramente desajustados, se conjuga con elementos que pertenecen a otros géneros. El enrarecimiento de la situación que proveen esos elementos mencionados –la gente que corre hacia el supermercado, la sirena policial, las calles vacías, el auto chocado- remiten a un escenario apocalíptico, a un momento en el que la amenaza se cierne: el cruce entre el modelo de terror paranoico –propio, por ejemplo, de las películas de zombis- con la comedia como formato, es el resultado de la colisión de los mundos que implican el interior y el exterior de la pareja protagonista.

Lo interesante es que en el momento en que esa colisión se desarma –el llamado de la madre, la visión en la televisión de lo que está ocurriendo-, no se abandona el esquema de intertextualidad genérica. Cada puesta en relación de la pareja protagónica con otras personas –ahora, los habitantes del mismo edificio-, reedita esa tensión. Basta observar las diferencias entre las escenas que transcurren en el interior del departamento de Pipi y Coco, marcadas por la cotidianeidad de la relación de pareja, exacerbada por el encierro y donde el efecto es generado por los disímiles caracteres de ambos, y las que ocurren en el resto del edificio a partir de la puesta en cuarentena. Éstas comienzan a mostrar no solamente la fractura en los lazos de los habitantes del edificio, sino que recuperan elementos que provienen de varios frentes: por un lado, en el achicamiento de los espacios que parecen avanzar sobre los personajes –pasillos, escaleras, pequeños espacios como el sauna… se convierten en espacios de encuentro-; por el otro, en la profusión de sombras y oscuridades que deben atravesar los personajes en esos espacios. La síntesis más cercana tal vez sea el departamento de Horacio (Yayo Guridi), abarrotado y dominado por un azul oscuro que lo hace parecer un refugio subterráneo. Si el edificio entero se transforma en un espacio sin salidas, hacia adentro, esa estructura se vuelve laberíntica, oscura y provista de trampas –las que coloca Horacio en las escaleras, el equívoco papel de Zanutto (Federico Luppi), la decisión de los otros miembros del edificio de atacarlo por sorpresa- como una réplica de un estado exterior que apenas se percibe cuando finalmente Horacio y Coco salen a la calle y encuentran los cuerpos muertos de quienes vigilaban la cuarentena del edificio.

Lo que contacta a Fase 7 con los elementos más estrictos del género no es solamente esa referencia a lo apocalíptico –aunque la película vista desde este 2023 asombre por el poder anticipatorio de lo que ocurrió con la pandemia, demostrando en ese camino que no hay nada más terrorífico que aquello que en algún momento puede convertirse en real-, sino la diseminación de momentos en los que pone en juego una carnadura más sangrienta. La oscilación entre lo que decide mostrar –la reacción de Zanutto ante sus vecinos, el desenlace de la historia de Horacio- y lo que juega a ocultar en el momento en que se produce para mostrar lo que queda después –la pelea en la cochera entre Horacio y Zanutto, la familia masacrada en el sauna-, sostiene ese distanciamiento necesario para que la película no entre de lleno en el terror. 

Es que, a fin de cuentas, toda la apuesta de la película, cifrada en el cruce de géneros, es a no restringirse a un público puro, a establecer una estrategia en la que pueda convivir con otros registros. Abandonando el plano puramente fantástico, sostiene el elemento de una realidad posible como base hasta el final del relato. El anclaje del terror, de esa manera, se vuelve un elemento que irrumpe en un escenario cotidiano y reconocible, que no requiere de transformaciones para volverse ominoso, peligroso: es, en sí mismo, un escenario que encuentra en la grieta de una pandemia que avanza sobre el mundo, la posibilidad de insertar un apocalipsis concreto, aunque en el camino pueda nutrirse de alguna teoría conspiranoica (la fase 7 a la que hace alusión el título es parte de un proyecto para eliminar a la raza humana, según el videocasete que Horacio le da a ver a Coco).

Pero también es interesante observar que el cruce no se limita a lo genérico. Como si se tratara de una fuerza centrípeta, la película puede verse como una confluencia de factores que provienen de orígenes diferentes. No solamente porque se puede observar en pantalla que su presupuesto es notoriamente superior al de la mayor parte de las películas del género, sino porque su aspiración elude las asperezas de encuadre y montaje, de profusiones de sangre y primeros planos. Fase 7 es un producto trabajado desde un profesionalismo más cercano a la industria que a los productos independientes. Y, desde ese lugar, intenta colocarse como una cuña en ese entramado del cine industrial/comercial: la posibilidad de que una película que coquetea con el género se entrelace con un medio que parece solamente permeable a las combinaciones entre el drama y la comedia, es un camino que el film abre y que no parece haberse aprovechado del todo en los años siguientes. De allí que puede verse como un intento de construir una síntesis que se vislumbra en la elección de los actores. Fase 7 hace confluir en su relato a las caras visibles del cine independiente (Jazmín Stuart, Daniel Hendler, aunque éste ya había tenido su éxito televisivo), con lo más representativo del viejo cine argentino (Federico Luppi, tal vez en el mejor papel que haya tenido en los últimos años de su vida) y con una figura emergente de la televisión más comercial (Yayo, que quizás nunca tenga otro papel semejante), logrando una amalgama que a priori podría parecer impensable. Cargando cada uno con los elementos que traen de su origen y que les dieron relevancia, logran entrar en un juego narrado en serio pero que decide plantearse como eso, como un juego.

Si Fase 7 podría verse como una derivación estrafalaria y exagerada de la breve epidemia de gripe A, el tiempo parece haber puesto las cosas en otro lugar. Verla diez años después de su estreno es ver en el espejo de ese pasado que se narraba como futuro, este presente en el que el terror se sostiene, como allí, no tanto en lo que se ve –los actos de los personajes- sino fundamentalmente en lo que no se ve, lo que está allá afuera esperándonos a que salgamos a su encuentro.

Fase 7 (Argentina, 2010). Guion y dirección: Nicolás Goldbart. Fotografía: Lucio Bonelli. Edición: Pablo Barbieri Carrera; Nicolás Goldbart. Elenco: Daniel Hendler, Jazmín Stuart, Federico Luppi. Duración: 97 minutos.

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