El primer plano de un perro muerto y agusanado abre Visitante de invierno (Esquenazi, 2008), primera película de terror financiada por el INCAA y con estreno en salas de cine luego de veinte años de sequía. La película irrumpe con fuerza, con las intenciones puestas en los efectos sobre el espectador, y retoma tópicos del cine de terror norteamericano pero desde el propio consumo cultural de su realizador, desde las influencias definidas por el gusto, sin por esto dejar de imprimir un sello propio que funcionó como envión necesario para las producciones venideras.
La familia Lambert, o lo que queda de ella, se aísla en la localidad Villa Mar para ayudar a que Ariel (Santiago Pedrero) logre vencer una situación angustiante, en parte motivada por la separación de sus padres. En esa ciudad balnearia desértica, pintada en tonos fríos, el joven diagnosticado con alucinaciones usa el telescopio -cual Jefferies (James Stewart) en La ventana indiscreta (Hitchcock; 1954)- para descubrir un crimen. A partir de allí, la realidad se pone en tela de juicio y el estatuto de verdad intenta resquebrajarse: ¿es real lo que el protagonista denuncia? ¿O es simplemente producto de sus alucinaciones, parte de efectos secundarios de su medicación? Como también le ocurría a Jefferies, nos encontramos ante un protagonista disminuido por una afección que condiciona su accionar y por ello el personaje con el que el espectador comparte el punto de vista se vulnera para acrecentar la tensión de su puesta en peligro.
En la película de Esquenazi, el peligro tiene dos vías que conviven hasta eclosionar en el final, a las que se suma una trama amorosa como en el mejor ejemplo del cine clásico: por un lado, la amenaza real de un grupo de personajes con motivaciones personales para dañar a Ariel; por el otro, la amenaza del monstruo de la casa vecina. En esta segunda línea, si bien el Mal se constituye desde la monstruosidad de un ser que oscila entre vampiro y caníbal, también funciona como hiperbolización de atrocidades bien humanas (después de todo, es un asesino en serie, una forma de peligro sin misticismo de por medio y bien anclado en la realidad).
La película mantiene la conexión con lo real a través de ciertas cuestiones sociales que son puestas de manifiesto con breves destellos: la aclaración de que los niños secuestrados son niños de la calle (y su contraposición con la clase social a la que pertenece Ariel y su familia), la policía como fuerza inerte, y -en el plano de la renovación estética- el uso de las cámaras digitales como nueva forma de registro accesible, casero, usada constantemente por los personajes. En estas cuestiones se trasluce cierta ligazón con el NCA y por ello no es fortuito que dos de los actores que forman la banda que hostiga al protagonista sean parte del elenco de Okupas (Stagnaro, 2000): en ambos casos se intenta retratar a una juventud a la deriva ante las instituciones resquebrajadas. La familia es solo una de las instituciones que aparece rota, la otra es la policía que, además de su impericia para proteger a la familia ante el vecino monstruoso, tiene complicidad con los delincuentes que representan el segundo foco de peligro.
De esta forma el mundo de los adolescentes aparece para rescatar a los niños de un monstruo que opera ante la indiferencia de los mayores. Padres, tutores y psicólogos no comprenden ni creen a los jóvenes la denuncia que hace Ariel sobre su descubrimiento, dejando a una generación sin cobijo ni protección ante adultos ensimismados e incluso en crisis, como es el caso de Viviana Lambert (Sandra Ballesteros), la madre del protagonista. En un intento de encauzar su imaginación volátil y sus anhelos de ensueño, al adolescente se lo medica, porque el mundo de los adultos y las instituciones funciona como un agente represivo para los jóvenes. Una juventud frágil que, a fuerza de enfrentar los miedos, se levanta para cumplir su destino. Un destino cíclico que el guion se esmera en trabajar desde el primer momento en busca de un golpe de efecto hacia el final -incluso cayendo en la tentación de sobreexplicar el giro de la trama-. Porque, en definitiva, desde el principio se tiene como prioridad el impacto en el espectador.
Con eso en mente se recurre a una amalgama de tópicos del género: citas directas a Hitchcock, utilización de monstruos que han dado forma a temores típicos de otras cinematografías -vampiros, caníbales, hipnosis, reencarnación-, ciertos temas que conforman el imaginario sociopolítico de ese cine -la juventud vulnerada por una familia disfuncional o el mal viniendo desde Rusia-. Todo esto es retomado desde la madurez, el reconocimiento y la buena aplicación de las fórmulas clásicas del género, mezclando suspenso, gore y buscando generar tensión en todo momento. Sin intenciones de intelectualidad autoconscientes, paródicas ni analítico-posmodernas, sino desde el cariño hacia ciertos lugares reconocibles -sí, comunes- del género, surge un relato lleno de influencias, donde la identidad se forma a partir del consumo, del gusto, del fanatismo por un género.
Visitante de invierno tiene en sí una aglomeración de lugares comunes que, lejos de fastidiar, funcionan como colchón para un público y una generación de realizadores que buscan apropiarse del género, hacerlo autóctono, y actúa como puntapié necesario para su resurgimiento. La película es la prueba de que es posible hacer cine de género fantástico en nuestro país, comenzando por retomar espacios identificables para, desde ahí, partir hacia un lugar propio. Después de todo, ¿qué es un género si no la repetición cautelosa de ciertas fórmulas anquilosadas, necesarias para (re)pensar al cine y a nosotros mismos?
Visitante de invierno (Argentina, 2008). Guion y dirección: Sergio Esquenazi. Fotografía: Matías Lago. Edición: Guille Gatti, Marisol Molas. Elenco: Santiago Pedrero, Sandra Ballesteros, Catalina Artusi. Duración: 95 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: