
“Como el principio de una noche
que no es
y que no va a ser,
no/nunca, una noche.”
Agosto, Romina Paula.
La transposición de un texto literario al cine es siempre un desafío para cualquier cineasta, habida cuenta de la diferencia entre ambos campos. Pero al mismo tiempo lo que aparece como dificultad, es también, si lo miramos desde otra perspectiva, la posibilidad de que el realizador pueda tomarse ciertas libertades estéticas y no quedarse pegado literalmente al texto.
La muerte no existe y el amor tampoco (2019) es la última película del director argentino Fernando Salem. Se trata de una ficción dramática basada en la novela Agosto (2009) de la escritora, dramaturga y actriz Romina Paula. Una de las dificultades que implica transponer esta obra literaria es la particularidad de su voz, a medio camino entre el monólogo interior y la segunda persona que se dirige a su inseparable amiga de la adolescencia, que ya no está, y de la cual se sugiere sutilmente que se ha suicidado en circunstancias de las cuales no se nos brinda información.
En este punto es interesante la maniobra que realiza Salem, al focalizar su película en la perspectiva de la protagonista y al recurrir al fantástico a través del fantasma de la amiga que la acompaña en su viaje al pueblo de origen, travesía que adquiere así la dimensión simbólica de un viaje interior al pasado. Estas decisiones formales son acertadas, ya que un narrador en primera o (más raro todavía) en segunda persona, con voz en off, posiblemente le hubieran quitado fluidez visual a la película.

Emilia (Antonella Saldicco) es una joven psiquiatra, que trabaja en un hospital y que vive con su novio Manuel (Francisco Lumerman) en Buenos Aires. Que Salem de entrada sitúe a Emilia como psiquiatra y nos muestre sus dificultades para lidiar con una paciente de perfil potencialmente suicida, da cuenta por un lado del intento (desde la profesión que ha elegido) de tramitar la traumática pérdida de su amiga, pero al mismo tiempo de lo difícil que es para ella superar esa ausencia.
Han pasado varios años de la muerte de Andrea (Justina Bustos) y un día Emilia recibe en Buenos Aires la visita de Jorge (Osmar Nuñez), el padre de su entrañable amiga. Jorge la invita a viajar por unos días a 28 de Noviembre, su pueblo de origen en la Patagonia, para que sea parte, junto a la familia, de la ceremonia en la que se van a esparcir las cenizas de Andrea. Emilia decide ir.
Diferentes elementos de la puesta en escena nos informan que tanto el pueblo como el cuarto de Andrea están prácticamente intactos desde su muerte. Y así como la nieve estancada del crudo invierno patagónico señalan un pasado intocado y un duelo que quedó suspendido, haciéndose crónico tanto para ella como los padres de Andrea. Cada miembro de la familia, ha llevado el fallecimiento de Andrea, como pudo. Jorge juntó fuerzas para convertirse en el sostén de su esposa Úrsula (Susana Pampín), visiblemente más frágil y tomada por sentimientos de angustia y depresión. Emilia, para ellos es como una hija más, habida cuenta lo inseparables que eran las dos desde chiquititas. En la manera que tienen de conducirse con Emilia, cuidándola y complaciéndola, intentan suplir con ella, la ausencia de la hija que irremediablemente ya no está. Y Emilia se fue a Buenos Aires, para nunca más volver, algo que más que una salida del duelo y hacia la exogamia, parece más un escape.

El suicidio de Andrea fue un acontecimiento tan doloroso, inesperado e inexplicable para sus allegados, que tuvo el efecto de una disolución de los lazos sociales. Emilia no volvió a ver a los padres de Andrea ni a su propio padre Albert (Fabián Arenillas), quien formó una nueva familia. Y Albert dejó de frecuentar a los padres de Andrea, que sostuvieron a Emilia cuando era pequeña y su madre los abandonó. La muerte de Andrea puede compararse en sus efectos al de una bomba haciendo estragos a su alrededor. Aquí Salem hace un uso muy inteligente de los espacios exteriores del paisaje invernal y de la paleta de colores fríos y apagados en la que predomina el azul para transmitirnos los sentimientos de devastación, desolación y desamparo que significa una pérdida de estas características para sus personajes.
Un rasgo característico de la novela de Romina Paula es que mediante bellos entramados de lenguaje logra dar cuenta del limbo temporal en el que se encuentra Emilia, suspendida entre un pasado que no cesa de haber podido ser, y un presente que no termina de llegar a ser ni a proyectarse como futuro. Esto se expresa principalmente en la trama que involucra su vida amorosa. El amor está intacto e idealizado para Emilia respecto de Julián (Agustín Sullivan), el novio de su adolescencia, ahora casado y padre de familia; esto lo vuelve inaccesible pero al mismo tiempo es aquel del que está expectante en busca de respuestas. Y el amor tampoco llega a ser con Manuel, su aparente pareja actual, que está disponible y que le ofrece acompañarlo en su viaje a Berlín, mientras sus sentimientos no pesan lo suficiente como para seguirlo.

El paso del tiempo no permite que el retorno de Emilia a las reminiscencias más significativas de su pasado sea el retorno a lo mismo. El tiempo introduce en la repetición la diferencia: ahora las cenizas de Andrea se esparcen en el cerro y Julián está casado y tiene un hijo que delata el olor a bebé en su vestimenta. En este punto, se abre para Emilia la posibilidad de transitar verdaderamente el proceso del duelo, de soportar el dolor y dejar ir ese pasado congelado.
En esta línea, un detalle interesante es la decisión de Salem de cambiar el título respecto de la novela. Agosto es la marca temporal que señala el vínculo entre el pasado histórico y el presente en el cual transcurre el viaje interior de la narradora. En cambio, La muerte no existe y el amor tampoco recorta el rasgo característico que define la posición de Emilia. La existencia de algo no puede sino definirse a partir de su inscripción simbólica. Y paradójicamente, algo existe en lo simbólico a condición de haberse perdido. El pasado que se presentifica con la aparición fantasmal de Andrea y la aparición idealizada de Julián da cuenta de que ambos siguen vivos para Emilia. Hacia el final del recorrido, Emilia experimenta una transformación. Su llanto desgarrador es la señal que da cuenta de ese pasado que murió definitivamente, para advenir a una existencia simbólica en calidad de recuerdo.

La muerte no existe y el amor tampoco habla sobre los impasses que genera el trabajo del duelo en relación a los dos elementos sobre los cuales el ser humano no cuenta con un saber programado y prefabricado con el cual abordarlos. Acaso la poesía sea la manera privilegiada de lidiar con lo imposible de la muerte y del amor. Y de lo que no cabe ninguna duda, es de que Fernando Salem ha hallado un estilo cinematográfico para tratar con ello. Pero no desde el facilismo del golpe bajo, sino desde la sublime belleza de su azulada melancolía.
Calificación: 8/10
La muerte no existe y el amor tampoco (Argentina, 2019). Dirección: Fernando Salem: Guion: Esteban Garelli, Fernando Salem (Sobre la novela de Romina Paula). Fotografía: Georgina Pretto. Montaje: Emiliano Fardaus Elenco: Antonella Saldicco, Romina Paula, Osmar Nuñez, Susana Pampín, Justina Bustos, Agustín Sullivan. Duración: 81 minutos.
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