En una secuencia de El volcán adorado, un grupo de arqueólogos, encabezados por Christian Vitry –montañista y antropólogo, protagonista también de Dhaulagiri, estrenada el año pasado- está reunido con miembros de la comunidad de Tolar Grande, un pueblo cercano a la cordillera salteña. Lo que se discute es la preservación del sitio arqueológico del volcán Llullaillaco, que ha sufrido modificaciones desde su declaración como patrimonio de la humanidad. Vitry señala, casi como una suerte de corolario de la charla, que de lo que se trata es de la necesidad de congeniar diferentes visiones sobre lo mismo: la de la comunidad, la de los antropólogos y la de los montañistas.
Esa idea de la contraposición de visiones sobrevuela todo el documental, anclando el desarrollo a esa estructura de opuestos. Que no se limita a lo más evidente –la visión sobre la montaña desde la perspectiva de quien quiere conquistar la cima y la de la comunidad que la sostiene como lugar de ofrenda y pedido-, sino que se explaya hacia otros elementos: la oposición entre lo científico y lo sagrado e incluso entre la fe pagana –que vuelve sobre el origen incaico de la cultura del pueblo- y la católica –representada en la procesión de Nuestra Señora del Valle y en ese cura que insiste en que la comunidad debe buscar su identidad en Dios.
La oposición deriva hacia un escenario de tensión expresado en pantalla, pero que no tiende a ser resuelto. La impresión es que El volcán adorado se remite a la exposición y la puesta en relación directa entre dos posturas, pero sin arriesgar formas de congeniar esas visiones que señala Vitry. Y es que quizás, la deficiencia en ese punto provenga de la presencia del propio Vitry: ser parte de una de las posturas implica narrar desde adentro del problema. No hay una visión desde afuera que intente salir de la linealidad de la relación de opuestos, ofreciendo una síntesis superadora. De allí que el documental se limita a sí mismo: exponer y oponer no es tratar de comprender. En todo caso es simplificar una situación compleja.
Es entonces que aparece un juego de contradicciones que no se resuelven. Como si se tratara de un diálogo de sordos, los antropólogos continúan su trabajo, como si nada se hubiera discutido. Plantean la conservación de un sitio arqueológico del cual ya se han sacado las piezas más importantes (las momias, los restos enterrados lejos de quienes no tenían estatus social en el pasado incaico), reduciendo la intervención arqueológica a una actividad extractiva (se extrae de la tierra lo que resulta importante, se lo apropia, se genera una renta sobre ello) en este caso, en beneficio de una cultura museológica. Allí hay una prescindencia de la mirada de la comunidad que entra en choque con el planteo dialógico: no se reconoce ni se hace lugar a ninguno de los pedidos de la comunidad sobre los restos; no son devueltos, no vuelve ni siquiera una parte de la renta para el pueblo. La forma en que aparece lo arqueológico en la visión propuesta parece una derivación de la herencia de la conquista europea: los rastros de lo local solamente valen como un rasgo exótico para ser exhibido ante los ojos de quienes paguen por ello.
Es esa discusión la que el documental no quiere dar ni desde su lugar ni desde el protagonista. Si en algún momento se plantea la significación de los cuerpos momificados en la cultura incaica como elemento simbólico de poder, hay en esa apropiación una réplica de ese poder. El arqueólogo –y la estructura que lo sostiene- toma el elemento simbólico de ese poder antiguo para usarlo en su beneficio y exponerlo ante el mundo. Allí, la valoración de lo sagrado de la comunidad local se deshace. La simbolización de los cuerpos momificados en esa cultura, como intermediarios entre la tierra y el cielo, queda fuera de toda referencia en la exposición: el objeto, fuera del contexto, es otro objeto, su función caduca, se anula. Pero el documental va más allá en ese camino en contra de la postura declamada por Vitry. ¿No es posible pensar que señalar que los restos hallados en las tumbas de la ladera de la montaña fueron sacados en una expedición constituye una profanación sobre lo profanado? ¿Cuál es el sentido de mostrar las momias halladas y quitadas de la montaña en cámara, sino volver a profanar el sentido sagrado que le adjudica la comunidad? Por otra parte, ese volcán que se adora, ya desde la referencia del título, no está mostrado desde la perspectiva de la comunidad, sino desde la adoración científica: es el yacimiento arqueológico y la perspectiva del montañista lo que lo hace importante. Aquella declamación de consensos es apenas eso: palabras que las imágenes y los actos se encargan de desmentir. Excusas que se revelan tales cuando en el tramo final del documental solo parece interesar un nuevo ascenso a la cumbre del Llullaillaco y el largo recorrido como montañista del protagonista.
El volcán adorado decide prescindir del desarrollo de las tensiones que plantea, en parte porque su objetivo parece dispersarse y tomar caminos laterales que no conducen a salidas viables. Por momentos, se construye como un documental centrado en Vitry, especialmente en el comienzo y en el final. En otros parece interesarse por el hallazgo de las momias y su estado de conservación. En algún tramo, hace foco en el pueblo de Tolar Grande, pero las referencias a los “ojos de mar”, al estudio realizado por la NASA, al posible avistaje de ovnis son apenas referencias que, al no profundizarse, quedan como datos de color. En esa indefinición, el documental parece hacerse cargo para sí mismo de aquello que señala respecto de las momias: se desentiende de toda posibilidad de trabajar lo simbólico para quedarse en la observación de la perfecta piel conservada. Y como se sabe, la piel es toda y pura superficie.
El volcán adorado (Argentina, 2019). Guion y dirección: Fernando Krapp. Fotografía: Juan Ignacio Zeballos. Montaje: Francisco D’ Eufemia. Duración: 67 minutos.
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