
La medida de la inestabilidad de Ignacio (Esteban Menis) ya está dada en la primera escena. Termina la proyección de una serie de diapositivas en el marco de un seminario sobre arquitectura que está dando Ignacio. En las palabras que dice luego no parece haber nada demasiado extraño, pero los cambios de tono que se perciben indican cierta inquietud que se transfiere desde el interior al exterior de la pantalla. Los cambios rápidos y repentinos en las pequeñas decisiones que debe tomar cuando los estudiantes se retiran profundizan esa idea. Pero hasta ese punto –e incluso hasta unos minutos más tarde en la película, como en la escena de la farmacia-, Ignacio parece ser un personaje prototípico, en el que las inseguridades propias se anteponen en un mundo que necesita seguridades de manera continua. De hecho, la noticia del retraso que tiene su pareja, Inés (Rosario Varela), y la posterior comprobación con el test de embarazo parecen orientar el relato hacia el terreno de la comedia en la que el personaje inestable resulta ser el eje.
Pero es en ese momento en el que la película da un giro interesante. La propuesta de un viaje por unos días a Valparaíso para dictar una conferencia sobre arquitectura antigua en una universidad ejerce un efecto contradictorio: el personaje parece liberado de sus inseguridades, y se embarca aún cuando el contacto para llegar no responde a su llamado y pese a que no tiene certeza siquiera de si le pagarán el pasaje. Lo que comienza en el viaje a Chile es curioso, en tanto el personaje se sumerge en una aventura en la que solo él confía: como un paralelo con su profesión de arquitecto, ve el viaje como una construcción sin advertir que hay cierta fragilidad en los cimientos que la sostienen.

El recorrido que emprende, ya en territorio chileno, simula pertenecer al territorio de la comedia. Pero lo notable es que los sucesos, puestos en relación con el personaje, adquieren otro relieve. La valija perdida, el amigo devenido empresario exitoso y cocainómano, la facultad tomada por los alumnos, la billetera y el celular robados, la cena con el arquitecto exitoso, la fiesta en el Tres Tristes Tréboles, son elementos que llevarían hacia el territorio de la comicidad. Pero en De la noche a la mañana se encadenan como un recorrido que remite a ese mapa de la ciudad de Valparaíso que en algún momento despliega Ignacio: un enorme laberinto en el que el personaje no solamente no encuentra la manera de salir, sino que nunca parece encontrar el lugar exacto en el que está. Valparaíso se vuelve, entonces, un espacio en el que la inestabilidad se refuerza porque ahora se impone al personaje desde afuera: habiendo perdido todos los elementos que le daban seguridad, debe recurrir una y otra vez al azar de los contactos que establece en el nuevo territorio como única manera de orientarse. Pero allí no hay una base posible para Ignacio. Todo está en movimiento continuo, como lo demuestra su propio andar caminando sin norte aparente por las calles de la ciudad. Todo lo que pasa queda abandonado con una rapidez inusual –el auto que le presta su amigo, el encargue que debe retirar en el puerto, la conferencia que debía dar, las chicas que eran su contacto universitario- como si desaparecieran de su vida con la misma rapidez con la que irrumpieron. La modificación del entorno ocurre de manera constante -¿De dónde aparecieron esos personajes en el hotel en el que pasa la noche? ¿Cómo terminó en el hipódromo?- y consecuente, porque ese territorio diferente, desconocido, no puede ser leído más que desde la circulación azarosa, apenas marcada por unos indicios difusos –como por ejemplo, cuando consulta cómo hacer para llegar a la universidad.

Sin embargo, lo interesante del relato es que cada una de esas instancias azarosas no solo refuerzan la distancia con el vínculo original que termina convirtiéndose rápidamente en pasado –Inés y su embarazo, el restaurant a punto de inaugurar, el trabajo con su suegro: no es casual que el lazo con Inés por vía telefónica, único elemento que lo liga al pasado, se termine cortando abruptamente en un momento-, sino que se ofrecen como territorio de nuevas seguridades que el propio Ignacio debe aceptar. La recomendación de su amigo chileno es apenas un primer paso. Pero la apuesta se redobla con dos personajes que aparecen en su vida. Por un lado, Alessandro (Alejandro Goic), el arquitecto experimentado y algo exacerbado que sin embargo, plantea los interrogantes que Ignacio no se formula (“¿Te apasiona lo que haces?”; “¿Tú eres un hombre feliz?”) y que le hace una oferta para que trabaje para él poniéndole una cifra desmesurada que le otorgaría esa seguridad de por vida que parece ser lo que busca. Y por el otro, Laura (Manuela Martelli), la profesora universitaria a la que conoce cuando busca a sus contactos para la charla y que se volverá una especie de guía en ese territorio en el que Ignacio no sabe moverse. Son dos personajes que avanzan sobre Ignacio, que proponen un territorio de acción inmediata y menos calculada –Alessandro pidiéndole en la entrevista laboral una opinión sobre un proyecto que tiene que presentar; Laura besándolo en su casa e invitándolo a quedarse allí o llevándolo a la casa costera de sus abuelos- y que no parecen dejar muchos resquicios para una decisión en contrario (salvo cuando se intuya la determinación de lo definitivo, ante lo cual Ignacio parece retraerse). La escena que ejemplifica mejor esa disyuntiva del personaje es una situación aparentemente menor, pero totalmente reveladora. Alessandro lo ha invitado a un paseo en su yate cerca de la costa de Valparaíso. En un momento le propone que tome el timón, le indica las maniobras básicas y lo deja a solas mientras va al baño. Ignacio parece confiado al mando, pero son solo unos instantes, hasta que el mareo lo domina y termina vomitando. Ignacio parece refractario completamente a la posibilidad de tomar el control de sus propios actos, como si las inseguridades que le transmite su cuerpo fueran demasiado para él.
De allí que el temblor aparezca como una instancia en la que el personaje más que exponer sus inseguridades, expresa de qué manera influyen en su vida. Los dos momentos en los que Ignacio percibe el temblor de la tierra –todo se mueve, todo se vuelve completamente inestable- son instancias que de una manera u otra lo llevan a la acción. Pero lo notable es que el relato deja sugerido que tal vez la tierra no se esté moviendo bajo sus pies, sino que se trate de la percepción del personaje y que no se condice con la reacción del resto de los huéspedes del hotel –en la primera de las situaciones- y de Laura –en la segunda-. En una y otra situación, Ignacio parece necesitar salir de ese espacio inestable para encontrar algo que le devuelva la tranquilidad, aunque ello implique salir de un territorio que conoce. Si el final de la película coincide con el recorrido del personaje, es porque no define la situación más que en la percepción de Ignacio, en tanto no lo vemos llegar al aeropuerto –que es lo que quiere- sino esperando el ómnibus que lo lleve. La cuestión que no interesa dilucidar es esa, si realmente vuelve o no a ese espacio de origen en donde, a fin de cuentas, lo esperan nuevamente sus inseguridades.
Calificación: 7.5/10
De la noche a la mañana (Argentina, 2019). Dirección: Manuel ferrari. Guion: Manuel Ferrari, Gabriel Medina, Rodrigo Muñoz Gálvez. Fotografía: Fernando Lockett. Montaje: Andrés Quaranta. Elenco: Esteban Menis, Manuela Martelli, Alejandro Goic, Rosario Varela. Duración: 88 minutos. Disponible en Cine Ar.
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