El siguiente texto es un fragmento del capítulo “Imágenes de la autoridad y negación del golpe de estado”, del libro “El peligro está en los vivos”, publicado por Editorial Tren en Movimiento en 2015.

Esa compulsión a la narración de bandos en pugna encuentra su formulación más precisa en una serie de films que mezclan, en dosis variables, la picaresca, la comedia familiar y la referencia a modelos de acción foráneos, cuando no se refugian en el plagio descarado.[1] El conflicto, que Wolf resume en la idea de un Estado Organizador enfrentado al Crimen Organizado, sin embargo adquiere características especiales.[2] El Estado Organizador que observa Wolf en realidad está presente de manera explícita en unos pocos momentos de algunas de esas películas: el sepelio del policía muerto en “Brigada en acción” (Ramón Ortega, 1977), algunas escenas en el final de “Comandos azules” (Emilio Vieyra, 1980). El estado es, en esos films, una suerte de entelequia: los protagonistas podrían pertenecer a ese Estado, pero su accionar se separa definitivamente de él, generando una estructura para-estatal que está exenta de toda forma de control. Es en ese punto donde esos personajes se asemejan de manera más certera a los grupos que operaban en el aparato represivo paramilitar. Los policías de “Comandos azules” y “Brigada en acción” operan vestidos de civil, sin identificaciones precisas y sus bases operativas son apenas espacios en los que reciben información para ejecutar sus tareas. Lo de la saga de los Superagentes es aún más difuso: responden a una organización llamada Acuario, que supuestamente lucha contra el crimen, pero que no responde a las directivas de gobierno alguno. Tanto Acuario como AMOR, la organización de “Las muñecas que hacen pum!” (Gerardo Sofovich, 1979) garantizan su impunidad desde la misma ambigüedad con que se define el lugar que ocupan en la sociedad. Aún cuando geográficamente resulta evidente que su “trabajo” se realiza en la Argentina, es absolutamente imprecisa su relación con las estructuras legales del país, a tal punto que se las podría pensar como parte de organizaciones internacionales.[3]

En todo caso es “Brigada en acción” (Ramón Ortega, 1977) la que apela en mayor medida a la existencia de una organización ligada al Estado. Sin embargo, la dualidad que se propone es interesante: mientras la imagen pública –la que se muestra a Cepillo, en el recorrido por el Museo Policial o la Escuela de Cadetes- es claramente institucional, la lucha contra el crimen deviene de un corrimiento hacia los márgenes. Es que la película de Ortega, a fin de cuentas, trata al espectador como a un niño, como si Cepillo fuera su representación dentro de la pantalla. Se ofrece, a través de su mirada pura, no contaminada, un recorrido por los identificadores del accionar policial: se observan las destrezas de los motociclistas de la Brigada Blanca, se muestra el entrenamiento intensivo y se asiste a una didáctica explicación sobre el uso de los fusiles FAL. Esos son los momentos, quizás más propagandísticos de todo el cine del Proceso: se intenta que el chico –y el espectador, en consecuencia- entienda la necesidad del cuerpo policial y se lo insta al deseo de ser policía en el futuro. La oposición es tajante: de un lado está la policía, esos “hombres y mujeres que velan las 24 horas del día por la tranquilidad de sus semejantes”; del otro, una variopinta fauna de delincuentes que constituyen la encarnación de la maldad cotidiana.

A diferencia de los otros films señalados, “Brigada…” no focaliza el Mal en una sola persona, ni siquiera en un solo grupo criminal que deba ser desbaratado. Por el contrario, dispersa el foco narrando una serie de anécdotas con un objetivo doble: demostrar la multiplicidad de hechos delictivos y la capacidad de la policía para resolverlos. Son delitos de escala reducida, comparados con los que muestran otras películas. Pero su formulación es tan precisa que define una visión que incluye el espacio en que se desarrollan: el delito reside en espacios marginales (trenes abandonados, espacios semi-selváticos), se desarrollan en ámbitos urbanos desplazados igualmente de la centralidad (por ejemplo, en clubes nocturnos) o son directamente ejecutados por extranjeros inescrupulosos. La oposición se revela en toda su ambición en, al menos, dos circunstancias. En la primera, en el momento en que una persona es detenida acusada de integrar una banda dedicada al juego clandestino. El hermano del detenido, mozo del bar donde suele parar la Brigada, dice: “Usted se equivoca. Usted no es mi hermano. Mi hermano era un muchacho que estudiaba para abogado”, donde el delito aparece como barrera de separación social e incluso familiar. La otra es al momento de la muerte de Alvarado, uno de los miembros de la Brigada, que brinda la oportunidad de un mensaje contundente desde la canción en off del propio Ortega:

Pobre de esa gente que no sabe dónde va

Los que se alejaron de la luz de la verdad

Esos que dejaron de creer también en Dios

Los que renunciaron a la palabra amor

Pobre de esa gente que olvidó su religión

Esos que a la vida no le dan ningún valor

Los que confundieron la palabra libertad

Los que se quedaron para siempre en soledad

Pobre de esa gente que desprecia a los demás

Pobre del que mata simplemente por matar

Esos que perdieron la esperanza y la razón

Esos que eligieron el camino del dolor

No es descabellado pensar en esos versos como una referencia elíptica al accionar de las organizaciones armadas en tanto se repiten construcciones propias del discurso de la dictadura –la referencia a Dios, a confundir lo que significa la libertad y la referencia a “matar por matar”- para identificar a su “enemigo”. En ese sentido “Brigada…” es la representación más cabal de esos años en el país. En principio, por encarnar ese doble mensaje que implica la existencia de una tierra en paz, pero que necesita multiplicar los delitos para demostrarlo y dejar en claro que las fuerzas de seguridad están preparadas para repeler cualquier ataque. Pero también es la única película de la época que muestra, de manera casi documental, la presencia policial patrullando las calles y la militarización del espacio público, en la guardia de la comisaría –el policía portando armas largas y ataviado como un militar es un signo de las épocas de dictadura-. Y como si no fuera suficiente, es el único film de la época en el que la gente revela su miedo a las armas y se aleja –en un gesto absolutamente natural, pero negado en toda la época- en ocasión de un tiroteo.[4]

“Comandos azules” (Emilio Vieyra, 1980) puede verse como una suerte de mixtura de elementos tomados de la película de Ortega y de la saga de los Superagentes. Aquí, al comienzo, se subraya la existencia de la fuerza policial como representación del Estado (Miguel y Jorge aparecen con uniforme policial la primera vez que se los ve; se observa el accionar policial ante una casa tomada por hombres encapuchados) pero a la vez hay un énfasis en desarrollar a esos elementos en un plano ficticio. Es explícito en la escena del copamiento de la casa –una emulación de los procedimientos contra los grupos de guerrilla urbana- que se revela como parte de la filmación de una película. Más elusiva se vislumbra en los personajes centrales: no obstante, que en el resto del metraje ambos se encuentren invariablemente vestidos de civil, implica ya no solo el desplazamiento de la estructura legal a una ilegal –cuyos lazos se perciben débiles- sino también la idea del uniforme como un disfraz, como una puesta en escena ante el resto de la sociedad. Aquí el sistema de bandos se clarifica: de un lado, los parapolicías como representantes del Bien; del otro, el enemigo se personaliza, es dotado de rasgos que lo definen. Si en la película de Ortega reviste un carácter mayormente colectivo y solo es identificado por su pertenencia a los márgenes, aquí hay un jefe, un cerebro de grupo que responde a las concepciones clásicas del villano: el hombre que intenta secuestrar a un físico nuclear para usar sus conocimientos para el Mal. Ese Mal tiene nombre y datos precisos: Hans Steiner, árabe, nacionalizado suizo y que vivió en Alemania Oriental. Es decir: dos de los centros del terrorismo de los 70 y un país neutral definen por sí mismos las características negativas del personaje.[5]            

“Las muñecas que hacen Pum!” (Gerardo Sofovich, 1979) lleva el sistema de bandos a un extremo casi inaudito. La ausencia del Estado se hace manifiesta: el territorio se convierte en un campo de batalla entre dos organizaciones –AMOR y ODIO- que no parecen disputar el acceso al poder, sino que cifran su existencia en el enfrentamiento continuo con equilibrios apenas alterados. ODIO –Organización para la Destrucción Internacional del Orden- evoca los rastros del terrorismo en la visión militar de la época: la organización como parte de una estructura internacional con raíces en el país, acciones orientadas hacia la profusión de atentados con bombas, logística aceitada aunque escasamente moderna y utilización del engaño con la mujer como parte esencial –el presupuesto de que la mujer hermosa, atractiva sexualmente es inofensiva a la visión del otro aquí aparece en todo su esplendor-. No deja de ser un detalle importante que la organización opere desde la República de los Niños: territorio que sirve a la vez como camuflaje de las acciones y para revelar metafóricamente la apropiación de la inocencia. Sin embargo, los elementos perturbadores aparecen en la relación entre ambas organizaciones. El encuentro entre Jacques y Johana, jefes de cada una de ellas, revela no solamente el conocimiento previo de ambos, sino la existencia de una serie de reglas que ambos respetan. El trato cortés que se dispensan sugiere una contradicción que el espectador –representado en la pantalla por Toni- no termina de entender: hay allí dos organizaciones que quieren destruirse mutuamente y que, sin embargo, se tratan con respeto mutuo, como si se tratara de una contienda deportiva. O como si el destino de los integrantes de cada una de las organizaciones dependiera de un juego, macabro por cierto, en el que las cúpulas permanecen a cierta distancia -¿una velada sugerencia a las versiones sobre acuerdos entre la cúpula de Montoneros y las Fuerzas Armadas?-. Ello no impide que AMOR –sigla de Amistad y Orden- actúe de manera poco amistosa. La tortura aparece establecida como método: cuando los dos encapuchados se llevan a Johana después de la cena para torturarla –sin que ella oponga resistencia alguna-, Jacques señala que “tanto en el amor como en la guerra, todos los métodos son válidos”. Loba, otro miembro de la organización, hace mención a la posibilidad de caer en una sesión de tortura como algo natural, y es el mismo Jacques quien cierra indicando que “si hay algo que no soporto es el llanto de una mujer a menos que la estemos torturando”. La tortura deja de ser solamente un método “para arrancarle la verdad al enemigo”, para transformarse adicionalmente, en un elemento de placer personal: torturar al otro, sumirlo en la debilidad y la humillación forman parte del enfrentamiento. De allí que pueda hablarse de una configuración cercana a la represión para-estatal en tanto no involucra solamente acciones físicas, sino relaciones “complejas” con el enemigo y la existencia de un placer indisimulado en la destrucción y el aniquilamiento del oponente.

La saga de los Superagentes ha construido a lo largo de los siete largometrajes producidos en el período,[6] un universo consistente con la ideología de la época, a la vez que funciona con notable coherencia al interior mismo de la saga. Es aquí donde, a simple vista, el enfrentamiento entre bandos adquiere mayor centralidad. En esas películas se encuentran referencias que apuntan al imaginario construido por las series de la época –la persecución como leitmotiv, la persistencia de la idea de los héroes como intocables- o incluso de los productos cinematográficos relacionados con el espionaje –desde los gadgets al estilo James Bond, aunque claramente del subdesarrollo, hasta los disfraces para infiltrarse o el uso continuo de micrófonos-. Sin embargo, lo más importante es la forma en que erige un universo de base que trasvasa a todas las películas de la serie, sobre el cual luego se ejecutan leves variaciones. La inmutabilidad de ese universo primigenio es la llave de acceso para descubrir la visión que despliegan esas películas sobre el momento histórico en que se inscriben.

Ya he mencionado la pretendida ambigüedad que implica la existencia de una organización como Acuario: la falta de referencias con cualquier estructura del estado refuerza poderosamente las similitudes con los organismos de inteligencia militar y con los “grupos de tareas”. A esa ambigüedad se le opone una continua alusión a espacios verificables –el Italpark, las instalaciones de Argentina Televisora Color- y un recorrido por lugares turísticos –Mar del Plata, el Delta del Tigre, Tucumán, Misiones- que evidencian los límites del espacio en el que se mueven. De allí resulta curioso que se presente a Acuario como una organización internacional, mientras su accionar no atraviesa las fronteras del país.[7]

Ese universo inmutable se compone de una serie de elementos que podrían señalarse de la siguiente manera:            

*La construcción grupal del heroísmo, aún cuando cada personaje posea características bien diferenciadas. Tiburón es el seductor, el que tiene aires de playboy y replica el modelo James Bond con mayor cercanía; Delfín es el detentatario de la fuerza, el más ligado al prototipo del cine de acción; Mojarrita es el que establece la mayor empatía con el espectador a partir de su torpeza. No obstante esos elementos que resultan claramente complementarios, en el combate contra las fuerzas del Mal actúan de manera conjunta.[8]

*La Argentina visualizada como tierra de paz y progreso. Es llamativa la forma en que este punto se expresa, aún cuando no tuviera correspondencias estrictas con la realidad: científicos de todo el mundo, autores de inventos revolucionarios, eligen a la Argentina como refugio y como lugar para desarrollar sus proyectos. El profesor que creó una mini-bomba, refugiado hasta su muerte en la Triple Frontera, convencido de que es el único país en que “queda en buenas manos”, en “Los superagentes no se rompen”; el que desarrolla una nafta sintética en “La aventura explosiva”; el profesor Borodin, creador de una máquina que permite manipular el clima en “La aventura de los paraguas asesinos”. Pero además, la tecnología nuclear tiene una fuerte presencia: un congreso internacional que se desarrolla en Mar del Plata y la operación biónica a la que son sometidos los agentes para salvarles la vida, dan testimonio de un progreso científico ilusorio.[9] A ello debe agregarse que otras películas de la saga recurren a científicos extranjeros que descubren los lugares donde se ocultan tesoros –el de un principado en “El tesoro maldito”, el de los Incas en “La gran aventura del oro”-. Desde allí se presenta una idea de país como centro del mundo, un territorio lleno de riquezas por explotar que atrae la codicia ajena.

*Los villanos provienen siempre del exterior. Aquí hay una fuerte consonancia con uno de los principios enarbolados por la dictadura: la existencia de un enemigo externo que intenta acabar con los logros del país, a través de la subversión. Si bien no aparece ninguna mención a los movimientos subversivos la amenaza externa resulta palpable en cada uno de los films: Dimitri llegando al país para buscar el tesoro de un principado nunca identificado; el emperador negro de Zangeria y el sicario Pavlov pretendiendo robar la bomba; Alexis, el griego, y su banda que ha robado una plancha para imprimir dólares; Grengwich y Chang Lee luchando por la máquina del clima; Mercurio, jefe de una organización que proviene del exterior para robar la fórmula de la nafta; Yousuf el árabe y el sicario Winchester buscando el tesoro de los Incas. Todos, amenazas externas ante los cuales se alzan las defensas de Acuario y los agentes, en una manipulación notable de los actos de la realidad: mientras los militares arrasaban con la población argentina, el cine mostraba que la lucha era la defensa del país de una agresión externa. No deja de ser sintomático que en la última película de la saga, sobre el final de la dictadura, si bien el villano sigue siendo extranjero, ahora es, apenas, un productor de cine que comanda una banda de ladrones de oro. De todas maneras, una lectura se abre, inquietante: si todas esas personas podían entrar al país, es porque algún mecanismo de control fallaba, permitiendo el ingreso de criminales y terroristas.

*Los enfrentamientos se producen en lugares con características de “zonas liberadas”. Las persecuciones y disparos se desarrollan en espacios abiertos: ríos, playas, sierras, lagos, son los escenarios elegidos. La modalidad varía: ya no se ciñe a los típicos enfrentamientos desde autos en movimiento, sino que se expande a persecuciones en lanchas, motos y caballos, y hasta helicópteros y aviones. En todos los casos, hay una exhibición continua de armas largas y los tiroteos son intensos y duraderos. En ningún caso aparece la policía; la organización Acuario la reemplaza en su rol de perseguir a los delincuentes y se encuentra sin obstáculos para actuar. Como agregado habrá que aclarar que, inevitablemente, los villanos tienen mala puntería, son altamente ineficaces e incluso tienen menos equipamiento tecnológico que los agentes. Es llamativo, de todas formas, que al menos en dos películas, las persecuciones y ataques se desarrollan en un parque de diversiones, como si el espacio infantil fuera también objeto de la violencia y la utilización de las fuerzas del mal.[10]

*El punto débil de los científicos es siempre una mujer: colegas con las que mantienen una profunda amistad o hijas mujeres se convierten en blanco de los ataques de los villanos. Generalmente proceden al secuestro como una forma de presión para que entreguen sus descubrimientos.[11] Lo curioso es que algo parecido ocurre con los propios Superagentes: en varias ocasiones, la agente Sirena es secuestrada para presionar el trabajo de los agentes.

Sobre esa serie de premisas básicas, las películas de la saga no solamente se organizan como estructura, sino que parecen dar cuenta, una y otra vez, de un círculo esencialmente virtuoso para las fuerzas de seguridad. Aún cuando se omite el desliz del control fronterizo –que resulta funcional a estos relatos- el circuito se inicia con el ingreso de una fuerza extranjera que intenta atacar al país o robar un bien apreciado de un valor que excede lo estrictamente comercial. A esa invasión responde una fuerza de agentes especiales que los derrotan, a la vez que ponen en evidencia la mayor capacidad tecnológica, de planificación y de ejecución sobre los invasores. La superioridad sobre el enemigo queda evidenciada incluso con detalles de falsa modestia: da la sensación que los agentes nunca están utilizando toda su potencialidad, sencillamente porque sus adversarios son endebles y no los exigen. Una demostración, al fin y al cabo, de la superioridad de las fuerzas de seguridad sobre cualquier grupo que intente atacar ya no solo los cimientos del poder, sino esencialmente el modo de vida nacional.


[1]  El caso de “Las muñecas que hacen Pum!” (Gerardo Sofovich, 1979), un plagio nunca declarado, pero evidente de “El doctor Goldfoot y las chicas-bomba” (Dr. Goldfoot & the Girls Bomb, Mario Bava, 1966)

[2] En Wolf Sergio, op.cit, p.273.

[3] A primera vista, el interés parece ser asimilar a esas organizaciones con estructuras vistas en películas extranjeras. Lo más evidente es la referencia a Acuario, en la saga de los Superagentes, como una versión de cabotaje del MI6, el Servicio de Inteligencia británico al cual pertenece James Bond en las películas que lo tienen como protagonista.

[4] Sergio Wolf plantea a “Brigada en acción” en un carácter de complementariedad con “Dos locos en el aire”. En esta última percibe la exhibición del cuerpo armado, orientado “hacia los preparativos para la lucha contra un enemigo virtual”, mientras que en la primera, “además de los preparativos expone la confrontación, para el caso, contra enemigos individualizados”. En Wolf Sergio, op.cit., pp. 273-274.

[5] Curiosamente, el físico nuclear posee un nombre claramente soviético: Pushkin. No hay que olvidar que aún con su ferviente anticomunismo, la Junta Militar que gobernó el país en esos años, tenía una relación fluida y cordial con la ex Unión Soviética, cimentada en acuerdos políticos y económicos, como también en el explícito apoyo que el Partido Comunista Argentino brindó al golpe de estado de 1976.

[6] Las siete películas de la saga son: “La aventura explosiva” (Orestes Trucco, 1977), “Los superagentes biónicos” (Adrián Quiroga, 1977), “Los superagentes y el tesoro maldito” (Adrián Quiroga, 1978), “La aventura de los paraguas asesinos” (Carlos Galettini, 1979), “Los superagentes no se rompen” (Julio de Grazia, 1979), “Los superagentes y la gran aventura del oro” (Carlos Galettini, 1980) y “Superagentes y Titanes” (Adrián Quiroga, 1983).

[7] La única película en la que los agentes parecen destinados a ejercer su trabajo más allá de las fronteras es en “La aventura explosiva”, cuando acompañan al descubridor de la nafta sintética en su viaje a una isla del Pacífico donde expondrá su invento en un congreso. Pero el enfrentamiento con Mercurio en pleno vuelo, hace que regresen a Buenos Aires, con el elemento adicional de ser ellos quienes pilotean el avión hasta el aterrizaje.

[8] Inclusive en “Superagentes y titanes”, en la que no participa Tiburón, tanto Delfín como Mojarrita lo evocan con el recurso de tomar escenas de películas anteriores e insertarlas como recuerdos del trabajo conjunto en otros tiempos,  restableciendo al personaje como una presencia.

[9] Hay, en estas películas –a la que puede sumarse “Patolandia nuclear”- un intento de mostrar el desarrollo nuclear de la Argentina con fines pacíficos, a la vez que se explotaba la moda impuesta por dos series americanas de la época: “El hombre nuclear” (“The Six Million Dollar Man”, protagonizada por Lee Majors) y “La mujer biónica” (“The Bionic Woman”, protagonizada por Lindsay Wagner). Hay que recordar que en la década del 70 se produjo la construcción y puesta en funcionamiento de las dos primeras centrales nucleares argentinas: Embalse, en la provincia de Córdoba, y Atucha, en la provincia de Buenos Aires. Ambas se dedican desde el momento de su puesta en actividad, principalmente a la generación de energía eléctrica.

[10] Tanto en “El tesoro maldito” como en “Superagentes y titanes” se producen persecuciones y tiroteos en el interior de un parque de diversiones. Esa situación se repite en una película alejada desde el punto de vista genérico como lo es  “El gordo catástrofe”.

[11] En “Superagentes y titanes”, la única película que carece de científicos o inventores de algún tipo, no se privan, de todas formas, de secuestrar a una mujer, aunque se trate de una secretaria que trabaja en la filmación de la película.

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