El indie, cine independiente norteamericano, es la categoría que engloba genéricamente a directores al margen de Hollywood. Más allá de la independencia de la industria, cada “cine independiente” o “nueva ola” es una posibilidad de disputar el terreno simbólico de las imágenes cinematográficas hegemónicas. No se trata de enfrentar a los llamados tanques desde una actitud reactiva, sino de que nuevas formas se abran paso, formal y políticamente. Pero en las últimas décadas, lo que se presenta desde esos circuitos como mucho propone un corrimiento sutil, apenas un planteo que se aleja de los modos institucionales, pero tímidamente. Con frecuencia, la secuencia suele ser que, después de un primer momento “indie”, el paso siguiente encuentra a los directores de tal corriente con los pies en la industria, habiéndose constituido aquel comienzo en un trampolín para terminar confirmando aquello de lo que, aunque sea un poco, se independizaban.

Por ejemplo, si tomamos dos momentos en la carrera de Craig Zobel, pasa de la distribuidora Magnolia Pictures en Compliance (2012) a Universal Pictures en la recientemente estrenada The Hunt (La cacería, 2020). Lo pertinente para nosotros, en primer término, es dar cuenta de qué cámara se pone en juego. En la primera, el registro que descubre ciertas periferias de Estados Unidos juega mucho más al encierro de los personajes en primeros planos y planos medios, siendo los planos generales resignados al mínimo. Todo parece encontrarse en función de los cuerpos en contexto, con una tendencia marcada a evidenciar los rostros en el cuadro como lupa de las subjetividades. De este modo, en Compliance el espectador asiste al proceso gradual de una tortura psicológica que desemboca en el abuso físico a la joven empleada de un fastfood. El microclima es intimista, casi todo transcurre en el ambiente donde es sometida, a pocos metros del sector de atención al público. Y lateralmente en los interiores del local, en paralelo al hecho central, vinculando lo cotidiano con el horror a una puerta de distancia. El microclima intimista es una característica de muchas producciones indie, resultando el cine de Kelly Reichardt –con Old Joy (2006) en el podio- y Debra Granik –con Winter’s Bone (2010)– quizá los puntos más altos. Reafirmando lo anterior, ese corrimiento es sutil. No se trata de los montajes de James Benning entre carreteras norteamericanas sin personajes ni textos, en una investigación perceptual del país.

Pero, como suele ocurrir, el espíritu indie se esfumó. La nueva película de Craig Zobel no tiene nada que envidiarle a cualquier producción convencional. Es más: se pudo dar el lujo, durante unos meses, de presentarse como la obra maldita que no es, dada la postergación de su estreno local por la bajada de pulgar de Donald Trump –a pesar de haber visto solo el trailer de difusión -y por esto, asignarle una intencionalidad más política de la que tiene (twitteó: «¡El Hollywood izquierdista es racista al más alto grado, y con gran enojo y odio!») Lo político está planteado, pero desde una apuesta al cine de explotación que hace figura en lo satírico y en la espectacularización, ensombreciendo lo político.

El planteo narrativo es el siguiente: un grupo de bienpensantes de importante poder adquisitivo, antirracistas, políticamente correctos, interesados en las luchas sociales y el cambio climático, decide cazar -literalmente- a un grupo de sureños conservadores elegidos puntillosamente y que no se conocen entre sí. Los secuestran y los dejan abandonados en un bosque privado, con mordazas imposibles de quitarse por estar aseguradas con candados. Para que el juego sea precisamente un juego, los cazadores les dejarán a sus presas la llave de los candados y las armas para defenderse. Una vez que toman el armamento, tratan de escapar. Los victimarios los podrían haber asesinado previamente, pero la idea es cazarlos. En la secuencia de la escapatoria, Zobel recurre a un ingenioso juego de identificaciones; se apoya en protagonismos provisorios por medio del ingenioso uso del primer plano, en función de tenderle un cebo –por muy poco tiempo– también al espectador. Si este último se encuentra cautivo de las habituales estrategias de cámara y actuación para presumir quién es el y/o la protagonista, los sorpresivos decesos que se producen en esta unidad de la película rompen esos falsos contratos. El grupo de cazados se va reduciendo hasta presentar a la verdadera protagonista, una joven llamada Crystal (Betty Gilpin). La solidez actoral de la misma se equilibra con la de su oponente, la villana jefa de la organización “progresista”, Athena (Hilary Swank). En el juego de identificaciones propuesto, las víctimas son el ala republicana de la película. Desde un cazador de rinocerontes, un xenófobo racista, y hasta la misma protagonista que en un tramo confiesa haber pertenecido a un comando militar que peleó en Afganistán. Por lo tanto, la carga de la prueba ideológicaes invertida mediante este juego de identificaciones, pero no para que el público avale a los republicanos, sino en función de que ninguna ideología quede en pie. Mientras huye, uno del grupo de víctimas le cuenta a su partenaire de momento: “Cada año, estas elites liberales, los patanes globalistas que dirigen el estado profundo, secuestran a un montón de gente normal como nosotros y nos cazan por deporte”. Por la contraria, el grupo de cazadores elabora reflexiones del tipo: “El sida es muy, muy serio”, o “Haití está en medio de una crisis humanitaria de décadas de duración, y necesita toda la ayuda posible”. Las luchas emancipatorias son vaciadas de sentido al ser expuestas como clichés, frases hechas, con la excusa de la parodia. En tal sentido, en medio de la planificación del operativo por parte del grupo de liberales, uno de ellos dice sobre las futuras presas: “Necesitamos inclinarnos hacia el estereotipo para dejar que expongan sus prejuicios”. Y es de hecho desde el estereotipo que la película encuentra su clave paródica, con el humor negro tiñendo las situaciones, con recursos de cine gore que estimulan más el hecho satírico. De todas formas, tirando del piolín del cliché como corrimiento del problema real, el juego del director también consiste en activar un juego de falsarios de diverso orden: sin develar la trama, la masacre se produce gracias a una confusión dada por un mensaje de texto; otra confusión, la de identidades: el personaje central no era quién se suponía. Un mundo edificado a partir de trascendidos, confusiones y puestas en escena que incluyen la construcción de una falsa estación de servicio atendida por falsos propietarios. Una puesta en escena que recuerda al cine mismo como construcción. Y, por supuesto, en la posmodernidad como máquina de citas no pueden faltar referencias cinéfilas (como una a Bruce Willis) y literarias (Rebelión en la granja de George Orwell).

Las cartas echadas en The Hunt no dejan margen de duda sobre la tesis de la película: toda tendencia política tiene efectos negativos, ergo la política misma lo es. No existe salida: The Hunt es una encerrona más. La crítica existe, pero esgrimida hacia ambos lados del tablero binario norteamericano: republicanos y demócratas; conservadores y liberales. Por lo tanto, termina en un juego de pinzas sin opción, sostenido a rajatabla por el paradigma del camino del héroe, la sucesión de duelos hasta el gran duelo final y todo el esquema que el cine institucional sabe bien sostener. Además, como muchos de sus héroes, sobrevive a pesar de las impugnaciones en el tiempo por parte de las   imágenes alternativas que le dan batalla. Una batalla perdida pero siempre necesaria.

The Hunt (Estados Unidos, 2020). Dirección: Craig Zobel. Guion: Nick Cuse, Damon Lindelof. Fotografía: DarranTiernan. Montaje: Jane Rizzo. Elenco: Betty Gilpin, Hilary Swank, Ike Barinholtz, Wayne Duvall, Emma Roberts. Duración: 90 minutos.

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