
Con la mano, uno toca a la persona que quiere, agrede a la que odia; con la mano, uno saluda, da bienvenidas, despedidas; con la mano, uno llama, echa, para, silencia, alienta, les pide a las personas que lo rodean que se apuren; con la mano, uno le da placer a la mujer que quiere y a la que no también; con la mano, uno puede escribir versos hermosos o estrangular un pescuezo humano o animal indistintamente; con la mano, uno construye casas, muebles, cocina, limpia, se disfruta de su propio cuerpo; con la mano, uno articula o desarticula textos según su propia conveniencia; con la mano, con su palma, uno adivina destinos, entuertos, muertes, causas y consecuencias… En el extraordinario documental de Werner Herzog, Tierra de silencio y oscuridad (1971), personas ciegas, sordas y mudas solo se comunican tocándose las palmas de las manos con sus dedos, siguiendo alfabetos táctiles: las palabras, son texturas silenciosas[1]…
En la notable Perdí mi cuerpo de Jéremy Clapin, una mano mutilada, arrancada, cercenada es la metonimia extraña -pero no por eso menos maravillosa- de la voluntad, el inconsciente, los recuerdos y, ¿paradójicamente?, el porvenir de un adolescente huérfano, de nombre Naoufel, árabe, explotado, laburante, vapuleado, enojado (descreído más bien) con la vida, que reparte pizzas en moto en la Francia actual para sobrevivir y que su tío (quien lo adoptó al morir sus padres) no lo eche de la casa después de sacarle cada moneda que trae.

Una mano puede agarrar un corazón, arrancarlo y tenerlo un rato latiendo hasta que deje de bombear sangre.
Una mano puede servir para que el inmenso Dylan Thomas escribiera[2]: “La mano que firmó el papel derribó una ciudad;/ Cinco dedos soberanos tasaron el aliento,/ Duplicaron el mundo de muertos y dividieron un país;/ Estos cinco reyes llevaron a un rey hacia la muerte.// La poderosa mano lleva a un hombro alicaído,/ Las articulaciones de los dedos están soldadas con tiza;/ Una pluma de ganso ha puesto fin a un asesinato/ Eso puso un fin a la charla.// La mano que firmó el tratado engendró fiebre,/ Y creció el hambre, y la langosta vino;/ Grande es la mano que sostiene el dominio sobre/ El hombre por un nombre garabateado.// Los cinco reyes cuentan los muertos mas no calman/ La herida encostrada, ni acarician la frente;/ Una mano gobierna la piedad, otra mano gobierna el cielo;/ Ninguna mano tiene lágrimas para derramar.”
La mano le sirve a Naoufel para tocar el piano o simular ser el ala de un avión; para dejar su huella en la arena o grabarse el viento en la palma mientras anda en auto con su padre y su madre.
La mano le sirve a Naoufel para tocar el portero eléctrico de la bella Gabrielle o para ser carpintero e intentar impresionarla construyéndole un iglú en el techo de un edificio abandonado.

La mano le sirve a Naoufel para llevar su grabador, apretar play y grabar los sonidos fugaces del mundo que se vuelven sutiles talismanes en su desalentadora vida.
La mano le sirve a Naoufel para sostener un vaso de plástico lleno de alcohol y emborracharse o pegar el primer golpe a un tipo antes que el mismo le devuelva muchos otros hasta dejarlo inconsciente.
Una mano, la mano de Naoufel, le sirve a Jérémy Clapin para construir un relato sensible, detallista, sutilmente metafórico, donde la procesión no deber ir por dentro necesariamente si no ser parte (perdida) de ese cuerpo que procesa, que sufre, que se enamora, que se decepciona, que extraña, que se retuerce, que está solo en un mundo que se empecina de rodearlo de gente.
Una mano, la mano de Naoufel, le sirve a Jérémy Clapin de metonimia para amparar la voluntad de un adolescente dañado, que, no obstante, para repararse, instintivamente, tiene que creer en sí mismo: tiene que tener fe -en el sentido más religioso e íntimo del término- en sí mismo.

Perdí mi cuerpo es una preciosa proeza visual, que en lo poético intensifica una estética existencial (muy/tan francés por cierto), habilitando que la realidad se ponga en duda y lo surreal le sirva de antídoto a la hora de recrear una historia simple, pero profunda; amena pero sumamente compleja… Donde el pasado y el presente (de Naoufel) se quieren conjurar en un futuro posible; no en un destino programado, si no en un futuro posible que depende de él para aventurarse, para que se articule en realidad plena pues, Naoufel está partido, dañado, mutilado, pesimista, desmembrado desde su infancia, desde el accidente de sus padres y reencontrarse consigo mismo no es un simple cliché psicológico, es, realmente, la única posibilidad de seguir con vida en este mundo que lo agrede, casi, sin quererlo, volviéndolo un triste rompecabezas.
Atrapante, vertiginosa, bella y
curiosamente original, Perdí mi cuerpo de Jérémy Clapin enciende un cine
entretenido, de situaciones, donde una curiosa “épica del retorno” se vuelve
búsqueda, telemaquia, odisea y hasta entelequia surrealista; y donde la
peregrinación de encontrarse con uno mismo, lejos de ser un memorándum o
un protocolo de vida a lo new age, se vuelve el único destino
posible de un adolescente que parece tener mucho por qué vivir, pero también
mucho por qué morir, por qué seguir vivo a pesar de sus faltas, de su
salto de fe hacia consigo mismo que, de tan inminente, se vuelve, se puede
volver más bien, nocivo.
[1]En ese extraordinario documental, casi al final del mismo, Herzog lleva a un grupo de ciegos-sordos-mudos a que acaricien y toquen leones en un zoológico.
[2] “The hand that signed the paper felled a city;/ Five sovereign finger staxed the breath,/ Doubled the globe of dead and halved a country;/ These five kings did a king to death./ The mighty hand leads to a sloping shoulder,/ The finger joints are cramped with chalk;/ A goose’s quill has put an end to murder/ That put an end to talk.// The hand that signed the treaty bred a fever,/ And famine grew, and locusts came;/ Great is the hand that holds dominion over/ Man by a scribbled name.// The five kings count the dead but do not soften/ The crusted wound nor patthebrow;/ A hand rules pity as a hand rules heaven;/ Hands have no tears to Flow.”
Perdí mi cuerpo (J’ai perdu mon corps, Francia, 2019). Dirección: Jérémy Clapin. Guion: Jérémy Clapin , Guillaume Laurant. Montaje: Benjamin Massoubre. Duración: 81 minutos. Disponible en Netflix.