La primera escena de Tomando estado traza las líneas que se seguirán a lo largo de toda la película. No solamente porque desde la banda sonora nos llega la voz de Fernando de la Rúa desde un spot publicitario que termina con una frase que el tiempo volvió irónica o perversa (“El 2001 será un gran año para todos”), ni porque sirve para ubicarnos en un momento histórico preciso, sino porque enseguida ese discurso cede paso a un hombre que está comiendo un sándwich en soledad en su trabajo. No sabemos quién es ni qué hace, salvo que parece una persona común y corriente en un descanso de su trabajo. Esa sensación de realidad que construyen tanto la banda sonora como lo primero que vemos se quiebra de inmediato, no solamente por la evocación de lo que significó para los argentinos el año 2001, sino porque en esa oficina irrumpe un trabajador –la ropa que lleva lo distingue de la informalidad del que come el sándwich en la oficina-. En esa breve escena en la que cuenta que fue de veraneo con su familia al hotel del sindicato, con el estallido de bronca que sobreviene después, la reacción del hombre –que resulta ser delegado gremial- y ese personaje que se lleva de la oficina el cuadro de Oscar Smith –histórico dirigente de Luz y Fuerza-, se marcan dos cuestiones que resultan esenciales en la historia. La primera, el despliegue de las apariencias como formas enquistadas para sostener una supuesta normalidad, mientras por debajo de esa cáscara están sucediendo cosas que van a cambiar radicalmente esa situación. La segunda, la forma en que Carlos, ese personaje que irrumpe en la oficina, representa a un hombre que parece estar fuera de ese mundo que habita, entrando en colisión con algo que está a punto de cambiar y a lo que se resiste.

Si la palabra clave que guía al personaje es resistencia, no lo es en un sentido conservador del término, sino en algo que menciona cuando rescata el mejor momento de la serie de películas sobre Rocky Balboa. “A veces, muchachos, alcanza con mantenerse de pie” le dice Carlos a sus compañeros de la Cooperativa Eléctrica del pueblo, avizorando el futuro que se avecina. Lo interesante del planteo es que desmitifica la resistencia como lucha heroica y aislada –esa que le reclaman sus compañeros cuando lo terminan tratando de “carnero” por haber firmado el pase de la Caja de la Cooperativa al municipio-, para plantearla en términos de una supervivencia cotidiana. Una estrategia. “¿Acaso no querían conservar el trabajo?” les contesta en respuesta a la acusación, revelando en ese punto algo que la elipsis de la reunión con el municipio dejaba entrever. Ya no se trata de pelear para mantenerlo todo, sino, como decía antes, mantenerse de pie. Seguir estando para seguir dando pelea desde donde se puede.

Más que la resistencia a esa situación puntual que se describe –en la que queda claro que Carlos no tiene injerencia real, como le plantea su superior Rovira-, lo que está en juego en el entramado de la película es la resistencia a un entorno que se presenta continuamente como una amenaza. Si la primera escena revelaba desde un elemento casi banal la desprotección del trabajador ante el sindicato que debería defenderlo –la que se replicará más tarde cuando despiden de la radio a Victoria por el invitado que lleva-, lo que sobreviene luego es no más que la amenaza continua sobre ese espacio en el que Carlos intenta seguir siendo quien siempre fue (“Muchas veces me ofrecieron trabajar atrás de un escritorio, pero a mí me gusta levantarme temprano y trabajar” dice en algún momento como una afirmación de su propia ética). El lugar en el mundo de Carlos –y en ese sentido hay algún eco de la película de Aristarain en el personaje- es ese pueblo en el que vive desde hace más de 20 años, en los que se ha convertido no solamente en el delegado de sus compañeros en la Cooperativa, sino en una suerte de referente para los lugareños. Y ese lugar construido en ese tiempo empieza a ser amenazado no solamente por un municipio ávido de hacerse de los dineros de la Cooperativa –en un préstamo que todos saben que nunca se devolverá-, sino por una serie de elementos que confluyen: el hijo que incita a Carlos y a su esposa a irse a vivir con ellos a España; la esposa de Carlos que quiere irse del pueblo y volver a Flores; la posibilidad de quedarse sin trabajo; la no menos posible ruina de la Cooperativa, jaqueada entre el dinero que les sacan y los ladrones de cables. Es ante ese combo que parece imposible de sortear que Carlos sostiene una resistencia casi callada, con visos de una resignación que sin embargo tiene límites que no se pueden transgredir.

De allí que hay dos escenas casi consecutivas que reivindican no solamente la resistencia como toma de posición, sino como necesidad personal, como un límite que no proviene exclusivamente de la ética, sino también de la política. Esa política que en la escena de la firma con el convenio aparece oscura y degradada –al punto que los representantes del Municipio ni siquiera hablan, sino que solo hacen leves gestos-, reaparece como vía única para enfrentar esa amenaza del entorno que tiende a disolverlo todo. La primera es la visita –onírica- a la casa de Tita a resolver el corte de luz en su casa. Allí no solamente se revela el lazo de afecto entre Tita y Carlos, sino la forma en que la política se entremezcla con la vida cotidiana para definirla. “Si no pudieron las bombas y los fusilamientos, qué me voy a quedar pegada” le dice Tita después de mencionar que sacó los tapones del tablero. Su casa es como un santuario pagano dominado por las imágenes y el busto de Eva Perón. Es allí, delante de ella, que Tita le pega un cachetazo a Carlos mientras le dice “A vos qué te pasa”. El cachetazo lo despierta en un sentido doble: literal, del sueño, pero también de su propia resignación. La decisión consecuente de concurrir a la reunión con sus viejos compañeros de militancia en Buenos Aires es una respuesta a esa resignación. Pero esa misma reunión es la manifestación definitiva del lugar que ocupa Carlos, fuera de ese mundo nuevo que se sigue abriendo cada vez más oscuro y amenazante. Los viejos compañeros de militancia parecen debatirse entre cierta nostalgia por los que quedaron en el camino –de hecho alguno de ellos pensaba que a Carlos “lo habían hecho boleta”- y un renovado ejercicio de lo antipolítico que estallaría apenas poco después. La transformación de uno de los militantes en próspero importador es un signo poderoso de ese cambio, pero cuando esa voz individual se transforma en un coro que bajo el argumento de mencionar las boludeces más grandes de la historia, termina burlándose de las consignas que fueron el eje de la militancia –del peronismo, pero también del radicalismo alfonsinista-, es cuando Carlos termina poniendo un límite. Su “basta” es un grito que atraviesa la reunión para dejar a los otros en silencio momentáneo. La escena posterior es la que lo define con claridad: Carlos se ha quedado solo en el bar, esperando por alguien o algo que vaya a rescatarlo.

Si ese universo que la película construye más a partir de pequeñas viñetas que de una historia central confluye en la resistencia de Carlos –y donde destaca la escena con el dueño del campo que no deja pasar a la camioneta de la Cooperativa- no es solo porque allí encuentra un resguardo ético que parece ausente en el resto. Sino porque más allá de esa sensación de soledad en la que va quedando el personaje, asoma sobre el final el fruto de esa semilla que ha sembrado y que fue cuidando a lo largo de los años, cuando se van con Nicolás, su compañero de trabajo, de una generación posterior, cantando por las calles el himno de Luz y Fuerza. Ese mismo Nicolás que, como él, y ante la disyuntiva que le plantea la mujer que le atrae, sostiene que se va a quedar en el pueblo porque allí está su trabajo y está su vida.

Tomando estado puede verse, entonces, como el reverso virtuoso de La odisea de los giles. Si en la película de Borensztein, el 2001 prescindía de la explicación política y prefería concentrarse en un después de una improbable rebelión ciudadana de clase media guiada por el dinero, en la de Sosa, lo que está presente es el espacio en descomposición previo y la necesidad de sostener la fuente de trabajo no solo para sí mismos sino para la comunidad (“Desensillamos pero no vendimos el caballo” dice Carlos cerca del final). Pero, por sobre todo, la diferencia fundamental es que aquí la crisis está vista desde la perspectiva de un trabajador con una historia política detrás que sostiene sus decisiones y que no proviene de una ingenuidad ignorante como la de los personajes de Borensztein. La épica de Tomando estado, en todo caso, es la de la realidad, mientras que la de La odisea de los giles no es más que una escritura desde afuera y conveniente como excusa para una aventurita. No es casual que mientras en la otra se culminaba en una suerte de mundo feliz, aquí sólo quede lugar para una pequeñísima luz de esperanza en medio de la amargura casi total. Y en ese punto también Tomando estado es una película que ejerce una resistencia hacia esa mirada lavada sobre la historia argentina que buena parte del cine industrial de los últimos años intenta sostener.

Calificación: 6.5/10

Tomando estado (Argentina, 2020). Guion y dirección: Federico Sosa. Fotografía: Alejandro Reynoso. Montaje: Laura Palottini y Alberto Ponce. Elenco: Germán de Silva, Sergio Podeley, Verónica Gerez , Chang sung kim, Federico Liss, Elvira Onetto, Malala Olivares, Emilio Bardi. Duración: 83 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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