Hace más de una semana me enteré por Facebook (¿de qué otro modo uno se puede enterar de las cosas hoy en día?) que se había muerto Anna Karina. Alguien había posteado esa noticia y ahí me quedé mirando sus fotos de los 60, fotos sobre todo con Jean Paul Belmondo en Pierrot el loco, una de mis películas favoritas de toda la vida. Por un momento ese domingo de calor el tiempo quedó detenido, mientras terminaba de preparar mi segunda pava para hacer mates y miraba a la gente caminar despreocupada por la calle desde mi balcón. Recuerdo que pensé que seguramente la mayor parte de esa gente que yo veía desde el balcón de mi casa no sabía quién era Anna Karina. Pensé con tristeza que la muerte de esta actriz atemporal solo le afecta a una minoría muy escasa del tejido social, los cinéfilos.
Cuando le escribí a mi vieja para darle la mala noticia, me dijo que la tendría que haber llamado para contarle algo así. Yo me reí porque en ese pedido estaba la mejor definición de todo un modo de vivir la cinefilia, sobre todo para alguien que me hizo conocer a la nouvelle vague y a todos sus actores y directores icónicos cuando yo tenía 13 años y el cine se reducía en mi cabeza a Bruce Willis, Stallone, Chuck Norris y algún otro héroe de acción ochentoso. Pero este texto no es sobre mi vieja y yo. O sí, porque en un punto todos los textos que escribo sobre cine también son sobre mi vieja, que es la que me inyectó en las venas y en el alma ese amor incondicional. Ella es la que sigue ahí obstinada mirando películas que nadie mira, siempre desde la voracidad del que quiere seguir descubriendo, porque descubrir es un modo de seguir vivo. Y estas palabras que intentan despedir a esa actriz a la que amé también están unidas por un hilo invisible con esa pasión heredada en mi infancia.
Cuando corté la comunicación con mi vieja seguí con los mates y me quedé pensando en el icónico rostro de Anna Karina llorando con la pasión de Juana de Arco, ella que era la actriz de la nueva Francia y del nuevo cine. Al día de hoy no tengo muy claro qué es lo que exactamente representa Anna Karina en mi cinefilia. ¿Era hermosa? Sí, pero no era su belleza un rasgo característico de su arte como en los casos de Sophia Loren, Claudia Cardinale, Catherine Deneuve o la Bardot, por mencionar iconos sexuales de los 60. Su modo de actuar era revolucionario porque llevaba consigo la fragilidad de la experiencia humana. ¿Anna Karina estaba actuando cuando aparecía en pantalla o estaba llevando a la cámara su personalidad avasallante y precaria a la vez? ¿Cuando Anna Karina hablaba frente a cámara había alguien más en la escena que Anna Karina? Preguntas sin respuesta que en la hora de la muerte quedan inconclusas para siempre.
Luego me puse a leer las necrológicas habituales y todas mencionaban los hitos de su carrera. En pocos caracteres se hacía mención a que era danesa de nacimiento y que llegó a Francia muy joven e inició su carrera como modelo. Jean Luc Godard (quizás el director más revolucionario de la novelle vague) le ofreció un pequeño papel en Sin aliento, que ella rechazó porque incluía un desnudo. Años después se transformaría en el rostro emblemático del cine de Godard, de esa primera etapa que significa para mí la más importante y libre de su cine, ese tesoro inacabable de mi temprana cinefilia. Allí, Anna Karina era el alma absoluta, una especie de motor invisible que ponía rostro a ese aparato de ideas conceptuales, a esa máquina de nuevas formas narrativas y de quiebre de estructuras arcaicas. Anna Karina dio vida a películas fundantes del cine: Vivir su vida, Alphaville, El soldadito (obra maestra poco recordada que hablaba de la guerra de Argelia), Pierrot el loco, Banda aparte, Una mujer es una mujer (actuación por la cual se llevaría el premio a mejor actriz en el Festival de Berlín), Made in USA.
Pero esta actriz extraordinaria y revolucionaria no fue solamente la actriz de Godard, sino que trabajó con Luchino Visconti en la despareja y poderosa versión de El extranjero de Camus, antes lo había hecho con Agnes Varda en Cleo de 5 a 7, luego con célebres directores como George Cukor, Rainer Werner Fassbinder o Raúl Ruiz. Sin embargo, su película definitiva fuera de la serie con Godard es La religiosa, adaptación metafísica y profundamente sensorial de la novela de Denis Diderot filmada por Jaques Rivette, otro de los padres de la nouvelle vague y del cine de la década del 60 .
Anna Karina también dirigió y escribió el guion de una película llamada Victoria en el 2008 y publicó cuatro novelas. En la década del 60, al tiempo que se dedicaba a transformar el cine también se dedicó con dispar suerte de artista indómita al canto junto a artistas como el notable Serge Gainsbourg. Leyendo y recolectando información sobre su trayectoria es posible vislumbrar ese espíritu anárquico que hizo de la naturalidad un modo de interpretación único. Quizás la importancia del cine de Anna Karina sea la de no escindir la actuación de la vida, o mejor dicho la de concebir a la actuación por fuera del mero artificio devenido en ficción. Quizás, en definitiva, todo el cine de Godard con Anna Karina no sea otra cosa que un gran documental sobre el amor de un hombre y una mujer, que se miran enamorados de un lado y otro de la cámara durante varios años; un documental sobre el amor en todas sus formas y que tuvo el don de humanizar y eternizar el cine de ambos. Por último, la presencia de Anna Karina en pantalla es la demostración cabal de que el impulso primario del arte es la humanidad, y que la técnica siempre tiene que estar a su servicio. Por ello resulta inevitable que con la noticia de su muerte, como con la muerte de cualquier ser humano al que amamos, nos sintamos un poco más solos.
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