Jordan Belfort es antes que nada un creador de tendencias. Creó una tendencia con su forma de operar en la Bolsa. Loapodaron, peyorativamente, “el lobo de Wall Street” y, ni lerdo ni perezoso, aprovechó ese rótulo e hizo lo que mejor sabe, capitalizó su nombre en un aspiracional, esa mezcla confusa de deseo y necesidad que estimula y rentabiliza la publicidad. Convirtió su nombre en una marca, la configuración de un estilo de trabajo y de vida que agolpó en la puerta de su naciente y prometedora empresa a cientos de jóvenes ansiosos por materializar sus aspiraciones más altas: ser tan ricos y tan impúdicos como él. Dicen que la riqueza es un vidrio polarizado que segrega a un selecto grupo de beneficiarios de la capacidad de juicio, del alcance de sojuzgamiento del resto de la sociedad. Hay que ver en qué cosa convirtió Martin Scorsese el polarizado de ese cristal en las potentes e hiperbólicas imágenes de El lobo de Wall Street.
En un mundo que vive de tendencias (abran la heladera, el placard, la alacena, saquen lo que llevan en los bolsillos, es más, miren el mobiliario que los rodea y, seguramente, van a encontrar al menos un par de tendencias) que programan el deseo y la expectativa, la crítica moral o esnob –por igual- a El lobo de Wall Street se hace intempestiva o por lo menos hipócrita. Vivimos una realidad en la cual los chicos juegan a la Play Station y, unos pocos años más tarde, reconocen a los futbolistas reales a partir de su conocimiento previo y virtual. Cuando los miran jugar partidos “de verdad” proyectan en los deportistas la expectativa de movimientos y características, la quinésica y la habilidad, que decodificó el juego. Proyectan sobre el movimiento real de un individuo el diseño que les programó el uso intensivo y abusivo del juego en video. Pretenden que el gesto físico se acomode y acople al virtual, pretenden (y afirman) que el Messi real es tán bueno como el de la Play, que juega tan bien como lo hace en la Play. Ergo, “Messi es un jugador de Play”. La virtualidad produce (y capitaliza) nuestras aspiraciones. Somos territorio y dominio de la tendencia.
En el final de El lobo de Wall Street, Scorsese monta la escena de una sala de espectadores. Butacas acomodadas en perspectiva a una pantalla en la que se imprime (digitalmente) un nombre: Jordan Belfort. El que no quiere ver que no vea, pero esos espectadores bobalicones somos nosotros, que reproducimos en la materialidad de la sala la imagen que se proyecta en la pantalla. Ese grupo de personas expectantes, cada una en su butaca, fue a ver –igual que nosotros- a su estrella, a Belfort. En busca de la receta de la felicidad del dinero, que la experiencia de otro codificó en una serie de pasos a seguir, los poco avezados concurrentes son interpelados por un Belfort curtido que les propone que le vendan una lapicera. Se les acerca –y se nos acerca- y les propone, uno por uno, el juego de la venta. Ninguno puede con Belfort. La lapicera va pasando de mano en mano cuando los potenciales vendedores sólo alcanzan a describir la fascinante superficie o la funcionalidad del objeto. El rostro resignado de Di Caprio pone punto final a la locomotora descarrillada que es la película de Scorsese. Belfort esperaba que uno de ellos fuera capaz de crear una necesidad, que le dijera como su amigo Brad: “escribí tu nombre”, a lo que él contestaría: “no puedo, no tengo lapicera”. Belfort, antes que nada, supo crear una tendencia.
Se le critica también a Scorsese que haya engalanado inmoralmente un mundo tan codicioso y aburrido, tan vacío, libidinoso y empeñosamente egoísta, como lo es el mundo bursátil. Podríamos cambiar el sustantivo por otro dejando todos esos mismos adjetivos. Podríamos proponer el sustantivo “cine”. Un rodaje es repetitivo, tedioso, tensionante, chismoso. El star system es ególatra, suntuoso, adulado por todos, pletórico de vanagloria, lujo, vacío, anhedonia y hedonismo. Y ya que el de las películas, a diferencia del mundo bursátil, es un universo de sentido en tanto que productos culturales significantes ¿cuántas de las que se producen y cuestan millones se elaboran a partir de la autoconciencia de la construcción de sentido?
Sucede que tal vez el sentido en el cine se construye (y reconstruye) en el imaginario colectivo del espectador. Suele decirse que los libros son un acompañante, que los cargamos como un viajante carga su alforja, que presentimos la expectativa de su lectura cuando los llevamos por la calle en nuestras mochilas, morrales, bandoleras. El cine, en cambio, no puede llevarse en una mochila. Cuando volvemos por la calle con un DVD que prestamos y lo sabemos allí dentro, en la mochila, el objeto nos despierta una ansiedad antes que un sosiego (aquel que ofrece la expectativa de la lectura). No podemos abrirlo en un parque, en una plaza, en el colectivo, en la cola de un trámite (tampoco una tablet), nos es inaccesible. No lo podemos aprehender como objeto de sentido. No lo podemos tocar, abrirlo como a un libro, pasar sus páginas, marcarlo, dejar nuestra huella –un ticket de cine, de un recital, de una obra teatro, un papel- entre las páginas de un pasaje que sentimos próximo. Sigue siendo un objeto de cultura, pero en ese momento de tránsito resume su valor a objeto de consumo cultural, puesto que asignarle el valor de uso de cultura es imposible. Para ello, ese objeto necesita proyectarse. Aún en ese menester cotidiano, el cine nos recuerda (y reclama) su valor colectivo, su ejercicio significante comunitario, su plenitud política.
Una de las cosas que no comprendo después de ver El lobo de Wall Street es el escándalo moralizante que provoca, la manera en que se agolpan los moralistas, los esnobistas, los psicoanalistas (calmando la neurosis de los accionistas), los filósofos críticos, los hippie pacifistas y ya que está también los geniales científicos. No lo comprendo, ¿temen que los estudiantes abandonen la universidad para hacerse corredores de Bolsa, qué se lancen a perseguir sueños espejantes de pionerismo millonario? Hay que tener muchas pelotas para hacer eso. Muchas más que in/moralidad. Por otra parte, apenas terminada la función, ya en la salida del cine se escuchan a los pequeños grupos de espectadores debatiéndose entre las opciones “Belfort es un genio” o “es un consumado pajero con mucha guita”. Espectador con argumento más sólido el último después de haber visto la iniciación instructiva de Matthew McConaughey a Di Caprio.
Entonces hay algo. Hay algo que molesta. Hay algo que hace latir ese interés simbólico oculto detrás de la banal insistencia desmedía. Hay un interés, de clase.
La saña persecutoria del agente del FBI sobre Belfort no es casual ni gratuita. Es una saña de clase. El mismo personaje se encarga de aclararlo al decir que no está detrás de los hijos de los hijos de los hijos de aquellos legendariamente millonarios, estafadores, usureros, bancarios rapiñosos. No, su cacería se ciñe a uno. Su mandato federal concentra el aumento de su mira telescópica en una obsesión gigante: Belfort. Uno que no nació en cuna de oro, sino que supo proyectarse desde su misma clase (la del agente y la nuestra) a la grandilocuencia hiperbólica del millonario. Y ese correcto y denodado agente del FBI quiso en su pasado, también él, ser corredor de Bolsa y probó suerte en Wall Street. Di Caprio se lo enrostra para paladear la reacción del rostro de su enemigo. Ese agente también soñó con el imperio de los mismos que ahora persigue. No tuvo temple, grandeza o estómago para consumar su aspiración, entonces la redujo y la reprimió. Adoctrinó el impulso y el remordimiento, y canalizó la tirria en la saña de la cacería, el sojuzgamiento y la reprobación bajo el balsámico amparo de la Moral. Cobijadoen la Moral del orden, el deber, la obediencia y el cumplimiento, ahora persigue con intención contraria el ideal imaginario de su juventud. Y quiere a Belfort, lo tiene entre ceja y ceja, hay que ver las escenas de esos careos en los que la mirada no deja ir, no deja escapar y casi adora lo que persigue.
Y lo más interesante de todo es que el agente no sólo quiere atrapar a Belfort. Quiere verlo, literalmente, caer. Quiere humillarlo. Quiere que vuelva al lugar que le corresponde. Quiere –se lo dice en la cara- llevarse ese yate con helicóptero, mujeres, caviar y todo. Ojo con las palabras que se eligen (el guionista es Terence Winter y algo de esto sabe). “¿Qué es peor que la policía? El hombre de los impuestos”, nos recuerda Saul Goodman, el entrañable abogado de Breaking Bad. En este caso, la figura es doble. El agente desea lo que tiene Belfort y vendrá, tarde o temprano, a quitárselo por la fuerza. Pero su moral seguirá protegida. El resentimiento del agente del FBI está sobreseído por su condición de clase y por la herramienta pública que vela por el interés público: la confiscación. De cualquier modo, ningún Robin Hood. El metálico que se confisca, esos objetos que se sustraen del pagano orden de la ilegalidad para ser reincorporados, como objeto bautizado y confeso, nuevamente al ambiente moral de la legalidad pasa por el purgatorio de la confiscación y todos ellos salen moralmente inimputables, amparados detrás de las columnas del espacio público, que de todo eso no recibe nada.
El propio Di Caprio y el mismísimo Scorsese explicaron que si el proyecto de El lobo de Wall Street tanto tardó en llegar a las pantallas “se debe a que es una película sobre el dinero y para hacer películas sobre el dinero se necesita mucho”. Queda en claro la vocación dilapidatoria de la película. El relato no incorpora nada que luego no vaya a dilapidar gratuitamente. Es el festín del derroche. Si todo es “fugazzi”, si todo es polvo de hadas, atrás quedarán (muchos de ellos destrozados) yates, helicópteros, Ferraris, Armanis, joyas, metálico, relojes de oro, oro, y hasta personajes. Todo se va dilapidando y destruyendo. Del universo que construye el relato al final poco queda. Un dictamen en este sentido es la introducción de Belfort al mundo bursátil. El primer día de Di Caprio como agente de Bolsa es el “día negro”, el día en que la empresa que le acaba de abrir (literalmente) las puertas, quiebra. La empresa que abre el relato, al igual que el polvo de hadas, se deshace en un santiamén. La materialización y la desmaterialización son una pauta en la ley de este relato.
Atinada, astutamente, Martin Scorsese construye su relato apelando a los recursos de la farsa. El lobo de Wall Street es un gran farsa dilapidatoria y pantagruélica. ¿Había un mejor género y un mejor estilo para estructurar este relato? A no pedir peras al olmo. Si no se sienten emociones, si se sale de la sala sintiendo que el relato bien pudo fascinarnos pero no hacernos sentir es porque está inteligentemente articulado con ese propósito. Es como si fuéramos a ver un drama de enfermedad y a la salida exigiéramos la risa. La focalización y la ocularización que elige Scorsese nos dejan lejos de las emociones de sus personajes. El centro de interés no está puesto en el drama, nunca. Y eso que la historia le ofrecía sucesos para centrar el punto de vista en el drama, algo que Scorsese evitó. También es un acierto el uso de la voz en off que, en lugar de aproximarnos, produce un desfasaje en los tiempos de la acción que se narra y el espectador no puede hacer su inclusión emocional en el drama de las emociones. Emociones ausentes porque no se apela a recursos del drama ni del melodrama, aún teniendo elementos para hacerlo. La figura del padre de Belfort daba lugar a una aproximación melodramática hacia Belfort, pero sin embargo fue trabajada desde la distancia dramática. Ese alejamiento irónico impide el ingreso de la emoción incluso en los momentos más drásticos de Belfort, como por ejemplo cuando es condenado a tres años de cárcel. El padre estaba ahí, estaba todo puesto para el drama, pero la cámara lo pasa de largo. Pasa de largo hasta alcanzar al agente del FBI que viaja en subte y por montaje se asocia su condición de pasajero con el reo Belfort que marcha preso dentro de un convoy que lo traslada a una prisión federal. Y antes que atisbe la emoción, sobreviene otra vez la carcajada de la farsa. Belfort dice estar cagado de miedo antes de hacer pie en la cárcel, pero en la escena siguiente lo vemos jugando en una gloriosa cancha de tenis dentro de una prisión federal.
Y si había otro personaje perfecto para cargar el drama en el relato era la primera esposa de Belfort, pero la película diligentemente la dilapida, la expulsa, la excreta como detritus dramático al comienzo del relato. Para seguir con la farsa e incorporar a la duquesa que también, a su debido tiempo, será eyectada. ¿Cuándo? Cuando abandone la hipérbole pantagruélica y se acerque demasiado al drama, cuando le pide el divorcio a Belfort y amenaza con llevarse a los dos hijos. Scorsese no se queda con ella, se va marcha atrás en un auto de lujo con Belfort, que lleva a la hija casi estrangulada por el cinturón de seguridad mal puesto, destroza el portón del garaje y se raja la cabeza cuando destroza, también, el auto. Desde la sangre que le cubre un ojo, detrás de los chirriantes limpiaparabrisas que se activaron por el choque, nos quedamos con el impacto de la implosión de ese personaje. Un personaje que en una situación de muerte inminente, mientras intenta calmar y proteger a su mujer, se da vuelta y le pide al grandísimo Donnie que le traiga las pastillas porque “no quiero morir sobrio”. Cuando hay riesgo de drama, llega Belfort para desmadrarlo, para llenar todo de griterío, convulsión y farsa alucinada.
Después de ver este desmadre genial de Scorsese con un Di Caprio bestial, enorme, incontenible y desmesurado, y un Jonah Hill impresionante, artero, infame y vulnerable; después de esta farsa genial me pregunté por qué no se les reclama moralidad a Tony Soprano y a Walter White. Tremendas basuras los dos, cada cual con lo suyo. Y la respuesta se me hace simple. Porque Los Sopranos trabaja el melodrama familiar y Breaking Bad el drama familiar. El género es la puerta de bienvenida al espectador que les permite una incursión y una inclusión emocional en la peripecia de los dos antihéroes y así se refuerza el vínculo personaje/espectador en una identificación plena. Con Belfort eso es imposible. El lobo de Wall Street es una gran pecera de alimañas que no tiene puertas.
Que mienta el que leyó El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y dice que no se fascinó (tanto como el propio doctor) con Hyde, con el infame e ignominioso Mr. Hyde, personaje que opacó al timorato Jekyll y al más convencional y moralista Utterson (que no muchos deben recordar). Sucede que sentir fascinación por Hyde es fácil, es fácil porque no nos compromete. La fascinación por Hyde surge de un modo natural porque Hyde está despolitizado. No tiene origen político, en tanto hizo irrupción como una tangente desde otro cuerpo que ya tenía su propia historia personal. Tampoco tendrá entonces historia, derechos ni obligaciones, y sí tendrá una libertad absoluta. Hyde no tiene condición social, no tiene pertenencia de clase, ni mucho menos (lo que hace más fuerte la fascinación) conciencia de pertenencia de clase. Zuckerberg, Gates, Belfort, Plainview (Petróleo sangriento) sí cargan con trazos políticos, y más allá de que su empresa sea grandiosa (y menos sangrienta, por lo menos de un modo directo) son fácilmente condenables. En ese pasaje a la gloria capitalista tienen que rendir cuentas de la clase que los proyectó. Les exigimos una conciencia de clase y una puesta en discusión y tensión de la noción de pertenencia de clase, de la proyección de una hacia la otra. Exigimos que discutan con ese traspaso que surge de su vocación de emprendimiento inquebrantable y de su fervor pionero, que en estos sujetos es comparable al furor religioso o al deliro metafísico.
El caso de Breaking Bad es, para mí, el más llamativo. Siendo toda la serie una crítica feroz, durísima e hiriente de la clase media norteamericana, su personaje no se pone en interdicto. No se lo juzga con la saña, con la tirria que debería juzgárselo. Es que además de tener su propia crítica dentro de la serie, distribuida en el punto de vista de diversos personajes que lo juzgan desde la tirria, el resentimiento o la culpa protestante, Walter White es un villano ahorrista. Walter ahorra para sus hijos (tamaña mentira que solo puede forjar un personaje con la inteligencia emocional de Walter White y, por momentos, hacérnoslo creer). Siendo tan infame, ignominioso, capaz de cualquier cosa, no somos tan severos con él porque Walter tiene algo que nos identifica plenamente con su personaje. Tiene conciencia de clase. Una lúcida conciencia de la clase media. Y la pone en fricción con la clase a la que pudo pertenecer y no pertenece. Y lo más loable para el espectador es que ese tipo que tiene una montaña de guita más grande que el piletón de monedas de Tío Rico, teniendo la elaborada concepción de clase que tiene, no quiera dejar de pertenecer a la clase media y afirme, concienzudamente, a cada paso condenable que da, su pertenencia a la misma.
“¿Qué diferencia lo que acabamos de ver de una comedia?”, me preguntaron a la salida del cine. Si hubiera estado rápido de reflejos, tan rápido y astuto como el Belfort de Scorsese, habría contestado: la farsa, es una gran farsa pantagruélica. Y hubiera quedado espléndido, hubiera sentado de un solo golpe la farsa de una supuesta inteligencia.
Aquí pueden leer un texto de Nuria Silva y otro de Luciano Alonso sobre esta película, y uno de Roberto Pagés sobre Martin Scorsese.
El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, EUA, 2013), de Martin Scorsese, c/ Leonardo Di Caprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Favreau, 180′.
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Muy buen texto, de los mejores que encararon la pelicula
Muchas gracias Diego. Saludos, Emiliano.
Espectacular crítica!! No conocía esta página, la voy a seguir..
Muchas gracias. Saludos. Emiliano.
GENIAL.
(a mitad de camino visité de golpe el tractac del lobo estepario), da gusto! muy buen blog :)
Muchas gracias Mercedes. Saludos, Emiliano.