Viernes 19 de mayo: No hay lugar más lindo donde encontrar un poema que en el sitio más prosaico, ni acaso haya sueños más fascinantes que los de las máquinas sensibles. Un argumento elemental, indispensable para atraer y sostener la atención primaria, que pronto se manifiesta subordinado a la composición del espacio, la entidad de la luz y la percepción ligera, casi imperceptiblemente alterada por la oscilación del foco en más de un plano. El primero de la película, ese donde aparece el título, se abre gradualmente hasta que deja ver seis círculos azules de luz alrededor de un séptimo, cuya circunferencia es mayor que la de los restantes, sobre un fondo negro y un crescendo sonoro ominoso. Esa geometría electrónica sienta las bases de la película: austeridad tendiente a la abstracción no obstante atender a paisajes y cuerpos físicos, además de antagonistas materiales. El minimalismo cromático podría ser melvilleano; el sonoro, carpenteriano. En todos los casos es económico y sofisticado. Una película que se apoya en la semántica de la ciencia ficción y el bélico para poner en escena un ejercicio de estilo es cosa rara. Un ejercicio de combate, justamente, es la matriz estructural del relato así como la metáfora de la puesta en escena, que es casi una puesta en abismo conceptual. Como en los mejores guiones del cine de género, ciertas frases tienen un sentido denotativo concreto funcional a la acción y otro implícito, potencialmente poético cuanto menos naturalista sea el marco. «Necesitamos tus ojos» es el gran parlamento que le oímos decir a un comando que sabe lo que valen los de su interlocutor, pero nosotros le diríamos lo mismo al director de esta opera prima llamada Killer Command, un tal Steve Gomez, pues en cada uno de sus planos se nota que detrás de la cámara -y al mando de la computadora- hay alguien a quien no le da lo mismo en qué lugar la ubica y cuánto tienen que durar.
Jueves 18 de mayo: El gatopardo y Los aventureros encuentran un insospechable punto de unión en Alain Delon pero, sobre todo, en el lugar que su personaje ocupa dentro de los análogos triángulos amorosos de ambas películas. Durante el gran baile final de la película de Visconti en el que Cardinale y Lancaster consuman simbólicamente su atracción bailando, Delon sabe que tiene a esa mujer no sólo porque el Príncipe ha sido quien arregló esa unión sino también quien decide no arrebatársela físicamente, no acostarse con ella. En la película de Giovanni también lleva las de perder frente a otra figura paterna, encarnada por Lino Ventura, y si no llega a ser este quien renuncia a Joanna Shimkus sólo se debe a que el guión se ocupa de ello merced a un Deus ex machina que la quita de en medio, acaso porque se arrepiente de haberle dado a una mujer tanto protagonismo en una película de aventuras, acaso porque el deseo de esa mujer, como el de Cardinale en la de Visconti, son desplazamientos apenas velados del incesto.
Martes 16 de mayo: Segunda película de William Wellman que me causa estupor. El título dice bastante: Cielo amarillo. El cielo es protagonista, pero no es amarillo. Si lo fuera, por efecto del sol o del technicolor, no lo sabríamos porque la filmaron en blanco y negro. Son muchos los planos cuyas dos terceras partes están ocupadas por el cielo. La mitad de la película transcurre de noche, y la noche es, por supuesto, americana. Esa falsedad es más verdadera que si la hubieran filmado con luz natural. Pero, ¿qué verdad expresa mejor que la noche física real la noche americana de esta película? En principio, una noche mítica que puede estar más allá de la muerte. ¿Por qué digo esto? La salina que los protagonistas cruzan inmediatamente después de robar el banco los arroja, pálidos y medio muertos, sobre las calles vacías de un pueblo fantasma. Curiosamente, allí reviven, y el sexo tiene que ver con eso porque de ese lado del mundo hay una sola mujer que, en realidad, todavía no lo es. La segunda verdad más fidedigna que la física implícita en la noche americana de esta película es la de la víspera sexual del adolescente, ese tiempo de la existencia en que la vida explota en uno sin encontrar aún forma de abrirse al exterior. El cuerpo, entonces, percibe el universo intensificado por sus revoluciones. Todo es más real, todo es apetecible, todo es infinito, todo está al alcance de la mano aunque jamás ha sido tomado, todo es posible. Y la tercera verdad poética de la noche americana de Cielo amarillo tiene algo de la segunda que no se decanta en acción sino en regresión. Una noche, el más joven integrante de la banda mira fijo el punto de luz que brilla en la ventana de la única casa habitada del lugar en vez de dormir. Otro le pregunta qué le pasa y él contesta que en esa luz y en esa casa ve a su madre y a su padre llamándolo para cenar. Yo recuerdo una noche de los ochenta en San Fernando. Vivía con mis viejos y miraba la noche desde mi cama. Había nubes además de las estrellas. Esas nubes nocturnas que parecen pintadas, fantasmagóricas y nítidas como las de las noches americanas cinematográficas. Era verano, en las noches del mundo había por entonces menos ruidos. Tuve que agarrar el cuaderno y escribir un endecasílabo. El único verso que recuerdo del soneto es el último: “y esas nubes que son como riberas”.
Lunes 15 de mayo: Hay un plano de Las olas del Danubio (Livio Ciulei, 1959) en el que el capitán de un barco le dice su discurso al recientemente conchabado marinero. Porque es capitán, vale decir alguien que sobre todo da órdenes, y porque es hombre a la vieja usanza, vale decir alguien que no habla mucho, el discurso se acaba rápido pero el plano dura algo más, y ese “algo más” (casi siempre hablamos de segundos, y hasta fracciones menores, dentro de la economía temporal clásica) es un algo demás que se percibe como densidad. En ese excedente anómalo de la duración está la necesidad de evitar el contraplano, porque en el contraplano el marinero está completamente desnudo. Esa desnudez no es atractiva, vale decir que conflictiva en términos dramáticos, para el capitán sino para la mujer del capitán. Entonces, en esa dilatación del plano, que es también una visibilización del montaje por la ansiedad del corte que genera, anida el deseo desde la perspectiva de la mujer, que ya no está en la escena, pero lo estuvo justo antes y sigue gravitando sobre ella. El capitán y marido, entonces, desnuda al marinero para ella, por más que lo ha hecho cambiarse de ropa para evitar que las prendas llenas de piojos los extendieran a bordo.
Domingo 14 de mayo: Miré dos películas de Lucien Pintilie, el padre del nuevo cine rumano, y la primera constante autoral que veo es el maltrato de aves. En una escena de La tarde de un torturador (2002, en el que figura como asistente Cristi Puiu, una mujer ciega y los miembros de una barra brava nacional revolean repetidamente una gallina por encima de la malla metálica que los separa. Acaba, cuando menos, desplumada. Es probable que haya una dimensión alegórica que no alcanzo a descifrar. El fútbol, que también aparece en las dos películas, no sale bien parado de ninguna: todo lo que pueda tener de chauvinista y potencialmente mortífero el comportamiento masivo aparece materializado en ese personaje colectivo, así como da el marco sonoro al clímax trágico de la otra, de la que luego hablaremos. Aunque la gallina no opine lo mismo, la escena en cuestión participa de la comedia, que Pintilie manipula como contrapunto del discurso del torturador (su pronunciación a lo largo de la película escapa siempre del naturalismo gracias a la velocidad de la dicción y las diversas interrupciones). En otra escena alguien pronuncia la palabra “sainete”, que suena tal como la decimos en castellano y también parece referirse a una representación de tipo tragicómico.
Casi 35 años antes Pintilie había filmado una película llamada Reconstrucción en la que funcionarios del Estado reproducen ante las cámaras, con la intención de realizar una película didáctica sobre los peligros del alcohol entre los jóvenes, una pelea protagonizada por dos muchachos de provincias que acabó con unos cuantos vasos rotos y la pelada herida de un almacenero. Como en La tarde de un torturador, no asistimos a la representación convencional de unos hechos sino a deconstrucción de un discurso, oral en el caso de la película de 2002, fílmico en la de 1968. La deconstrucción sonora del proceso cinematográfico en Reconstrucción se destaca mucho más que la visual y es capaz de producir un malestar por momentos intolerable. Los patos atropellados por una camioneta que la cámara filma a ras del piso y a cierta distancia provocan, en principio, una sorpresa meramente anecdótica. Uno no sabe si el aire repentinamente lleno de plumas obedece al paso del vehículo o no hasta que ve la huella del neumático en el lomo de uno de los bichos y renguear a ese y otro más. No deja de ser gracioso. Hay algo en los patos, quizás en todas las aves de corral, que es muy divertido, incluso en medio de la mayor desgracia (para ellos). Tendré que seguir mirando películas de Pintilie para constatar si este tipo de incidentes continúa repitiéndose, como las bofetadas en la filmografía de Jacques Becker, y a qué patrón obedece si es tal el caso.
Más allá al foco puesto en Reconstrucción sobre el dispositivo y los procedimientos afín a las nuevas olas modernistas, que le sirven a Pintilie para ironizar sobre el control estatal de la producción cinematográfica (sobre todo en los países dominados por la URSS, pero no olvidemos que el cine de Godard también fue posible gracias al Estado), llama la atención que ocho años antes de esta película hubo otra, también rumana y también llamada Reconstrucción, sobre la que he podido leer esta sinopsis en la que lo increíble no pertenece a la ficción cinematográfica: “En 1959, en Rumania, seis antiguos miembros de la nomenklatura y la policía secreta organizan un atraco al Banco Nacional. Después de su detención, el Estado les obliga a que se representen a sí mismos en una película para reconstruir el delito y la investigación. Al final de este ensayo, filmado en vivo, serían condenados a muerte y ejecutados. Un mes más tarde, la reconstrucción de la película fue difundida y se convirtió en una sensación en todo el país.” En otro sitio de Internet aclaran que los ladrones fueron seis, cinco hombres y una mujer judíos. Los varones fueron ejecutados y la mujer cumplió cadena perpetua. La película fue escrita por la Policía Política y rodada por un equipo del Estudio de Documentales de Rumania. Pintilie debió tener en cuenta esto al rodar su propia Reconstrucción, y habrá que ver si aquella película oficial no fue involuntariamente moderna, en el caso de que no borrara las marcas del rodaje en el interior de su diégesis. Además de la de Pintilie, estas otras películas se han ocupado del hecho: The Great Communist Bank Robbery (Alexandru Solomon, Romania/UK, 2004), Reconstruction (Irene Lusztig, USA, 2001) y Charging the Rhino (Simcha Jacubovici, Canada, 2007).
Sábado 14 de mayo:
– ¿Viste que ya no hay tantos putos como antes en los cines?
– Porque ahora están en todas partes, ya no necesitan esconderse – contesta el detective al volante justo antes de terminar la persecución automovilística incrustando su coche en el foyer de “El alcázar de Baltasar”, sala de cine (pero también título de la nueva película de Tunggal Suwardi, un neonoir cómico cuya hiperbólica puesta en escena y velocidad recuerdan a Pekin Opera Blues, de Tsui Hark, y prueban que el minimalismo de La fosa, su película anterior, era un artificio tan calculado como este) donde alcanzamos a ver, entre los restos de una marquesina rota, que están dando algo llamado “El troglodita perfumado”.
Jueves 12 de mayo: En el vestíbulo del hotel que Arbuckle y Keaton atienden se apersona de repente el diablo, o alguien que se le parece mucho: alto, barba larga, ojeras, imaginados cuernos debajo del sombrero que combina con el atuendo imponente de gran señor perverso y con la mirada maligna que espanta a los indefensos protagonistas. Como si de chicos asustados en la cama y escondiéndose bajo las sábanas se tratara, ambos se zambullen atrás del mostrador de la conserjería imaginándose todo tipo de horrores allende la frontera simbólica del mueble. Pero resulta que Satanás es maricón y comienza a gesticular amaneradamente, pegando saltitos histéricos y abanicando las cejas hasta acercarse a ‘Fatty’, para acabar jugando ‘manitas’ juntos. Después salen del cuadro rumbo a la barbería en la que Arbuckle, tijeras y navajas de la imaginación mediante, lo transforma sucesivamente en el coronel Grant, Abraham Lincoln y un oficial prusiano. Todo cambia en The Bell Boy, cuyo título tomará prestado Jerry Lewis casi cinco décadas más tarde. Si hasta las figuras tutelares de la nación escapan al bronce, y los sexos son intercambiables. The First National Bank es aquí The Last National Bank, detalle perdido en el ángulo superior izquierdo de un plano general. Verdaderos y falsos ladrones se trenzan en una pelea descomunal, rodeados de dólares cuyo valor escenográfico es el único que importa. Entre robar o agarrarse a trompadas con quien sea jamás habrá equivalencias: el dinero siempre es lo de menos. Como en ese final con doble recompensa para Arbuckle, quien mientras está contando los billetes que le han dado por frustrar el robo es abrazado por la chica y, para no tener las manos ocupados en tan hermoso trance, les da el dinero a Keaton y a St. John quienes, a su vez, se marchan arrojándolo al suelo tras ver que el beso, único botín valedero del cine, ha sido para otro.
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