Cuando un hombre excede lo que es, cuando encierra un mar de mitologías y teoremas para transitar la realidad, cuando adivinamos su táctica o sabemos cómo resolverá un avatar, ya no estamos ante un hombre, sino ante un arquetipo, ante un personaje. Borges solía decir que un personaje literario no es, quizás, más que palabras, pero no debería dejarnos la impresión de ser sólo eso. Porque cuando pensamos en el capitán Ahab, o Macbeth, pensamos en ellos como personajes que existen más allá de las palabras. El autor no nos cuenta qué ha sucedido entre un día y otro, pero tampoco hace falta; sabemos que ha pasado la noche durmiendo, que acaso ha soñado, que le han sucedido cosas entre medio que al autor no le ha parecido necesario narrar, porque el personaje ya se estableció, ya lo sabemos. Sabemos cómo reaccionaría ante el estado de todas las cosas, porque a lo largo de la novela de su vida lo entendimos. Los que fuimos adolescentes en los noventa lo supimos, porque seguimos cada uno de sus capítulos y porque en todos ellos representó el sabor de lo épico; sacudiendo nuestra existencia, inspirándonos, comprendimos “su destino de lobo” cada vez que esperamos que hiciera (y lo vimos hacer) lo que tenía que hacer, incluso padeciendo muchas veces las consecuencias. Pero, como todo antihéroe, el tipo sabía de las peripecias necesarias que representa atravesar una tragedia. La importancia de llamarse Éric, la importancia de saber que existen los Cantona por ahí, a modo de rescate. El personaje es marsellés, típicamente francés, de las bases, cejijunto, la frente prominente y el ceño fruncido, iracundo, rústico, oscilando entre un estado de monstruo/héroe primitivo; es marsellés como el Edmundo Dantés de El conde de Montecristo, y en su ADN lleva la revancha como aquel, la bronca de la injusticia hecha carne; es marsellés como el himno nacional de Francia, pero no escatima insultos cuando tiene que enfrentar al estado francés. Es marsellés pero también es híbrido, porque nadie tiene sólo una identidad nacional -en vano fatigaremos las horas en busca de homogeneidad étnica o lingüística-. Es sardo por parte paterna, y no es casualidad que “Sardo” sea el hijo de Hércules; es catalán por el lado materno, nieto de un miliciano que combatió con el Ejército Popular de la República durante la Guerra Civil Española y le transfirió el gen guerrero. Vamos a prescindir de hablar de los capítulos futbolísticos que fueron una especie de génesis y formación del mito, de ese jugar como si no hubiese un mañana, del hambre, del brillo y la furia, de las embestidas, de sacarse la camiseta y tirarla al suelo, de insultar al cuerpo técnico, del cabezazo a Martini, de cansarse de pelear con los árbitros, de entrar al combate y comerse la cancha y al público, de ser el dueño de la partida. Todos queríamos mirar su juego y, además, verlo cumplir su rol, manifestar, putear, chicanear, derrapar, sacudir el campo, ser Maradona puteando contra Italia, o pateando a un hincha por el cartel del Benja en Dubai, estar sentado a la derecha del Dios, y cofundar junto a él el primer sindicato de futbolistas, patear al fascista, ser expulsado, irse, volver, volver a irse, volver desaforado, hacer 14 goles en 30 partidos antes del retiro, ser el primer francés coronado rey por los ingleses, ser multado, sumar suspensiones y probations. El Cantona de la arrogancia, de la soberbia necesaria, el de las polémicas declaraciones (“ya puede ir preparando la roja”, en clara sentencia al referí), o el ya clásico “patear a un fascista no se saborea todos los días”, el intrigante “cuando las gaviotas siguen al pesquero es porque creen que se echarán las sardinas al mar”, o la más reciente «no veré la próxima Copa del Mundo, porque no lo es para mí. No estoy en contra de que se celebre en lugares donde el fútbol se promocione, como ocurrió en Sudáfrica y en Estados Unidos, pero Qatar no es un país de fútbol (…) Han muerto miles de personas construyendo los estadios. Y aun así vamos a celebrar la copa del Mundo allí. Es horrible».

El Cantona al que intentamos retratar no es el de los campos de juego, es el otro, el artista, el productor, el documentalista. En esta saga, nuestro héroe se mueve casi como en la cancha.

Paralelamente a su carrera futbolística, Cantona fue desarrollando una como actor, pero tampoco es nuestro propósito establecer sus aptitudes en ese ámbito, ni hacer un inventario de cada una de sus películas, en las que nunca dejó de ser él, porque por mas papeles diversos que interprete, necesitamos que se cuele el personaje que conocemos, desde el embajador Francés en Elizabeth, pasando por las comedias típicamente francesas como La alegría está en los campos o Mookie, hasta el policía obeso de L’outremangeur -donde a pesar de que intentan disimular su cuerpo con rellenos, Eric no puede escapar a su esencia-. Su presencia, su pisada, su mirada, su voz, anulan toda crítica sobre sus dotes actorales, lo vuelven inimputable. Cantona se advierte a sí mismo, se respira a sí mismo, se divierte y goza porque sabe que es puro carisma y lo explota, porque sabe de nuestro estupor cada vez que lo vemos. Porque entiende que cada papel será de alguna manera uno de sus “yo”, y no le importa, disfruta de ser arquetipo. Así lo evidencia la última serie que protagonizó, Derrapage (Recursos Inhumanos, en español), casi una obscena analogía con su vida: un hombre maduro, excluido del mercado laboral, que sale a arremeter contra el sistema de la manera más radical; un joker sin sonrisa, un Eric que reproducirá todos y cada uno de sus métodos utilizados en la realidad, incluso el cabezazo a un compañero (faltaba la patada voladora y estábamos hechos). Pero queremos seguir disfrutándolo haciendo de actor, siendo “el otro y el mismo”, poniéndose la máscara idéntica a la que hay debajo, iluminándolo todo. Como alguna vez manifestó, nunca podrá diferenciar entre el pase de Pelé a Carlos Alberto en la final de la Copa del Mundo del 70, y la poesía del joven Rimbaud. Así sucede con él, que abarca todas las facetas del artista: “en cada una de esas manifestaciones humanas hay una expresión de belleza que nos conmueve y nos da un sentimiento de eternidad”.

En su faceta como documentalista y realizador de “Fútbol e inmigración, cien años de historia común”, lo encontramos enfocado en hacer un análisis identitario que excede al mundo futbolístico, pero desde donde se centra como un recorte de la realidad francesa y europea, afirmando que el fútbol francés se ha desarrollado gracias a la contribución técnica de jugadores reclutados fuera del territorio nacional. Sin ir más lejos, tres de las figuras emblema de la selección como lo fueron Kopa, Platini y Zidane, son descendientes de inmigrantes. El equipo francés es un espejo de las diferentes oleadas de inmigración francesa. Del mismo modo, e incluyendo un abordaje desde fútbol para intentar entender desde una mirada crítica las tramas socioeconómicas e histórico-culturales de este proceso, Eric hace un paralelismo entre el mundo de la pelota y la sociedad francesa estableciendo entre ambos un reflejo de la compleja relación que el país mantiene con los extranjeros que van allí a buscar asilo y trabajo. Es una alegría saber que también en este territorio hace lo que debe y sabe hacer, que nunca defrauda, que en los textos y las imágenes nos demuestra su riqueza y seriedad intelectual. En este Cantona realizador se cristaliza el activista comprometido, el defensor de los sectores subalternos, el fogonero, el provocador que promueve hacer un golpe al sistema instando a sacar en un mismo día los fondos de los bancos, el amigo de Bono de U2, vendehumo para muchos, pero siempre fiel a su naturaleza, hombre de hierro en sus dominios, osando cuestionar la validez de su Selección -de la cual fue parte y de la cual también se alejó- y preguntándose cuál es el valor de un título de campeón para Francia si los que lo ganan son nacionales de un país extranjero.

Cantona encuentra en el fútbol, a la vez, la cristalización de la pasión deportiva y el testimonio de los imaginarios identitarios. Con la misma tesitura está construida la serie de documentales “Rebeldes del futbol”, una producción dirigida por Gilles Pérez y Gilles Rof y presentada por nuestro personaje, inmejorable elección para relatarnos las historias de diez futbolistas de la resistencia, desde el experimento democrático del Corinthians de Sócrates, el padecimiento, persecución y fuga de Tamburrini y Caszely en contextos de regímenes dictatoriales de Argentina y Chile, la cruzada de Drogba no solo para llevar a la selección marfileña por primera vez a un mundial, sino también para intervenir y frenar una guerra civil en su país, la historia de un tal Cristiano Lucarelli que, en oposición a su apellido, decidió ser fiel a su ideología comunista y rechazó ofertas millonarias de grandes equipos para quedarse jugando por dos mangos en El Livorno, siendo además censurado por la dirigencia del futbol italiano por portar la camiseta del Che, hasta la marcada resistencia de Alfonsinho, el jugador del Botafogo que desafió a todo el régimen militar del Brasil de los 70 con sus declaraciones, con su estilo y su ideología, enfrentándose al Estado, ganando una sentencia favorable y quedándose con el pase en su poder para poder negociarlo con quien quisiera y convertirse así en el hombre libre del fútbol en épocas donde los jugadores eran esclavos de los dirigentes y los empresarios, o la historia de Honey Thaljeh, palestina, árabe, cristiana y futbolista, cofundadora y primera capitana de la selección femenina de fútbol de Palestina, entre otras historias de aquellos rebeldes del fútbol que formaron parte de luchas por reivindicaciones de todo tipo, oponiéndose al poder, transformándose en líderes de la resistencia más allá de sus logros deportivos.

Pero el capítulo más singular de esta serie es sin dudas el del Cantona gurú. En tiempos de sobredosis de coachs ontológicos que parecieran repetir máximas y afirmaciones berretas, ahí está Éric para seguir pateando los cristales de su generación; él, que sabe de hambre, de dolor, que lleva la marca de Caín en la frente, que -como en la película Buscando a Éric, de Ken Loach- se vuelve compañero en tiempos difíciles, en nuestras tormentas, cuando nos sentimos un poco el Ismael de Moby Dick, es -permítanme la cita melvilleana ya que estamos- como “un modo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar…”. Hacernos a la mar o mirarlo a él, pensar cómo resolvería cada situación difícil que nos toca transitar. Pararnos frente a ese espejo imaginario –según las instrucciones del grupo de autoayuda de los amigos carteros de Manchester que quieren sacar a su compañero de la crisis que atraviesa- y pensar en alguien que nos quiere e imaginarnos a nosotros a través de sus ojos. Cerrar los ojos, tocarnos el pulgar con el índice, abrirlos y encontrarnos con un Cantona en modo psicólogo, genio de la botella, personaje salido de un cuento de Jack London, que nos enseñe a encender una hoguera y que nos diga afirmaciones mucho más efectivas que eso de “soltar” o “lo que sucede conviene”; que mediante la pluma de Loach, a lo Pai Mei o maestro Po de Kung Fu, sentencie un “sin peligro no podemos ir más allá del peligro”, o un “quien pronostica tiempo peligroso nunca surcará los mares”, o que “siempre tenemos más alternativas de las que creemos. Siempre. Por ejemplo, una afeitada”. Hay que celebrar ese costado del marsellés, autopercibido quizás, que nos devuelve el valor de la épica. Hay que tener el espejo Cantona a mano alguna vez, pero en el sentido inverso al de Blancanieves; un espejo bárbaro que nos despierte, que nos sacuda, que nos dé el pase para el tanto, un pase hermoso como aquel a Irwin contra los Spurs, que, según Éric, fue su mejor jugada, mejor que cualquier gol: “sabía que era inteligente, ambidiestro. La piqué con el empeine, la tomó a la carrera y mi corazón se llenó de alegría. Fue un obsequio, como una ofrenda al Dios del fútbol”. Todos queremos ser el Irwin de esa tarde, saber que el hombre confía en nosotros y que vamos a seguir recuperándonos de lo de las gaviotas; que mientras “Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos”, nosotros podemos embarcarnos pacíficamente hacia el mar de Éric. Entonces, hoy, mirémonos en ese espejo, levantemos nuestros cuellos (de camisa) hacia el Señor… y cantonéemosla como corresponde.

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