Domingo 12 de julio: Así sostenían el revólver las mujeres en el cine clásico estadounidense y, aunque esto es un spaghetti western, eso todavía no había cambiado o Tessari quería mantener la tradición. El cuerpo quebrado hacia atrás de la cintura para arriba compensaba el apéndice de la pistola desfundada, dándole balance a la figura.
Tengo que escribir algo que vincule a Goya, Miguel Hernández y Rafael Nadal a través del Saturno devorando a uno de sus hijos, la Elegía a Ramón Sijé y la foto del mallorquín mordiendo los trofeos que conquista. El asunto pasa por el apetito, por el acto de masticar, por la maquinaria trituradora de la dentadura (“quiero escarbar la tierra con los dientes”), por la boca como herramienta de conocimiento, por la desesperada voracidad, por el hambre imposible de mitigar, por el deseo que devora, destruye o destroza. Recuerdo ahora vagamente un fúnebre poema de Espronceda que me había llamado la atención por su morboso romanticismo teñido de brutalidad. Quizás la relación cinematográfica venga por el lado de Marco Ferreri. Al fin y al cabo empezó filmando en España con guiones de Rafael Azcona, y la carne, el cuerpo, el canibalismo, son sus obsesiones. Ciertas películas españolas son algo así como manifestaciones metafísicas encarnadas que, en los ejemplos italianos, derivan hacia la hipérbole fisiológica. Allá los italianos con su luna materna, acá los españoles con su patriarcado tragón. Georges Bataille, en Breve historia del erotismo: “Goya no asocia, como hace Sade, el dolor con la voluptuosidad. No obstante su odio a la muerte y al dolor tuvo en él la violencia convulsiva que los emparenta al erotismo. Pero el erotismo en cierto sentido es la salida, la salida infame del horror. La pesadilla de Goya, así como su sordera, lo encierra (…). Que Sade, en su aberración, conserva sentimientos de humanidad, es algo posible. Por su parte, Goya, en sus grabados, en sus dibujos y pinturas, alcanza (sin violar, es cierto, las leyes) la aberración más completa (es posible que Sade, en su conjunto, permanezca dentro de los límites de las leyes)”.
Jueves 28 de junio: ¿Se tirotean o se abrazan? La película empieza con estos dos hombres caminando uno hacia otro, cuatro segundos antes del fotograma congelado de la derecha. Terminarán saludándose, pero si no fuera Navidad se habrían tiroteado porque ninguno de los dos quiere hacerle lugar al otro, y no volveremos a verlos en toda la película. Me recordó lo escrito por Pedro Orgambide en el capítulo ‘El malevaje’ de Yo, argentino: “ ‘Difícil es concebir una atmósfera tan cargada de provocaciones y belicosidad como la de una época –evoca Federico M. Quintana-. Era corriente tropezar con tipos de mirada desafiante, parándose en son de reto si los ojos demoraban más de lo indispensable en observarlos. Las veredas parecían angostas dado el modo cómo se hacían dueñas de ellas al caminar con aire prepotente, listos a hacer cuestión por el más fútil pretexto. Las esquinas tenían algo de fortín o de reducto.’ (…) Entre 1910 y 1920, estos malandras ensombrecieron el límpido vivir del barrio, la alegría jocunda de los viejos genoveses; de los trabajadores criollos, hijos de gringos, que ensayaban otra manera de la valentía: la huelga, el bravío derecho a defender lo suyo. Entonces el matón se volvió contra ellos y, durante la década infame, en aquellos años 30 de crisis, bronca y hambre –como puntualizó el tango- el malevo sirvió al caudillo oligarca. Este pagó bien sus servicios, alquiló su bravura, puso precio al coraje. En sus reductos de Avellaneda, en las ciudades y pueblos del interior donde hicieran falta guapos para decidir un comicio, el malevaje estuvo presente. Así terminó aquel heredero del gaucho bravo y cimarrón, del hombre rebelde y digno, orgulloso de su libertad. Triste destino el suyo. Lástima da contarlo. El malevaje fue barrido del mapa. ‘Al guapo lo mató el aeroplano’, como decía misteriosamente un compadrito viejo, de Flores Sur, al que supe escucharle algunas confidencias. Volvió al arrabal esta vez para morir, en la melancolía de los últimos potreros.”
¡Pero esto es una bestialidad! ¿Quién es Duccio Tessari? Una pistola para Ringo (1965) no tiene nada que envidiarle al clasicismo estadounidense bien entendido, el de los Dwann, Walsh, Wellman, que se pasaban las imágenes de un plano a otro como los dúctiles la bola, cortita y al pie, eficacia que no les impedía jueguitos y lujo, eso con lo que los modernos morfones se engolosinan pesadamente tanto que no ganan una película. Había en las primeras películas sonoras estadounidenses una libertad, incorrección y socarronería capada luego por el código Hays que estos primeros spaghetti westerns recuperan gracias a la idiosincrasia italiana. Quizás la puesta en acto de esa actitud se manifiesta de manera inmejorable en la acrobacia, en el gusto infantil por la hazaña física, antes que el ritual estilístico –y la historia del siglo XX- depositara todo su oscuro peso sobre la puesta en escena. Como Randolph Scott en Frontier Marshall, Giuliano Gemma aquí o Alberto Dentici en Il grande duello (Giancarlo Santi, 1972) protagonizan instancias circenses –bajar de un caballo en movimiento o matar a seis adversarios saltando de un techo a otro e involucrando al montaje en la malabarista rutina- que tienden hacia la abstracción pura de la alegría, del quehacer formal.
Miércoles 27 de junio: La enrejaron nomás, los reverendísimos funcionarios del PRO enrejaron la plaza que está entre Arcos, Ugarte, O’Higgins y Roosevelt a la que fui noche por medio durante más de tres años y tienen la caradurez de llamar «recuperación» a ese cercenamiento público, a esa privatización. No estuve allí sólo por las noches sino también de día, y lo que llamo noche era, en realidad, madrugada. En cada una de mis caminatas, a eso de las dos, las tres y las cuatro de la madrugada, no padecí ningún riesgo, ningún peligro, ninguna amenaza. Y si las habría debieron solucionarlo de otro modo porque un espacio público es un espacio libre y la libertad tiene poco que ver con el living de la casa o el jardín del country. La libertad es peligro o cuando menos azar, imprevisto. Durante las caminatas me sorprendieron ráfagas de viento que aspiraban a ser las del Espíritu filmadas por Tarkovsky, le saqué fotos a hombres, mujeres, árboles, chicos y animales, inventé películas, discutí las de otros. Esas estancias en la plaza durante las madrugadas me daban una experiencia de la soledad –que es compañía consigo mismo- radicalmente distinta a la del departamento en el que vivo o las calles que pateo. Hace unos meses fui hasta ella y la encontré cerrada. Habían iniciado las obras en pleno verano, la estación en la que un espacio verde cómo ese es más necesario y deseado que nunca para los que se quedan en la ciudad, y supusimos lo peor aunque el diseño gráfico de la foto con la plaza terminada no incluía las rejas. Hoy pasé y las vi, clavadas al piso, puteé y pensé en maneras de tirarlas abajo. No alcanza con no votarlos. Espero no irme del barrio antes de verlas caer.
Martes 9 de junio: Algunas claves de La hora de la religión (Marco Bellocchio): los diversos sentidos de las sonrisas de los personajes; la continua fuga del protagonista, que además de irse está siempre anunciándolo a sus interlocutores con un “Perdón, debo irme”; la virtualidad del trabajo en la PC como último –o único posible- refugio iconoclasta, o como la liquidación virtual de la rebeldía.
Lunes 25 de mayo:
En el orden degradado
de una película de vaqueros italiana
descubro un paraíso consolador
de informe poesía no preocupada ya
por armonías marmóreas, no abocada
a la erradicación del error.
Su caligrafía de brocha gorda
me dibuja una sonrisa que no cesa,
y la grosera gramática del conjunto
favorece a la felicidad y el hallazgo lírico.
El chiquero está lleno de epifanías
que lágrimas de corazón resucitado limpian.
Viernes 22 de mayo: Dos horas después de ver Tomorrowland miro McFarland, la película Disney buena de este año. La descubro dos meses después del estreno. En su momento tuve ganas de verla pero el avance, como es habitual, no ayudaba. La bajo y me encuentro, como era previsible, con una película sin estilo, sin marca autoral, y eso es una de las cosas más fascinantes del cine estadounidense. Eso sí, está bien contada, lo que ya no es habitual, y sus maneras son las de otro tiempo o, si se quiere, aspiran a ser atemporales. Tiene, sin embargo, una presencia central fuerte insoslayable. Kevin Costner es el responsable de que un buen guión convencional no escore para el lado del sentimentalismo paternalista. Pocos actores como él para allanar excesos y darle complejidad a fórmulas y simplificaciones, por otra parte ineludibles para casi toda narración. Su esposo, entrenador y, sobre todo, padre no es ejemplar, pero tampoco demagógicamente transgresor como el Billy Bob Thornton de Los osos de la mala muerte (Linklater es mucho más conservador de lo que parece), sino un hombre que ha elegido la represión de sus aristas más hormonales y se hace cargo de esa resignación activa a los mandatos familiares y sociales. Su punto de vista conduce el relato y por ende el nuestro, pero hacia un territorio de adaptación algo inusual, el McFarland del titulo, acaso el pueblo estadounidense más mexicano de 1984, año inicial de la acción. Es entonces la mirada tópica estadounidense la que deberá acomodarse a una cultura y unos cuerpos de los que recela. Esos mexicanos quieren ser estadounidenses, es cierto, pero tal vez sea más apropiado decir que aspiran a unas condiciones económicas superiores sin abandonar sus creencias. McFarland no es el lugar de origen ni de los mexicanos ni de Costner sino un lugar de encuentro construido entre ambos, una utopía no abiertamente fantástica, tanto es así que está basada en un caso real. Para que la película lo consiga no hay sexo ni dinero, pero al menos hay diferencias de clase, el mundo del trabajo material, representación de las frustraciones sufridas por los perdedores del sistema, espacio para la educación pública y un naturalismo artificial pero concreto que le permite al espectador qué es lo que sobra y falta en él. Los ideales revolucionarios, así como la pretensión de originalidad estética, no forman parte de su horizonte. Personajes y película se contentan con la inserción e integración sociales no declamadas como panacea política sino como aspiración personal. El orden simbólico es el del deporte amateur como espacio relativamente libre de imperativos económicos absolutamente deterministas. Hasta el concepto de paternalismo es digno de análisis en función de la variedad de datos y actitudes que se presentan.
Jueves 8 de enero: Algo para recordar es algo que merecerse verse varias veces por muchas y distintas razones (la sirena del barco funcionando como la conciencia de estar haciendo algo por última vez, el gesto de Cary Grant al darse cuenta de que ha vivido los últimos seis meses de su vida equivocado, su galantería ya madura impregnada de una melancolía propia de quien ya es consciente de que le quedan muchos menos años en la proa que en la popa pero lidia con ello solo y sin agriarse ni contaminar a los que le rodean, gestos mínimos desperdigados con deliberado pudor en el suntuoso cinemascope) así como también es una película que debe ser puntualmente adelantada en el reproductor de nuestro DVD cuando aparecen los insoportables niños cantores de la democracia cristiana llenos de pecas, pelo rubio y ojitos azules, pero los últimos 11 minutos 28 segundos son supremos.
Grant y Deborah Kerr se encuentran después de un año, cuando él aparece en Navidad para llevarle el chal de su abuela fallecida, a quien visitaron juntos tiempo atrás. Seis meses antes debían verse en el piso 102 del Empire State pero ella sufrió un accidente que le impidió llegar a tiempo. Grant no sabe que la atropelló un auto, que no puede ni podrá volver a caminar nunca más. Ahora lo vemos ir hacia Kerr, recostada en un sillón con los pies cubiertos por una manta. Comienza a maltratarla con toda la elegancia de su cinismo mientras ella sufre en silencio hasta que él, a punto de irse sin saber la verdad, deduce lo sucedido cuando recuerda que su representante le habló de una mujer lisiada y sin dinero que hizo lo imposible para quedarse con un cuadro suyo. Atravesada por la duda y por la culpa, se queda con una palabra a medio pronunciar entre los labios, y calla. Es el momento de la verdad, el de la sinapsis que le permite intuirla, instante siempre más poderoso que el de la confirmación, pensamiento hecho imagen. Se ha sacado la venda de los ojos y adivina lo que ya todos sabíamos. ¿Qué hará para comprobarlo? Allí está Kerr recostada en su sofá, a pocos metros suyo, pero no habría nada más cruel que someterla a un interrogatorio. Como un caballero, opta por el camino más largo y busca si el cuadro en cuestión está en la casa.
Cuando lo encuentra la película alcanza su clímax, estimulado por los acordes cada vez más altos del tema que canta Vic Damone, y damos con una de las claves del mejor melodrama y del manejo de lo melodramático en el Hollywood clásico: su economía del exceso. Porque a lo exagerado de la situación McCarey le contrapone unos procedimientos discretos, sintéticos y elegantes. Grant encuentra lo que busca, pero no vemos un plano suyo primero y otro del cuadro después. Gracias a un espejo ubicado estratégicamente Grant -y lo que Grant mira- son reunidos en un solo plano y nuestra emoción es simultánea a la del personaje. Además, el sitio en el que se halla no es uno cualquiera, ya que la revelación ocurre nomás abre una puerta, justo en el umbral que separa un espacio de otro. Y allí ocurre el milagro, que es un movimiento de cámara, la inclusión de una música, un corte de montaje, en fin: una decisión técnica que pasa a ser una declaración de principios. La cámara hasta entonces tan fija como Kerr luego del accidente, se desplaza junto con Grant, pasa por detrás suyo, lo rodea por la espalda, lo acompaña, poco menos que lo abraza y se le acerca tanto que durante algo menos de un segundo el plano casi se opaca por completo, se oscurece con su traje, sacrifica su objetivo (mostrar) en aras del bienestar del personaje, abandona la objetividad de su naturaleza para estar cerca suyo en ese instante de pasmo, de inmovilidad moral, si no física como la del personaje femenino, y cuando se abre de nuevo el lente vemos a Kerr intentando contener un llanto que estalla. Y en ese final comprendemos cabalmente que el punto de vista de la película ha sido el de esa mujer; que aunque Grant parecía ser siempre el centro de atención no era más que un mero acompañante; que la fuerte, la adulta, la conductora siempre fue la mujer. La abuela de Grant ya lo sabía. Por eso le regaló su chal.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí la siguiente.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: