El cine de la llamada era Pre-Code (previo al Código Hays) fue todo un descubrimiento para la cinefilia. Todos sabíamos de la existencia de un código de autocensura que había condicionado la producción de Hollywood a partir de 1934, pero ese cine audaz, libertino y pecaminoso que inundó las pantallas en los albores del sonido era parte de la mitología de aquellos años. El hallazgo se produjo, primero, en los recovecos de las cinematecas y los cineclubs, y luego se extendió con la llegada del VHS, que volvió a poner en circulación aquellas películas que habían sido prácticamente olvidadas o que se habían dado en TV con cortes más que estratégicos. Siempre existió la creencia de que la implementación del Código Hays había estimulado la imaginación y la sutileza de cineastas y productores interesados en violar las prohibiciones y salirse con la suya y, si bien en parte fue cierto, también fue verdad que antes de esa regulación el cine ardía de osadía y liberación, con una audacia rayana en lo escandaloso que tardaría en regresar a la cuna de la industria.
¿Pero qué fue lo que pasó en esos años que llevó a la implementación del código y su consistente desacato? Bueno, parece que todo comenzó allá a fines de los alocados años ’20 cuando el crack de Wall Street puso en jaque a un negocio que intentaba desesperadamente recuperar las grandes inversiones que le supuso el paso al sonoro. La palabra resultaba tentadora y el slang y la grosería inundaron los diálogos de las películas. Las talkies representaron todo un desafío para los puritanos de siempre que veían en Hollywood una Babilonia decadente y mal hablada. Los Estados emblema de la América tradicional, de reputación cristiana e intachable, estaban convencidos de que las películas era amenazas potenciales a los valores morales y que la revolución sexual que había suscitado la era del jazz ahora se condimentaba con la posibilidad de poner en palabras lo que hasta ese momento solo se vislumbraba en las imágenes.
Lo que sobrevolaba con creciente preocupación en las oficinas de los Grandes Estudios como la Paramount, la MGM o la Warner Brothers era el riesgo de que el gobierno decidiera intervenir, imponiendo una censura estatal. “Mejor nos regulamos nosotros”, parece que vociferaron los que tenían la sartén por el mango, y así nació la MPPDA (Motion Picture Association Of Producers and Distributors of América) en 1922, con la vocación de regular los contenidos que pudieran levantar la perdiz y hacerles perder algún que otro dólar. Quien fue elegido como presidente de la asociación, William Hays, había sido funcionario del republicano Warren Harding durante su paso por la Casa Blanca. Parece que Hays era un señorcito de orejas grandes, circunspecto y prolijito, que lo trajeron –y le pagaron un salario digno de una estrella de cine- no para controlar a la industria sino para asegurarse de que el gobierno no molestara demasiado y los dejara hacer las películas a gusto y piacere.
En 1930, después del estreno de Madame Satan, la escandalosa película de Cecil B. DeMille con musicales orgiásticos y desnudos más que sugeridos, Hays tuvo que apretar las clavijas y, tras una reunión con productores de la talla de Irving Thalberg (cabeza de la MGM por entonces), decidieron elaborar el famoso Código de Producción. El llamado Código Hays consistía en una serie de “recomendaciones” respecto a lo que se podía mostrar en las películas en torno a temas espinosos como el sexo, el adulterio, la violencia y el crimen. Parece que todos los Estudios, como buenos alumnos, se comprometieron a implementar el código y regular la producción de contenidos. Sin embargo, las promesas cayeron rápidamente en el olvido porque en el Hollywood de la post-Depresión el camino más directo para engrosar la taquilla no era otro que el descenso a los infiernos del pecado.
“El adulterio no debe ser presentado como algo atrayente. Se deberá presentar un estilo de vida correcto”. En abril de 1930, apenas unos meses después de aquella advertencia, la MGM estrena The Divorcee, protagonizada por Norma Shearer –esposa de Thalberg- que interpreta a una mujer que engaña a su esposo infiel y disfruta con ello. Ardiente y desenfadada, la Shearer Pre-Code expone sus deseos de manera descarnada y no es condenada por ello. El éxito de taquilla y el Oscar por su interpretación determinaron la celebración de un desafío casi obsceno a esa hipocresía autoimpuesta de la doble moral. La sexualidad femenina fue el terreno de mayor y mejor exploración en la era Pre-Code, a diferencia de lo que vendría a continuación: la virgen y la vampiresa se fundían en la piel de actrices como Barbara Stanwyck, Jean Harlow o Claudette Colbert y la primera siempre salía perdiendo.
Violencia, homosexualidad, maltrato infantil, prostitución, sexo voraz y depredador fueron los epítomes de un cine que rompía las reglas que imponían los sectores más tradicionales y conservadores de una sociedad en plena reconstrucción. El cinismo con el que los mismos popes que escuchaban a los indignados representantes de la Liga de la Decencia y asociaciones afines luego reían a sus espaldas mostrando madres solteras, amas de casa que dejan a sus hijos por aventuras de placer y drogas, o mantenidas que disfrutan su poder y dominio, es hoy todavía asombroso.
Desprolijas, inquietas, arrolladoras, las historias de gángsters reflejaban la insatisfacción de un pueblo sumido en el desconcierto y la desesperanza respecto a las instituciones que debieran protegerlo. Furibundos y maniáticos actores como James Cagney o Paul Muni erigieron su popularidad a fuerza de golpes, tortazos, tiros y procacidades que los convertían en ambiguas figuras trágicas. La violencia psicótica y despiadada de la era Pre-Code fue la válvula de escape de una mansa contención que había demostrado escasos resultados. En I Am a Fugitive from a Chain Gang (1932), Paul Muni es un veterano de la Primera Guerra Mundial, arrestado por error y sometido a torturas físicas y psíquicas en una prisión sureña. La película dirigida por Mervyn Le Roy refleja la realidad de un país donde los pobres eran impotentes y la justicia no siempre triunfaba. Hays pidió a la Warner que cortara la escena en la que se maltrataba brutalmente a los prisioneros pero el Estudio hizo oídos sordos a la sugerencia y la estrenó con el metraje original.
El estreno de Queen Christina (1933) de Rouben Mamoulian, con sus escenas de evidente lesbianismo y sus diálogos blasfemos, provocó la ira del ferviente católico y recientemente nombrado a cargo del control de la aplicación del código, Joseph Breen. Breen encabezó una cruzada moral para terminar de una vez por todas con la exhibición de películas que consideraba lascivas, procaces y desprejuiciadas. Heroínas como Jean Harlow en Red-Headed Woman (1932) o Barbara Stanwyck en Baby Face (1933), capaces de utilizar el sexo para conseguir lo que querían sin nunca ser castigadas, agitaron hasta el crítico nivel de ebullición las demandas de los grupos extremistas del orden y la tranquilidad de conciencia.
Quizás lo que hizo que Hollywood fuera más receptivo a estos reclamos encendidos fue el cambio de época: en 1934, Franklin D. Roosevelt llegaba a la presidencia con aires de esperanza y la familia norteamericana parecía más que interesada en recobrar su tranquilidad previa a la Depresión. Convencido de que lo único que le interesaba a Hollywood era el dinero, Joseph Breen organizó una fuerte campaña entre los católicos y otros fervientes cristianos para boicotear a la industria. En abril de 1934 la acción de la Liga de la Decencia fue decisiva para la suerte de la censura: se daban sermones condenando la pornografía de las películas, se hacían intervenciones en las fechas de estreno, se entorpecían los circuitos de distribución. En pocas palabras, la industria cinematográfica perdía dinero aceleradamente y entonces fue imprescindible convocar a Breen para firmar las paces.
Breen insistió en que se cumpliera a rajatabla el código aprobado en 1930: cada una de las películas que se estrenara entonces, con el exigido sello de la MPPDA, debía ser revisada y aprobada por el comité de censores. Castigo al mal, obediencia a la autoridad, defensa de los valores cristianos, respeto a la familia y a las buenas costumbres: las nuevas normas no describían el mundo como era sino como muchos deseaban que fuera. Las películas Pre-Code que se reestrenaron a partir de ese momento aparecían mutiladas, como fue el caso de King Kong (1930) que se exhibió después de 1934 sin la escena en la que Kong arranca la ropa a Fray Way y la olfatea excitado. La más extrema de las decisiones la tomó Jack Warner cuando destruyó todas las copias de Convention City (1933) porque no se la dejaron reestrenar completa y todavía hoy es una película perdida.
Veinte años estuvo Breen a cargo de ese control obsesivo y moralizante hasta que, en 1954, ese castillo de cristal comenzó a resquebrajarse: los cines europeos, las nuevas realidades, las constantes tensiones entre lo debido y lo deseado hicieron colapsar un intento de control de un arte que desborda febrilmente los cánones y las limitaciones. En 1968, el viejo código Hays fue reemplazado por un nuevo sistema de clasificación de la MPPDA que, con ciertas variaciones, hoy sigue vigente.
Aquellas películas explosivas de sensualidad y liberalismo, ardientes piezas iconoclastas, son redescubiertas año a año como símbolos, no de la ausencia de censura, sino de la explícita y desfachatada violación de ella. Películas que hablaban de los dilemas de una generación atravesada por la pérdida y la desesperanza que se resistía al control de sus emociones. Un código y unas autoridades que durante cuatro años fueron burlados sistemáticamente, sobre todo para ganar dinero, pero también para demostrar que los que amamos el cine queremos verlo atreverse a los más flagrantes desafíos. Y sin cortes.
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Grüß Gott!
Lieben Dank für den obigen interessanten Beitrag!
Habe ich mit sehr großem Interesse gelesen und konnte tatsächlich neue Erkentnisse daraus ziehen. Ist insgesamt
ein sehr spannendes Thema, zu dem ich sehr gern noch mehr lesen würde.
Hast du geplant zusätzliche Beiträge zu diesem Themenkreis
zu erarbeiten? Alles Liebe und Gute aus Stuttgart – Annie :-)
Hays, el modelo de republicano moralista aún hoy sigue usando sus tijeras en las mentes de muchos autores que hablan de la decencia para auto censurarse. Triste.