file_123572_0_waterdivinerposterLugar común la muerte. El título local para el debut de Russell Crowe como director es algo engañoso, como si adelantara el sendero, tirara un velado spoiler, nos programara el GPS y  torciera el cartel en una encrucijada, y una de las bravas. Para qué, señores traductores, si es tan lindo sufrir plácidamente con la desesperación e incertidumbre de un protagonista, que es el mismísimo corazón de las tinieblas del cine.

Crowe es además Connor, el water diviner del título original, que en la remota y reseca planicie de Victoria (Australia), va tras la bendita agua con dos palitos en una secuencia introductoria antológica para una película que es precisamente eso: una búsqueda, y una que empieza con la derrota de antemano. Su talento para detectar agua en el desierto donde vive es, para su enajenada esposa, inútil si no puede recuperar cuatro años después a sus tres hijos que desaparecieron en la aciaga batalla de Gallipoli, en Turquía (1915), aquella gran derrota de Churchill y de los aliados ANZAC, que reunían las fuerzas australianas y neocelandesas, frente el imperio otomano con bajas de cientos de miles por bando. Allí va Connor en su lúgubre misión familiar, con destino a un campo de batalla silencioso, donde los turcos están todavía inventariando rezagos, amontonando huesos y continuando la estadística post conflicto en un terreno inerte, mientras la narración nos alterna imágenes de ese mismo terreno en plena acción bélica. Le late en el pecho (y los flashbacks permanentes  son el golpe) que, como el agua en el desierto, los restos de sus hijos están en su rumbo, a pesar que el mayor turco Hasan, al comando de la tropa de rastrillaje, no quiere franquearle la entrada.

Gallipoli II. La primer parte de Camino a Estambul funciona casi como una secuela, a 33 años, de Gallipoli (Peter Weir, 1981), un gran hito del cine australiano (y cómo estamos con los “ozzies” últimamente, eh?) junto con sus contemporáneas Después de la emboscada (Bruce Beresford, 1980) y La última ola (1977), también de Weir, entre otras que movieron bastante la aguja de crítica y público en nuestro país en esos años. En aquella película, jóvenes de las zonas rurales del oeste del país se enrolaban en el Ejército durante la Primera Guerra Mundial para ser enviados al conflicto en Turquía. Otro tanto sucede en el recuerdo que tortura a Connor con la imagen de la despedida a sus entusiastas hijos que marchan al fatídico enfrentamiento. Y la huella de su propia sangre es la que, en Estambul y casi a mitad del metraje, le da a Connor  un pálpito que echará a rodar la esperanza junto al drama y, por ende, a la aventura.  Un coherente recorrido que entronca la desolación inicial que moviliza al protagonista con una intriga que –ya con aliados en su recorrido, hasta el escéptico Hasan- detona una arriesgada jugada ya que los conflictos armados no terminaron en el silencioso cementerio donde se libró la batalla de Gallipoli.

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La reserva que se agota. Además de abrevar en la historia de su tierra natal, algo que un australiano por más americanizado que esté lleva como misión en un tiempo sin referentes de renombre, Russell Crowe utiliza su imagen convocante para iniciar su carrera como director con un relato clásico de aventuras con reminiscencias de David Lean. Para ello aborda -además de con enjundia narrativa- con franqueza y un trasfondo dolido y gráficamente fúnebre (ej.: la terrible secuencia de los tres hermanos unidos en el fragor de la batalla), las heridas abiertas de un conflicto absurdo que, no obstante, ayudó tras la derrota a unificar estados en una nación australiana, brindando a la vez espectáculo y demostrando que mucho aprendió en el camino: la primer referencia, aunque en otro escenario de lucha, es aquél insuperado Capitán de mar y guerra, que protagonizó para su compatriota Peter Weir en 2003. Más aún, en el plano actoral Crowe viene arriesgando por el lado de la saturación (tres a cuatro películas por año, y ese reciente fiasco llamado Noe, por citar un ejemplo) y sin embargo pertenece a la limitadísima reserva en peligro de extinción de la herencia clásica que va agotando sus ejemplares más magníficos como Clint Eastwood, Tommy Lee Jones, Kevin Costner, Kurt Russell o aquel Bruce Willis de los Die Hard de Mc Tiernan cuya saga mutó en la trivialidad tecnológica. Sumada su fuerte presencia que motoriza la trama de principio a fin desde el altísimo plano picado que nos lo ubica solitario y tozudo en su gesta de agua para sobrevivir hasta su encuentro con la cultura de sus enemigos y su arriesgado periplo, Camino a Estambul recupera  algo del cine de industria sobre el que se pregunta su coterráneo George Miller en un artículo que hemos publicado  a propósito del estreno  del nuevo Mad Max.

Camino a Estambul (The Water Diviner, Australia/EEUU/Turquía, 2014), de Russell Crowe, c/Russell Crowe, Olga Kurylenko, Yilmaz Erdogan. 111′.

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