¿Cómo retratar a un ser abyecto como Augusto Pinochet? ¿Cómo referirse a él sin caer en las obviedades del sentido común bien pensante sobre lo que su figura representó en la historia de Chile y del continente a fines del siglo XX? ¿Cómo referirse a los horrores que su figura convoca y representa? Todas esas preguntas sobrevuelan a la hora de ver El conde, la última película del chileno Pablo Larraín.

Filmada en un blanco y negro que a priori podría pensarse como excesivamente esteticista, esa decisión formal es funcional al imaginario de las películas de vampiros. El conde imagina a un Pinochet de 250 años que se encuentra cansado de vivir mientras vaga sumergido en las tinieblas del olvido. Ofendido y deprimido por haber sido olvidado luego del baño de sangre al que sometió a Chile, El conde retrata al dictador y a su familia de un modo virulento. En este sentido, lo formal en la película de Larraín en ningún momento se antepone a los horrores que, en la vida real, el personaje Pinochet cometió.

El conde es una película de géneros menores que replica lo que hace casi dos décadas Adrián Caetano hizo con Crónica de una fuga. En el momento de su estreno, Caetano mencionó que su idea era hacer una película testimonial sobre la violencia política en la Argentina, cruzando ese momento de la historia del país con un registro deudor del cine de John Carpenter. De algún modo, El conde replica ese gesto, llevando a cabo un movimiento que intenta procesar los traumas de la Historia con las herramientas propias del cine, sin negar los elementos discursivos de esa tragedia pero haciendo con ellos algo diferente a lo que podría ser la mera exclamación.

De este modo, el director chileno juega con géneros populares para narrar lo ya narrado en innumerables oportunidades. O, mejor dicho, para intentar contar lo que no se puede contar. Larraín asume de entrada un procedimiento arriesgado: el impecable blanco y negro de la fotografía de Edward Lachman podría sugerir el riesgo de banalizar la tragedia chilena, reduciendo la sanguinaria dictadura pinochetista al mero divertimento para consumo de cierto público acrítico. Lo cierto es que ese argumento podría aplicarse también para pensar en alguna de las grandes películas de Quentin Tarantino, como por ejemplo Bastardos sin gloria y Django desencadenado. Una lectura atenta de esas películas nos hace dar cuenta de que en ningún caso Tarantino banalizó la Segunda Guerra Mundial o el racismo en la fundación de losEstados Unidos debido a la utilización de ciertos componentes narrativos y de puesta en escena. La película de Larraín derriba desde el minuto cero ese prejuicio acerca de la estetización de la historia de su país. ¿Cómo? Utilizando los recursos del terror como género a favor de la historia, al igual que Caetano hiciera dos décadas atrás. El conde también tiene la virtud de pensar al personaje Pinochet sin por ello excluir a otros actores de peso que fueron partícipes importantes de la dictadura chilena y del golpe a Salvador Allende, del que se cumplieron 50 años hace unos días. El mecanismo del cine se convierte en un artefacto narrativo para construir una fábula acerca del mal que, en ningún momento, distorsiona la imagen real de Pinochet y su círculo íntimo.

La película describe al dictador como un asesino sanguinario, orgulloso de su obra, al que solo ofende que lo tilden de ladrón. Su mujer, en tanto, es tan inhumana y cruel como él; sus hijos son descriptos como unos inútiles interesados en heredar las propiedades y los bienes que su padre robó mientras gobernó (de facto) los destinos de su país. Para narrar esos acontecimientos, el director de Spencer se nutre del universo simbólico del cine de vampiros y juega desde ahí con diversas tradiciones como lo son el gore y la comedia negra. Lo interesante es que en ningún momento la construcción de ese universo ficcional protege a la figura de ese personaje que recorre como un fantasma la historia de Chile. La capacidad narrativa del director chileno para repensar la historia de la infamia de su país, construyendo un cuento de terror en donde el cine es la herramienta que le permite agregarle capas de profundidad a esa toma de partido, es lo que hace de El conde una película poderosa.

Desde la cita explicita al El exorcista, pasando por las referencias ineludibles a la Juana de Arco de Dreyer, Larraín juega con ese ecosistema cinéfilo para dar cuenta, desde el relato sobrenatural, de un personaje sobre el que ya se sabe casi todo. Abelardo Castillo, con su habitual maestría, alguna vez contó que cuando León Bloy quería saber qué estaba ocurriendo en el mundo en vez de leer el diario leía a San Pablo. De algún modo, Larraín desarrolló el mismo procedimiento en su película. Mientras vemos a Pinochet sobrevolar el cielo buscando cuerpos para saciar su apetito de muerte, no podemos dejar de pensar en que El conde es un ensayo sobre el mal absoluto, que toma distancia de los acontecimientos reales para resignificarlos. Esa repetición cíclica del Pinochet de Larraín, que se inicia en la revolución francesa abrazando la causa conservadora (y apropiándose de la cabeza de María Antonieta), se repetirá de diferentes maneras y con diferentes ropajes a lo largo del tiempo. Larraín muestra por medio de la puesta en escena y del acercamiento a esos géneros cercanos al espectador la cara delictiva de la familia Pinochet y de sus cómplices, el poder financiero y eclesiástico. Esa es la única banalidad de la que da cuenta El conde. Todo lo demás son bagatelas.

El conde (Chile, 2023). Dirección: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón y Pablo Larraín. Fotografía: Edward Lachmann. Edición: Sofía Subercaseaux. Elenco: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Gloria Munchmeyer , Catalina Guerra, Amparo Noguera, Diego Muñoz, Marcial Tagle. Duración 110 minutos.

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