Una villa en la Toscana (Made in Italy, 2020), la opera prima como director del ya afirmado actor inglés, James D’Arcy, puede enmarcarse en la línea de las comedias dramáticas de segundas oportunidades. En medio del divorcio de su esposa Ruth, el joven Jack (Micheál Richardson) recibe la noticia de que la familia de ella ha decidido vender la galería de arte que él administra. Siendo la curaduría artística un trabajo que realiza con cierto éxito, decide re-establecer el diálogo con su padre para solicitarle vender la casa familiar en Italia y, con ese dinero, comprar la susodicha galería. Dejamos entonces, la gris y fría Londres, signo de la distancia paterno-filial, por la calidez de la Toscana, hacia donde viajan padre e hijo. Y a su llegada encuentran esa casa, que perteneció a la familia de la madre de Jack, derruida por el paso del tiempo: hay polvo, roturas e invasión de la naturaleza tanto vegetal como animal, en aquel que en otro tiempo fuera un hogar.

Sin entrar en el terreno de lo fantástico, es claro que aquí el director se vale de la correspondencia que estableció Poe en su cuento La caída de la Casa Usher, entre la casa y el estado anímico o el estado de un vínculo familiar. El abandono de esa casa, su lúgubre interior y un mural pintado en la pared del comedor de caótico rojo furioso, dan cuenta del dolor indecible de padre e hijo por la pérdida brusca de Raffaella (en una accidente automovilístico), quien fuera el amor de uno y la madre del otro. Para ambos se trata de un duelo no elaborado y coagulado en el tiempo, lo cual se traduce también en la vestimenta, generalmente en la gama de los azules. Acaecida la muerte materna cuando Jack era pequeño, el padre sólo atinó a enviar a su hijo a un internado, con la idea de alejarlo lo más posible de aquello que pudiera hacerlo sufrir. Sumido en el dolor y la culpa por la muerte de su esposa, Robert Foster (Liam Neeson), otrora un reconocido pintor, ya no puede producir obras, convirtiéndose en una pálida sombra de lo que fue en su esplendor, y desaparece del mundo artístico.  

La casa también puede leerse como la representación de la tradición, de las raíces que se traen (como bien refleja el título original en inglés) y no por nada Robert, tanto a la agente inmobiliaria como a los posibles compradores, les repite que “tiene buenos cimientos”. Siguiendo esta línea y las precedentes, podemos preguntarnos: ¿se hace menos dolorosa la pérdida, deshaciéndose de las marcas del pasado, evitando transitar el proceso del duelo, para convertirse en un buen y anónimo ciudadano del mundo global sin marca identificatoria alguna?

El malentendido entre padre-hijo se funda en el distanciamiento que el culposo dolor le impone a Robert y en su pesado silencio acerca Raffaella. Es la dificultad para hablar del sufrimiento, del amor por la mujer perdida, que pesa culturalmente sobre los hombres -“Los  hombres no lloran.”-, lo que trunca el vínculo. Sobre el silencio y el apartamiento de Robert, Jack imagina que a su padre ya no le importa su madre y que no tiene ningún respeto por la labor a la que él se dedica; y en consecuencia, el rencor lo retrae a él también respecto de su padre. Pero esta frialdad de sentimientos también es la apariencia que resulta del mandato social de ser fuertes, de ahí que el cobertizo apartado (que luego descubrirá Jack) represente ese lugar donde se guardan, en soledad y aislamiento, los recuerdos de la amada y toda la inconmensurabilidad del dolor de Robert.

El interior de la casa contrasta vivamente con las escenas en exteriores, donde la luz y el verde de la vegetación invitan a la esperanza y a la recuperación tanto anímica como del lazo paterno-filial. Para Robert se tratará entonces de poder olvidar, y para Jack de poder recordar, no sin antes pasar por la palabra compartida y el abrazo conciliador que les permita a ambos recuperar la capacidad de amar y trabajar. Por otra parte, el descubrimiento que hace Jack de los secretos del padre, hacen de él un padre en función, pues poco importa que el padre sea más o menos afectuoso o que esté más o menos presente; sino que pueda hacer la transmisión de una pasión en la cual una mujer (Raffaella) fue causa de su deseo.

Otro punto interesante es la interlocución explícita que el film plantea con I Basilischi (Lina Wertmüller, 1963) que es la película que van a ver los protagonistas en la plaza del pueblo. Esto puede leerse como homenaje a la vieja comedia a la italiana, pero también anticipando (por razones diversas en cada film), la idea del hogar, del terruño de origen como un lugar del que es preciso salir, para volver a retornar de una manera diferente.

El problema del film de D’Arcy no se encuentra, a mi entender, a nivel formal, donde se maneja con austeridad y de manera prolija; tampoco en su contenido, que resulta verosímil y ni siquiera en el abuso de los paradisíacos paisajes de la Toscana como postal turística, ya que los dosifica adecuadamente a la trama. Radica en las interpretaciones. Pese a que Liam Neeson y Micheál Richardson son padre e hijo en la vida real y que han vivido una situación similar en la realidad (Natasha Richardson falleció en un accidente en una estación de esquí) -o quizás justamente por eso mismo-, el vínculo no termina de fluir de manera natural entre ellos y las escenas dramáticas resultan en patetismos forzados y exagerados. Paradójicamente, donde mejor funciona la película es en las escenas de comedia, donde la gracia natural de Valeria Bilello, interpretando a Natalia, el interés romántico de Jack (que no por nada aparece viniendo de la luz en contraluz para ayudarlo a levantarse en el momento de una caída), consigue rescatar algo de la esencia del carácter y las costumbres que hacen a lo italiano, que tanto ironizó la vieja y añorada commedia all’italiana.

Calificación: 6/10

Una villa en la Toscana (Made in Italy, Reino Unido/Italia, 2020). Guion y dirección: James D’Arcy. Fotografía: Mike Eley. Montaje: Anthony Boys, Mark Day. Elenco: Liam Neeson, Michéal Richardson, Valeria Bilelo, Lindsay Duncan, Helena Antonio, Yolanda Kettle. Duración: 94 minutos.

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