En un momento de Intemperie Eduardo Stupía dice, en referencia a su técnica de trabajo, que hace unos años había tenido un proyecto de realizar una película junto con Héctor Libertella, que iba a funcionar como una especie de scrapbook entre los textos de uno y los collages del otro. “Es más una película para ser leída”, señala. Lo curioso es pensar en la idea de un pintor concibiendo una película como un texto escrito (bueno, si se piensa en algunas películas de Greenaway…), como si existiera, en ese caso, una necesidad de poner distancia con la identificación de su propia obra pictórica. Como si esos trazos que vemos hacer en el papel al artista –que en una primera mirada pueden parecer deformaciones o invenciones de ideogramas- necesitaran en el traslado a la imagen en movimiento una traducción en letras reconocibles. O quizás se trate de la consecuencia buscada de algo que el mismo Stupía señala más adelante: “hay que evitar el adocenamiento de la bonanza estilística”.
De alguna forma, Intemperie parece guiarse por ese principio y realiza una operación similar a la del proyecto trunco con Libertella. El documental se evade de las formas habituales del género lo más que puede, estirando la cuerda de lo representado. Un solo espacio que registrar –en una apuesta aún mayor a la que el mismo director intentó en Galpón de máscaras-, largos planos fijos, ausencia de toda música o sonido que no provenga de ese espacio. Y aún más extremo: la decisión de no mostrar al objeto del documental durante las dos primeras partes del trabajo más que fragmentariamente, de perfil o de espaldas, evitando la identificación facial. En un punto, lo que se ve, deja de ser importante: una biblioteca atiborrada, una mesa en la que se amontonan papeles en total desorden, cuadros vueltos hacia la pared, puertas abiertas por las que se puede atisbar el resto de los espacios, un plano larguísimo de una fuente de luz, no dicen más que las características del lugar. Algunos planos detalle con los que se alternan –un libro sobre Gloria Swanson, un portalentes abierto y desvencijado, un celular que parece venir de la prehistoria-, pueden aportar indicios sobre la persona que pareciera que se pretende retratar. La decisión posterior de evitar el rostro del artista es el punto en el cual se termina de imponer la idea de que lo importante está en otro lado.
Intemperie es una película no para ser vista, sino para ser escuchada. La paradoja del cine: que la imagen pierda su valor como tal. Pero que no ceda ese lugar al diálogo, al texto definido. La palabra hablada en el documental ocupa menos de un tercio de su duración: es la entrevista en la cual, de nuevo, la imagen de Stupía permanece fuera del campo visual. Despojado del valor visual, la palabra de Stupía no adquiere relevancia (solamente) por lo que dice, sino por el mismo decir. El decir aparece como una irrupción, como un corte que se impone en el proceso creativo y que como lectura paralela señala la incompatibilidad entre la sonoridad de la palabra y la creación artística sobre un papel. El contraste entre los tres tramos de la película está fijado allí, en el plano sonoro. Hay un silencio que persiste como un fondo infranqueable y que va uniendo los tres momentos: tiene que ver con la concepción del entorno, aislado de cualquier referencia sonora externa o artificial. Sobre ese fondo de silencio aparecen las variantes. Si, como decía, se trata de una película para ser escuchada no es solamente por la irrupción de la palabra, sino por el detalle de lo sonoro que atraviesa el documental. El sonido de una tijera recortando un papel, la mano del artista alisando lo que acaba de pegar, las hojas que van pasando hasta encontrar lo deseado, el grafito en el roce con el papel, adquieren una dimensión única que despega a la pintura de lo visual para instalarla en otro campo.
Esa dimensión sonora que se plantea como centro de la construcción del documental requiere como contraparte y para evitar desfasajes, del uso de primeros planos. La necesidad de corresponder la imagen con el sonido no revela un desapego por el experimento, sino una apuesta por ir en sentido inverso al habitual: poner el acento en lo sonoro, sostenerlo en primer plano, y que ese sonido sea identificado con un acto, con un movimiento. Ese trabajo de alternancias entre planos fijos generales –donde usualmente no aparecen figuras humanas como referencia- y primeros planos –que mayormente apuntan al fragmento antes que a la totalidad de la forma-, van en consonancia con la idea del trabajo de Stupía. Debajo de una superficie que luce organizada y pulcra, Intemperie circula como un collage como los del artista, como un recorte de imágenes que van organizándose, ya no en el cuadro o en el papel, sino en la sucesión temporal que implica la película. En ese punto, el mayor hallazgo del documental es su propia construcción como una suerte de espejo de la obra del artista: algo que, como dice Stupía de sus cuadros y dibujos, invita a dejar de buscarle un significado para poder hallárselo.
Intemperie (Argentina, 2018). Dirección: Miguel Baratta. Guion:Miguel Baratta. Fotografía: Cecilia Bruck. Montaje: Nicolás Aponte Gutter. Duración: 65 minutos.
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