Hay un momento, cerca del final de Galpón de máscaras, que genera una pregunta incómoda. La protagonista del documental dice, a propósito de su colección personal de máscaras, que para ella “no tienen un valor museológico”. Esa afirmación, absolutamente verosímil, choca con el criterio que ha seguido hasta ese momento el documental: en su mayor parte, se trata de una suerte de relevamiento, casi una catalogación, de esa colección que puebla las paredes de una habitación, para peor, acompañada de la filmación de una sesión fotográfica de las mismas.
Hay, en la película de Miguel Baratta, una concepción de museo de la que pocas veces se desprende. Un recorrido por las máscaras como muestrario, apenas sostenido por una descripción oral que no se despega demasiado de lo que podría decir una guía de un museo. Cuando una colección de cualquier objeto queda escindida de su origen –personal, histórico- se ve como una acumulación. Una acumulación, en ese punto, revela una carencia de sentido, la ausencia de un elemento que establezca lazos entre un objeto y otro, más que el de la pertenencia a un mismo conjunto.
Quizás esa falla provenga de un problema primigenio, que es una decisión del director: no revelar al espectador quién es la persona que colecciona esas máscaras. Nadie tiene por qué saber que se trata de Luisa Valenzuela, escritora de renombre, pero no reconocida –al menos en su fisonomía- más allá de los círculos literarios. Al dejar fuera el nombre del personaje, convirtiéndolo en anónimo, se renuncia a la exploración de los motivos que la llevaron a la fascinación por las máscaras, más allá del detalle del lugar de donde provienen. Porque, al fin y al cabo, no es lo mismo que esa colección esté en manos de una escritora que de otra persona cualquiera. Porque no es posible entender, entonces, que para ella, más que máscaras, sean libros o historias.
En esa dimensión que se pierde en una elección equivocada –y que incluye la falta de alusión a los nombres de los otros personajes con los que la escritora se encuentra y dialoga, o incluso en los motivos por los cuales, en el final, las piezas son cuidadosamente retiradas de los lugares donde cuelgan para ser embaladas- se juega el peso de todo el documental, la posibilidad de profundizar algunas de las líneas que aparecen como esbozos en los diálogos. El recuerdo de Valenzuela sobre la imposibilidad de “taparse la cara” en la época de la dictadura y la respuesta que las Madres de Plaza de Mayo encontraron en el regreso de la democracia, de utilizar como máscara las fotos de sus hijos desaparecidos; o la idea de Eduardo Gruner respecto de que “ninguna civilización puede empezar sin una máscara”, quedan en el aire, dando la sensación de que allí hay algo que escapaba al muestrario y a la vez le daba sentido a las máscaras como objeto de la mirada.
Cuando el documental consigue huir de esa mirada de museo, logra sus momentos de mayor intensidad: la relación indiscernible con el actor, puesta a prueba en escenas en que un grupo de ellos juega intercambiando distintas máscaras; la dimensión de juego en las manos de un niño que re-crea el significado de la máscara como objeto para sus propios juegos; la minuciosidad con que el artesano construye una máscara bajo la premisa de la neutralidad de rasgos. Y esos instantes en que, como señala Valenzuela, de las máscaras pareciera surgir la voz de los ancestros que contienen. Todos ellos, momentos en los que la cámara se desplaza de la necesidad de mostrar más, para detenerse en los detalles, que son los que realmente terminan dando un espesor documental mucho más interesante que las palabras que describen los objetos.
Galpón de máscaras (Argentina, 2017), de Miguel Baratta, 74′.
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