¿Cómo contar un cuento de brujas en el siglo XXI? El desafío que enfrenta Bruja no es solamente el hecho de evitar la caída en la repetición de una historia ya contada sino, sobre todo, el intento de revalorizar, de alguna manera, la significación de la brujería en un mundo globalizado y tecnologizado. Una lucha entre las imágenes del siglo XIX y las del siglo XXI, remarcadas por el traspaso de las creencias espirituales a las tecnológicas.
El espacio en el que se desarrolla la película es una tierra intermedia. No es una gran ciudad, sino un pequeño pueblo de provincia. Un espacio en el que se mezcla el antiguo almacén donde Selena (Erika Rivas) compra y vende sus productos de huerta –cuando los aceptan- y la habitualidad del uso de celulares. Una marginalidad del personaje central que se multiplica: no es solamente el hecho de que vive en las afueras y no tiene celular, sino la mirada que el pueblo tiene sobre ella. De la sospecha del almacenero a la denuncia que le hace la directora de la escuela. Esa marginalidad hace eclosión en la fiesta de la escuela: Selena es despreciada por todos y hasta Ricardo, el padre de una compañera de su hija, le devuelve el amuleto. Una marginalidad que se replica en el momento en que ve a su hija conversando con un chico.
Si la comunicación atraviesa el conflicto al comienzo –el deseo de la hija por tener un celular como el resto de sus amigas choca con la insistencia de su madre por la telepatía-, el otro nudo del relato es la relación entre lo institucional y la ilegalidad. El pueblo aparece dividido entre esos dos elementos. De un lado, la escuela, la policía, la representante de Protección al Maltrato, construyen una fachada de defensa de ciertos valores que no se expresan sino de manera tangencial. Del otro, en primer lugar la brujería encarnada en Selena, y luego la prostitución como sistema instalado en el pueblo. Pero lo interesante es que esas dos zonas se contaminan, sus fronteras se van diluyendo (“Poner otra cosa tiene un precio” le dice la asistente cuando Selena le pide que no haga el informe indicando la mesa de magia) hasta quedar difuminadas. Lo ilegal se transforma, en un momento del relato, en instancias para-institucionales que vienen a profundizar o resolver los esquemas de las instituciones: si la prostitución termina formando parte de un esquema ligado a lo policial, la brujería termina siendo la única forma real de recomponer el orden perdido en el pueblo.
Es entre esos dos elementos que se traduce el enfrentamiento que plantea el relato. La prostitución como forma de volver al pasado: las chicas son despojadas de su libertad, de su posibilidad de comunicarse y del dominio sobre su propio cuerpo. La brujería como una forma del pasado que adquiere un matiz liberador. No es casual que ese enfrentamiento quede circunscripto a las mujeres, en tanto Bruja traza una representación de los lugares que la mujer ocupa. Por un lado, las chicas obligadas a convertirse en cuerpos para el placer de los hombres. Por el otro, Marisa, representación de la mujer que logra el poder utilizando a sus pares. Y finalmente Selena, la que lucha por la liberación de las mujeres.
Entonces, la brujería aparece en función de un relato actualizado y ligado a la expansión de las luchas feministas de los últimos años. Si fue históricamente un elemento de condena social, se vuelve ahora un elemento de empoderamiento. El poder de Selena, heredado a su vez de su abuela, se pone en circulación como modo de unión y experiencia conjunta. Los momentos en los que visualmente la película se acerca a lo genérico –cuando el cuerpo de Selena se retuerce, cuando utiliza la brujería para enfrentar a sus adversarios-, adquieren una significación adicional. Implican la experiencia compartida con otras mujeres –la comunicación telepática con su hija-, la posibilidad de ponerse en el lugar de la otra simbólicamente –la escena en la que su cuerpo vuelve a actuar lo que ocurrió en la cama en la que tenían esposada a una de las chicas-, la unión indestructible entre las mujeres –en la referencia al “amarre” practicado con la hija del intendente, rematado con la frase “Lo que le hacés a una madre, se lo estás haciendo a sus hijas”– y el espacio sacrificial que implica la posibilidad de dar una parte de su vida por las otras –perder un ojo a cambio de recuperar una vida-.
Lo que hace de Bruja un caso particular en cuanto a la narrativa del género proviene de ese desplazamiento a un espacio simbólico relacionado con el presente. Importa más el efecto de la acción que la acción en sí misma, y la reafirmación de que cada uno de esos actos va dirigido a sostener un discurso en el que las mujeres en la sociedad actual son el centro. La renuncia a concentrarse en la sangre y correrse hacia el interés en la generación de lo sobrenatural –la secuencia en el cementerio, la explosión del patrullero, el incendio de la casa en el final-, tiene como contrapartida la afirmación de lo real como potencialmente más terrorífico. Más que las acciones de Selena, el sistema organizado para captar por vía del engaño a las mujeres para someterlas a la prostitución, asoma como una interesante mirada sobre la forma en que operan las coordenadas del terror en la sociedad actual. Más allá de algunos elementos que quedan desaprovechados –la referencia al embarazo juvenil, la sugerencia del posible cruce entre una magia “legal” encarnada en Ricardo y otra ilegal en Selena, la torpeza de la escena en el cabaret-, el logro de que la escapada de Belén que termina en el patrullero que la encuentra en el camino funcione como una síntesis de un terror menos chirriante pero más verosímil, resulta auspiciosa como mirada sobre el significado de lo terrorífico en los tiempos que vivimos.
Bruja (Argentina; 2019) Dirección: Marcelo Paez-Cubells. Guion: Matías Caruso. Fotografía: Pablo Desanzo. Edición: César Custodio. Elenco: Érica Rivas, Leticia Brédice, Rita Cortese, Pablo Rago, Miranda de la Serna, Juan Grandinetti. Duración: 93 minutos.
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