Entre julio de 1996 y diciembre de 1997, el crítico y escritor Roberto Pagés fundó y dirigió una revista de cine que desde su primer número se planteó la necesidad de ofrecer una mirada distinta a la que se tenía del cine por aquel entonces. Escribir bien y apasionadamente sobre las películas, llamar al debate y a polemizar con cuanta idea se cruzase por el camino, fueron sus premisas principales. Después de ese paso fugaz por los medios gráficos (apenas 13 números), el rastro de la revista se perdió. Pero el recuerdo de quienes la habían leído -y conservado sus números- perduró lo suficiente como para que desde hace unas semanas, y gracias al trabajo de Ahira (Archivo Histórico de Revistas Argentinas), La vereda de enfrente vuelva a estar disponible en formato online.

En Hacerse la crítica no sólo quisimos celebrar el acontecimiento, sino que aprovechamos la reposición virtual de la revista para conversar con su creador sobre la génesis de aquella aventura festiva y marginal, mínima pero inolvidable.

Los invitamos a cruzar la calle. Otra vereda los espera.

Gabriel Orqueda: Bueno, después de casi veinticuatro años, La vereda de enfrente vuelve a estar entre nosotros, disponible y gratis para todo el mundo. Empezá por explicarme qué fue eso de poner el editorial en la tapa y no en la primera página, que es lo que generalmente se hace.

Roberto Pagés: Yo no sé si había antecedentes de eso. Simplemente se me ocurrió y dije por qué no. Si total, esto va a ser algo minoritario; y bueno, acerté. Supongo que en ese momento habré pensado que, al ver la revista en los kioscos y puestos de diario, la gente podría llegar a interesarse en ese editorial. Lo mismo pasó después cuando pusimos a doble página una foto de Emmanuelle Béart y yo escribí esas pocas líneas. Eso también era algo poco usual.

GO: Escribiste esas líneas cuando quisiste ser su novio. ¿Qué pasó después?

RP: Sí, pero no me dio bola (risas). Y cuando la conocí personalmente, ahí no quise yo. Ya no me gustaba como antes.

GO: Volviendo al editorial, además de lo novedoso, la idea de La vereda de enfrente surge porque, como dice el verso de Borges que citás, vos sentías que faltaba algo. En este caso, una mirada sobre el cine. Y creo que para todo el mundo fue evidente que vos te proponías rivalizar con las otras revistas de aquella época, como El Amante, por la que pasaste, y Film, por ejemplo. A su vez, lo otro que me llama la atención es que vos no eras un recién llegado al ambiente. Venías escribiendo crítica desde fines de los setenta: Convicción, Tiempo Argentino, Somos, etc.

RP: Todo el mundo pensaba eso, sí. Pero no era la idea. En realidad, y poniendo las cosas en contexto, ya que mencionaste los setenta y varios de los lugares por los que pasé, había espacios que tenían su lugarcito para escribir sobre cine. Por ejemplo, en Convicción, que era el diario de Massera, yo he escrito cosas que, si uno las lee hoy, piensa: ¿y éste, cómo sigue vivo? Lo que pasa es que, para ese diario, la sección de artes y espectáculos era algo que había que tener pero a la cual nadie le daba mucha pelota. Y la verdad es que era una buena sección. Se podía escribir, no sólo sobre cine, sino sobre todas las artes, con un poco más de… no me gusta la palabra, pero digamos que con un poco más de seriedad. Y en los ochenta, lo mismo. Pero en los noventa ya no. En los noventa ya se fue todo al carajo. Estaba El Amante, claro, con todos los temas que yo tuve en su contra y que surgieron, no sólo por la polémica sobre Gatica… Esa polémica fue el puntapié inicial para que Quintín, que la apoyó y que fue él el que decidió publicarla, se empesace a asustar por las repercusiones y bueno, unos meses después se terminó todo.

Entonces, lo que yo sentía era simplemente que no tenía un lugar para escribir. De hecho, cuando se acabó la experiencia de La vereda de enfrente terminé yendo a Perfil, que era un diario que estaba pensado para salir como mínimo dos años, y sin embargo Fontevecchia lo terminó cerrando a los tres meses, de un día para el otro. Y fue ahí que yo, por primera vez en mi vida, pensé en ir a dar una vuelta por el mundo. Nunca antes había pensado en salirme de la Argentina. Pero agarré la indemnización y me fui a Europa, sin un destino claro, a ver qué pasaba. Y lo que pasó es que conocí a una mujer, me fui a vivir con ella, tuve una hija y me quedé catorce años. En ese tiempo también escribí novelas, dos de las cuales se publicaron por allá.

Pero bueno, no sé si te contesté lo que querías.

GO: Me contestaste, sí, pero yo siempre creí que esa polémica había beneficiado a El Amante. Me refiero al hecho de ganar lectores. Si no mal recuerdo, hubo cartas pidiendo más polémicas como esa.

RP: Es que lo que le complicó la vida a Quintín no fue la discusión entre dos críticos y la repercusión en los lectores, aunque hubo muchos que se quejaron -ahora te cuento una anécdota al respecto-. El susto vino por el lado del establishment cultural: Tomás Abraham, Beatriz Sarlo y toda esa gente se enojaron mucho. Eso fue lo que asustó a Quintín. Porque él, de alguna manera, pertenece a ese mundo. Fijate que todavía sigue en Perfil escribiendo boludeces. En fin…

GO: Contame la anécdota.

RP: La anécdota es ésta: entre los varios lectores que se enojaron, hubo uno que escribió algo que a mí me resulta muy loco, según como veo las cosas. Decía algo así como que Pagés, cuando quiere, escribe muy buenas notas, como la de Mi estación preferida, que estaba en el mismo número o en el anterior, no recuerdo ahora; de alguna manera, ese tipo consideraba que la polémica no estaba armada con la intención de escribir buenas notas. Y eso es algo que me ha pasado mucho en la vida: cuando escribís algo que le gusta al otro, la nota es buena. Cuando escribís en contra de algo que le gusta al otro, automáticamente pasás a escribir mal y la nota deja de ser buena.  No sé, es una mentalidad que no entiendo.

Volviendo a la polémica, ahí hay algo interesante, también. Porque las dos notas, la de Bernades y la mía, estaban frente a frente y la jefatura de redacción, digamos, Castagna, Noriega, la mujer de Quintín (Flavia de la Fuente) estaban en desacuerdo con la publicación. Incluso me preguntaron a mí, y yo les dije que, si no se publicaba la nota de Bernades, yo tampoco tenía problemas en que no se publicara la mía. Pero fue Quintín el que dijo de publicarlas.

GO: Quintín te bancó, entonces.

RP: Me bancó y se cagaba de risa mientras leía la nota mía. El susto vino después. La vereda de enfrente fue una respuesta a todas esas cosas, digamos.

GO: Bueno, es que, volviendo al editorial del primer número, vos ahí hablás de la polémica como una necesidad. Y eso es algo que no sé si siempre lo conseguiste o si se siguió generando. Me arriesgaría a decir que no.

RP: La Argentina tuvo una tradición de polémicas, diría yo, en todos los órdenes: los grupos de Boedo y Florida, la revista Sur contra las otras revistas, y viceversa, la polémica entre Lisandro de la Torre y el cura Franceschi. Es decir que había algo. Después eso se fue perdiendo y yo creo que, hoy en día, está prácticamente perdido. En términos de polemizar con otro, ¿no? Parece que cada uno tuviera su razón absoluta, y eso hace que no se produzca ese ida y vuelta, aunque haya grietas y cosas contrapuestas. Lo que hay son posturas: yo estoy de este lado, vos estás del otro y así. Pero polémicas, no.

GO: Yo te lo preguntaba porque, leyendo la revista, uno puede notar que esa idea de polemizar se da incluso al interior de la misma; que no se trataba solamente de lanzar ataques contra los demás. El intercambio que tuviste con Lucio Schwarzberg es un gran ejemplo de esa lógica.

RP: La idea de tener polémicas con el afuera, desde ya que era un hecho. Pero también, como decís vos, me interesaba discutir con el adentro. Schwarzberg polemizó conmigo; Eduardo Rojas también lo hizo. Incluso hubo un momento en que Eduardo se enojó mucho por lo que yo decía de los radicales, creo, en la nota sobre Martín Hache. Después, yo tuve la intención de iniciar algunas polémicas, pero lo que pasó fue que, o no recogieron el guante, o directamente no se enteraron. Lo que escribí en contra de David Viñas y su opinión sobre Madadayo, que para mí era la de un tipo que estaba ciego, que no había entendido un carajo, nunca tuvo respuesta, por ejemplo. Es probable que no se haya enterado nunca. La vereda de enfrente fue una revista muy marginal.

De todos modos, y yendo a tu pregunta inicial, la idea principal siempre fue la de tener un espacio donde se pudiese escribir lo que no se podía escribir en otros lugares. Los diarios ya no tienen, como en algún momento lo tuvieron, un espacio dedicado especialmente a la crítica de cine. Eso desapareció ya hace mucho. De hecho, La vereda… se hizo con muy poca plata, que fue la que puso mi cuñado, mayormente. También fue él el que consiguió que la imprenta nos hiciera un muy buen precio para imprimir la revista. Después, nadie cobraba un mango. Ni yo, ni los otros redactores.

GO: Eso me interesa. No la guita, sino la convocatoria de los redactores, porque pasa que, en general, se trata de gente que no venía del palo del cine. Sin ir más lejos, El Amante fue creada por gente que venía de otros ámbitos: Quintín, de las matemáticas y Noriega, de la biología. Como si la cosa tuviera que ver con el amateurismo, en tanto pasión por el cine, y que fue uno de los requerimientos que vos exigiste para escribir en la revista, y no con el academicismo o la profesionalidad.

RP: Yo odio la academia. Te lo digo así, directamente. Y aunque es una manera de decir, porque tampoco pongo tanto énfasis en ese odio, la verdad es que no tengo, ni quiero tener, ningún tipo de comunicación con ese mundo. Con El Amante pasó que Quintín y Noriega tenían unas computadoras que, para la época, eran de lo más avanzadas. Y con eso armaron un proyecto en el que no les fue bien. O les fue bien un tiempo y después, no. Entonces pasó que tenían las máquinas esas pero no sabían qué carajo hacer. Hasta que alguien, no sé quién, propuso hacer una revista de cine. A ellos ni se les había cruzado por la cabeza. De hecho, se preguntaron si debían hacerla o no. Hasta que se convencieron de que a todo el mundo le gustaba el cine y ahí la largaron. Esa fue la génesis interna, digamos.

Podríamos decir algo parecido de La vereda…, pero no fue tan así. A mí el cine me interesó desde siempre. Desde pibe, que iba por lo menos tres veces por semana al cine de mi barrio, en Parque Chas. Y desde los quince en adelante, ya con otro interés.

GO: Y por ir tanto al cine dejaste pasar la posibilidad de jugar en Boca.

RP: Ese fue uno de los errores de mi vida (risas). Me mandaron telegrama convocándome, dos veces, pero no fui. También me llamaron de Atlanta. Pero a esa altura ya me había picado el bicho del cine y la literatura. Yo vengo de una familia no lectora en general. Mi casa no era una casa donde había libros, más allá de alguno que otro. Y yo a los quince era un boludo, pero me acuerdo que salí de ver Maigret tend un piège (Maigret tiende una trampa), una película de Jean Delannoy, con Gabin, y dije yo quiero esto. No sé cómo, pero quiero estar ahí. Por eso cuando me llamaron no fui. Ya estaba en otra. Si no estaba en el cine, estaba en los bares leyendo algo. Pero así, indiscriminadamente, sin orden. Ya estaba perdido, digamos.

GO: Volviendo a la revista, es muy gracioso notar que, en más de un lugar, cuando hablan de su nacimiento, dicen: «según Pagés, él la fundó, la dirigió y la fundió».

RP: Suelo decir eso, sí. Lo de fundir lo digo porque en algún punto es cierto. Porque había gente a mi alrededor, como Julio Orione, que tenía experiencia en los medios, que me sugería poner en tapa algo más comercial, que sea lo más atractivo posible para la mayor cantidad de gente, pero si a mí me parecía que tenía que ir otra, que a mí me interesaba más… bueno, iba en tapa esa.

GO: Sin embargo, hay tapas dedicadas a Tarantino, a Coppola, a Ken Loach.

RP: Sí, pero ese Tarantino no era el Tarantino de hoy en día. Además, esa nota que le dediqué no era apta para menores ni para señoras con facilidad para escandalizarse. Yo creo que esa es una nota sintomática de lo que fue La vereda de enfrente. ¿Dónde se hubiese podido escribir una nota así? Únicamente en una revista que dirigiese yo. El lenguaje de esa primera película de Tarantino (Perros de la calle) está, de alguna manera, transmitido a la nota. Todas las referencias a la pija y a la concha, yo las nombro. Además de que me parece brillante la interpretación que hace de la canción de Madonna.

GO: Pero hoy ya no te llevás tan bien con su cine. Leí por ahí que Érase una vez en Hollywood no te gustó.

RP: No, no me gustó. Ayer justo la estaban dando por la televisión y me quedé un rato viéndola y me sigue pasando lo mismo: me aburro mucho…

GO: Pero además decís que hace trampa.

RP: Sí. Con el tema de Sharon Tate hace trampa. Trampa inmoral, para mi gusto. Es un tema muy jodido como para tratarlo así; es un tema demasiado doloroso. Ella estaba embarazada, y todo ese simulacro metafórico, previo a la muerte, con el lanzallamas en la piscina y esos pibes, que son muy parecidos, o similares, a los reales, para después terminar con Tate invitando a Di Caprio a tomar algo, es una parodia que no me cierra. Fue una matanza muy jodida como para representarla así.

Para mí, Tarantino empezó bien, por eso elogié esas dos primeras películas. La tercera, Jackie Brown, también me gustó y creo haber escrito algo por ahí, que ahora no me acuerdo. Pero digamos que ahí empieza la etapa adulta de Tarantino, donde yo sospecho que no le fue tan bien y que es por eso que decidió volver a refugiarse en su etapa adolescente. Para mí, Érase una vez en Hollywood es una película de un tipo que todavía está en el videoclub: mira películas todo el día y después, cuando tiene que hacer una película propia, copia fragmentos de todo eso que vio. En ese sentido, Tarantino la pasa fenómeno. Es un cinéfilo absoluto, pero en algún momento hay que trascender eso. Ayer, el fragmento que enganché por la televisión era la escena donde Pitt se pelea con Bruce Lee, y me pasó lo mismo que la primera vez que la vi: nada. Es una escena que no tiene que ver con nada. La ves y te preguntás qué carajos es eso. ¿Para qué está esa escena ahí? ¿Para que la película dure tres horas? Bueno, en principio está porque a Tarantino le gusta todo ese mundo de las artes marciales. Pero también está claro que no tiene nada que ver con el resto de la historia.

GO: Volviendo a la revista y a ese editorial -perdón, pero para mí es muy significativo-, vos hablás de un cine argentino casi inexistente en la época. Hay un texto de Rojas celebrando a Rapado pero con algunas reservas. En el último número (diciembre del 97) hay un comentario breve, también de Rojas, llamando la atención sobre Pizza, birra, faso, vista por primera vez ese año en el festival de Mar del Plata. La vereda… deja de salir un año antes del estreno comercial de esa película. Pero, a su vez, una de las tapas está dedicada a Graciadió, de Perrone, que además era el dibujante de la revista.

RP: No había pensado en eso. Probablemente se dio de un modo azaroso, aunque tal vez no haya sido así. No sé. Yo había ido a ver una película de Docampo Feijóo, una que transcurría en Viena, o en Praga (Los amores de Kafka). Y salí indignado. Volviendo por Corrientes, con mi mujer de aquel entonces, pasamos por el San Martín y vimos que daban Ángeles, de Perrone, y yo no tenía la más puta idea de qué era eso. Pero me dio curiosidad y me metí a verla. Después escribí una nota en El Amante cruzando las dos películas, haciendo mierda a la de Docampo y elogiando a la de Raúl, a quien yo conocía del viejo Uncipar, donde él iba a mostrar las películas en 8 mm. que hacía por aquella época. Yo también iba, se armaban debates. Más adelante, cuando coincidimos en Tiempo Argentino -él era el dibujante del diario-, un día se me acercó y me preguntó: ¿Vos sos Pagés? Sí, le respondí. Te reconocí por la voz, me dijo. Por eso después, cuando armé La vereda de enfrente, pensé en él para que sea el dibujante de la revista. Se lo propuse y aceptó.

GO: Volvamos a eso, porque hace un rato te hice la pregunta por el staff amateur de la revista y nos terminamos yendo a otro lado. Contame cómo armaste ese equipo.

RP: A ver, a Eduardo Rojas yo lo conocía porque lo tuve como alumno en la Asociación de Cronistas Cinematográficos. Y era un tipo que, en general, no hablaba, o hablaba poco; supongo que por timidez. Pero cuando decía algo, a mí me atraía eso que decía. Me parecía que tenía una mirada interesante. Y un día le dije que empiece a participar más de los debates que se daban en las clases, y ahí se empezó a soltar. Entonces, cuando empecé a pensar en La vereda de enfrente, uno de los primeros a los que llamé fue él. Y yo sabía que no había escrito nunca, pero me acuerdo que lo llamé a las doce de la noche y le dije si quería escribir crítica de cine en la revista que estaba por sacar. Me dijo que él nunca había hecho eso y yo le dije que a lo mejor era el momento de empezar. Y así fue. Creo que hice bien, ¿no?

A Lucio Schwarzberg lo levanté de El Amante. Él se fue de ahí más o menos como yo. Y eso que era amigo de Quintín y Noriega, pero había cosas que escribía que a ellos no les gustaba. Entonces lo agarré yo. Llamé a Pablo Valle, pero la verdad es que no me acuerdo bien cómo fue la cosa. Guido Gabucci me vino a hacer una nota por la Universidad de La Matanza, era un chico muy joven. Un día escribió algo, me lo mostró y se terminó sumando. Gustavo Costantini tampoco me acuerdo bien de qué lado apareció. Después estaba Marisa Simón, que era mi mujer en ese entonces -una mujer hermosísima-, profesora de literatura, que escribió algunas notas muy lindas. Sobre Perrone, por ejemplo. Pero también fue un gran apoyo para mí en el momento de hacer la revista.

Y así se fueron sumando otras personas, que conocieron la revista a medida que fue saliendo y terminaron incorporándose, u otros que asistían a mis cursos, como Pablo Ventura.

GO: ¿Y por qué creés que la revista duró tan poco?

RP: Como te dije antes, cuando te nombré a  Julio Orione, con quien yo ya había trabajado en otro diario, y que era un periodista científico, que leía mucho, que iba mucho al cine, al teatro y que entendía de estas cosas y fue el que siempre intentó balancear la revista para que se mantuviera -era el más profesional de todos, digamos-, puede que una de las razones haya sido mi testarudez. Pero también creo que duró poco porque la tirada era chica, porque la distribución era complicada y porque la gente estaba en otra. Los años noventa fueron un desastre con el menemismo. No había público.

GO: Esa es una de las cosas que te quería señalar: en ese año y pico que dura La vereda…, a lo largo de los números se puede percibir ese clima de desencanto con el contexto político. Sobre todo en tu caso, que nunca anduviste con vueltas y que decías las cosas con nombre y apellido.

RP: Bueno, de eso yo no me di cuenta en el momento, pero vos lo decís y te creo. También hay algo personal ahí: si leés el último número, vas a notar que no hay casi textos míos. En ese sentido, debo decir que, si en los primeros números hay muchas notas mías, es porque éramos pocos. De hecho, tuve que inventar el seudónimo de Antonio Palau para que no pareciera que era la revista de un solo hombre. Pero también pasa que yo estaba entrando en la etapa de dejar de interesarme por la crítica cotidiana, los estrenos y todas esas cosas que había hecho durante tantos años, para empezar a meterme más con la literatura. Me había cansado eso de ver todas las películas y cubrirlas y escribir. Cuando me fui a Europa, me dediqué a escribir ficción más que nada.

GO: Esto que decís me hace acordar a tu participación en esa película mítica, casi escondida, que es Cinéfilos a la intemperie. Ahí vos ya estabas hablando del desinterés creciente del público con respecto al cine.

RP: Ya se veía venir, sí. Y fijate que esa película, aunque se terminó muchos años después, se grabó a fines de los ochenta. A mí me entrevistó Taruella en el 89. Hasta ese año la cosa fue muy bien. En los cursos que yo daba en Cronistas tenía un grupo fijo de treinta y nueve personas todo el año, de abril a noviembre. Después vino la hiperinflación, Menem, y ahí ya se empezó a venir todo abajo. Había gente que venía a hablarme, y no te miento, con lágrimas en los ojos porque no podía seguir pagando. Yo bequé a dos o tres, pero mucho más no se podía hacer. No te sé decir la cifra exacta, pero pasamos de treinta y nueve a veinte personas; después a quince, y así hasta que llegó un momento en que no tenía sentido seguir. Tanto esas situaciones, así como lo que vos señalás de La vereda de enfrente, son cosas que de algún modo reflejan la decadencia y el deterioro del país a través de los años.

GO: ¿Y hoy cómo te llevás con las películas y la crítica de cine? Imagino que ves y leés mucho menos que antes.

RP: Hay una parte mía que tiene que ver con esta propensión a la soledad que tuve siempre. Puede que haya alguna nota que me llame la atención, o puedo incluso hacerla notar yo. Pero eso no me acerca a la gente. Estoy alejado del ambiente. Soy amigo de Marcos Vieytes, que escribe unas notas bárbaras y otras que no me atraen tanto -y se lo he dicho-, pero más allá de eso no tengo trato con la crítica de cine. A veces me gustan algunas cosas que leo y otras, me sorprendo: a Luciano Monteagudo, por ejemplo, le he leído buenas notas, pero el otro día escribió sobre Pino Solanas como si fuese un genio del cine y me quería morir. Yo creo que ahí hay una cuestión ideológica y de amistad. Le pasó a Verbitsky, también, que se conocía con Pino desde pendejo. Hay una cuestión afectiva ahí, que no es la que tengo yo. A mí El exilio de Gardel me parece un desastre, y, además, me dio bronca cuando se estrenó: una película for export, de una presunta poética que no tiene un carajo que ver con el tango ni con la Argentina. La hora de los hornos en su momento me interesó, pero no sé qué me pasaría hoy si la volviese a ver. Porque son películas muy enraizadas en la época. La que me gustó mucho fue Los hijos de Fierro. Esa película tenía una épica muy atractiva. Pero después, cuando veo que hace una película sobre los pueblos que quedaron abandonados porque ya no pasa el ferrocarril, a mí me quita las ganas. Porque me lo dice antes de ir a ver la película, pero después voy a verla y me lo vuelve a decir. Yo prefiero que esas cosas aparezcan en la ficción. Que el espectador se dé cuenta, al ver las imágenes, que ese es un lugar abandonado porque ya no pasa más el ferrocarril. La parte del león, o Últimos días de la víctima, son películas absolutamente políticas, hechas en dictadura, pero que reflejan lo que pasaba desde la ficción: ¿de qué se hablaba en la Argentina en esa época? Todo el puto día de guita, se hablaba. La parte del león trata de eso, de un pobre imbécil que no para de hablar de guita y que cree que se puede quedar con un pedazo de esa bolsa llena de guita que afanaron otros. El 2001, ¿quién lo pintó mejor?: Bielinsky con Nueve reinas. Pero no te lo dice así. Te cuenta una historia donde se cagan unos a otros. Ahora, si vienen y me arman un documental sobre eso, no es que me parezca  mal, pero no me interesa.

GO: Seguís viendo a los viejos contadores de historias, digamos.

RP: Por supuesto. Si Eastwood hace una película, desde ya que voy a verla.

GO: Me hacés acordar a esa nota que escribiste en La vereda… y que titulaste Eastwood y yo, fascistas.

RP: Claro. Por supuesto que ese era un título irónico. Yo lo tomé porque todas las críticas de ese momento lo acusaban de fascista. Y, a lo mejor, en su vida privada lo es, pero en su cine yo no veo eso. Sobre todo en su cine de los últimos veinte, treinta años. Más bien pinta un Estados Unidos que pocos se han atrevido a pintar. Y va desde las familias de la América profunda hasta el presidente. Poder absoluto es un ejemplo de esto que te digo.

La moral de Eastwood es algo que yo comparto en esa película. Yo soy de los que piensan que, a veces, lamentablemente, al mal hay que combatirlo con el mal. Ir y decirle a Hitler: mire, Don Adolfo, déjese de joder un poco, no va a funcionar. No te va a dar pelota. Y te va a hacer mierda. En una de las de Harry, el sucio hay una escena, creo que en una cancha de béisbol, donde Eastwood tiene la posibilidad de pegarle un tiro a otro y no lo hace. Lo hace después, cuando están en peligro los pibes, cuando ya no hay forma de que ese tipo pare. Eso es algo que hace De Palma, también. Cuando están los chicos de por medio, no perdona. En Carlito’s Way, el protagonista prefiere pegarle un tiro al compañero antes que terminar matando a un pibe. Dentro de esos mundos de crímenes y drogas, hay una moral que estos directores sostienen. A mí me atrae eso.

Sin ir más lejos, a Aristarain también lo tildaron de fascista en Un lugar en le mundo. Por la escena esa en la que Luppi quema la lana para volver a empezar todo de nuevo. Me acuerdo que Sergio Wolf me dijo eso y lo mandé al carajo. No digas boludeces, le dije.

En Los intocables, cuando matan a esa chiquita al principio, con la bomba que explota en la tienda, ahí Kevin Costner se vuelve loco y dice que a estos hijos de puta hay que ganarles. La escena en la iglesia con Sean Connery también es significativa en ese sentido. Es así: si sacan un cuchillo, vos sacás un revólver; si sacan un revólver, vos sacás un cañón. No podés hablar con Al Capone. No vas a llegar a un acuerdo.

Con esa nota que mencionás, y con La vereda de enfrente en general, quisimos dar cuenta de eso, creo yo. No sé si lo logramos, pero al menos lo intentamos. Fue una linda aventura.

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