
El agua es el campo de batalla en Capitán de mar y guerra. Eso informan las leyendas del comienzo y eso es lo que deja ver el travelling cenital y silencioso del océano con el que abre la película de Peter Weir, donde también se nos dice que es 1805 y que Napoleón, en el afán por extender sus dominios hasta el Pacífico, azota los mares a través del imponente Acheron, un buque de guerra fantasmal y preparado para el combate marítimo, al que solo puede hacerle frente el Surprise, una fragata inglesa comandada por el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe), un barco barroco y tan frágil como aguerrido. Sin embargo no hay batalla ni guerra en esos primeros minutos. Por el contrario, hay un despliegue virtuoso, casi coreográfico, de los elementos y el espacio. Weir filma con una elegancia absoluta el interior de una nave llena de materialidad y humanidad por igual. Todo es agua y silencio en ese comienzo. Todo se iguala, aunque no todo es igual. Después vendrán las balas de cañón, el viento y la música. Pero en Capitán de mar y guerra no hay cumbre que conquistar ni descenso adonde ir a purgar culpa alguna. El Surprise es el mundo (“nuestra patria”, dirá Aubrey casi sobre el final), un mundo que sobresale en esa planicie marítima similar a los desiertos que Weir ha sabido filmar en películas anteriores, un mundo donde justamente hay un contrapicado notable que nos muestra la heterogeneidad de los hombres que lo habitan mientras el doctor del grupo (un gran Paul Bettany) opera a un herido. El Acheron, en cambio, supone una abstracción, un absoluto amenazante e imprevisible, al que solo se lo puede reducir mediante una maqueta que se le asemeje y permita estudiarlo. Horizontalidad versus verticalidad, superficialidad del espacio versus profundidad del cuerpo. Weir establece sus coordenadas, y es esta configuración la que nos permite pensar que tal vez no estamos ante una película bélica o de aventuras, sino ante algo más grande que esas etiquetas. En todo caso, Weir construye un relato que transcurre en un contexto bélico pero para mostrarnos otra cosa. Desde siempre, al australiano le ha fascinado el choque entre lo material y lo enigmático, le ha fascinado la confluencia, más armoniosa que caótica, de esas formas contrapuestas. Es por eso que ubica su historia en un tiempo de duda, de intuición, de puja entre la racionalidad y la fe: en Capitán de mar y guerra hay hombres de ciencia que creen en Dios (el doctor) y hay hombres de Dios (Aubrey) que se aferran a la ciencia cuando es necesario. Hay hombres que se pierden en el mar (Warley), primero por necesidad, cuando se vuelve inevitable cortar las cuerdas para que el barco, y con él la tripulación, no se hunda (momento sublime en el que a su vez Weir hace sonar una música de cuerdas para convertir la tragedia en hecho mítico), y después por superstición. A Weir también le fascina la seriedad con la que los hombres se toman los mitos que los preceden: todos los tripulantes creen que el Sr. Hollom (Lee Ingleby) está maldito, que es el Jonás de la historia, y será por eso que éste, convencido de esa mirada externa, de los murmullos a su alrededor, se sacrificará y se perderá en el mar al igual que Warley. Son dos sacrificios (presentes en toda película de Weir) realizados en pos de una creencia, necesaria y práctica en el primero de los casos, voluntaria en el segundo.

A Weir también le fascinan las señales, no por lo que estas representan o significan, sino por lo que tienen de inexplicable. Y por la influencia que ejercen sobre los hombres. Al capitán y al doctor los distancia la visión realista del mundo (“Pelea como tú, Jack”, le dice este último a Aubrey cuando el Acheron sorprende al Surprise por segunda vez y el capitán se pregunta por los motivos que derivaron en ese ataque. El doctor es la reflexión racional que a lo largo de la película atenúa cualquier atisbo de incertidumbre o incógnita), cada uno tiene su ética, cada uno se rige por una serie códigos contrapuestos, pero a los dos los une (y los seguirá uniendo) el lenguaje misterioso de la música y el sudor, que en más de una escena cae por sus rostros y los iguala, como hombres de mar y como hombres hechos también de esa sustancia vital que los desborda por dentro y por fuera. He ahí la belleza de una película en la que, más allá de la trascendencia y la metafísica sugeridas en algún pasaje, todo pasa por las manos, todo termina volviéndose necesariamente material: las ejecuciones de chelo y violín que los dos protagonistas principales realizan al comienzo y al final de la película, los catalejos y los remos utilizados por la tripulación para divisar o engañar al enemigo, las cirugías a cielo abierto del doctor (“deje la red y use las manos”, dirá en una escena), los arreglos del barco a cargo de un tal Lamb (“Lamb hará cuanto esté en su mano”, afirmará el capitán), los innumerables disparos, de pistolas, de cañones, para dar (y darse) muerte cuando haga falta y las simulaciones, que no tienen que ver solo con el golpe final, sino con lo que hace Weir desde el primero hasta el último de los planos: simular un mundo, simbolizarlo y reducirlo a una embarcación para luego cargarlo de planos tan realistas (en su sentido más físico) como artificiales en cuanto a la emoción que los mismos generan. Para Weir la ciencia (que en este caso supone un avance en estrategias de guerra y un arma válida para pelear por una causa justa) es tan necesaria como la fe. Por eso el Surprise se convierte sobre el final en una “sirena” que en vez de cantar echa humo. Es un canto silencioso que atrae pero que no mata del todo, sino que envuelve y que permite prolongar la batalla. Es en ese despliegue enrarecido de niebla y humo, de balas y sables, de cuerpos y sangre donde el mundo de Capitán de mar y guerra se deja ganar por el silencio del mar y los sonidos de la música y la guerra, por la tragedia inevitable que renueva la esperanza y por las incertidumbres que más temprano que tarde se volverán certezas.
Pensemos en el título de la película en español y dejemos de lado por un rato el cargo militar al que hace referencia: es probable imaginar a un hombre poniéndose al mando de una guerra, asumiéndose como capitán del conflicto, pero ¿habrá algo más poético que un hombre intentando dominar el mar? ¿Habrá proeza más imposible de materializar que esa? Difícil dar una respuesta concreta, pero Weir sabe que peor sería no intentar esa gesta. Por eso su película termina con la imagen del Surprise partiendo nuevamente en busca del Acheron, que a esa altura se funde con el horizonte siempre inalcanzable. Y por eso, también, Capitán de mar y guerra nos presenta un mundo creíble y amable, pensado con la profesionalidad de un viejo sabio, pero puesto en escena con el amateurismo y la intuición que solo conservan aquellos artistas que aman lo que hacen y que saben -a veces- lo que hay hacer, o, mejor dicho, lo que hay que seguir haciendo; en este caso, uno de los cines más bellos y perdurables de todos.
Capitán de mar y guerra (Master and Commander: The Far Side of the World, Estados Unidos, 2003). Dirección: Peter Weir. Guion: Peter Weir y John Collee. Fotografía: Russell Boyd. Música: Christopher Gordon, Iva Davies, Richard Tognetti. Reparto: Russell Crowe, Paul Bettany, James D’Arcy, Max Pirkis, Lee Ingleby, Robert Pugh, David Threlfall, Edward Woodall, Ian Mercer, Billy Boyd. Duración: 137 minutos.
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