
Se acercaban los finales de los 80s, teníamos en nuestro haber el sueño americano hecho cine. Crecíamos junto a Los Goonies, Cuenta Conmigo, Volver al futuro, E.T, Laberinto, La historia sin fin, Karate Kid, películas donde los niños eran los protagonistas, testigos de un mundo arruinado por adultos, y que en sus bicicletas, skates o caminando, huían en busca de otros presentes. La costa Mosquito (1986) también está narrada a través de la mirada de los niños, en el relato del hijo mayor (River Phoenix) y en todas las miradas inquisidoras de sus hermanos al padre, Allie Fox (Harrison Ford), un autodidacta, inventor -otro héroe romántico de aquellas películas de aventuras, el inventor loco y fracasado, como aquel padre de familia en Gremmlins-, un ferviente opositor al modo de vida americano, basado en el capitalismo y en la sociedad de consumo, que persigue el ideal de abandonar esa civilización destinada al fracaso y la autodestrucción y comenzar de nuevo en un mundo virgen, en medio de la selva Nicaraguense. Peter Weir sigue eligiendo contar la historia de personajes que se encuentran en las orillas, de outsiders enfrentándose a un mundo hostil, dejando todo detrás y yendo a la caza de la utopía, en este caso, con reminiscencias de aquellos socialistas utópicos como Owen o Fourier, que parten de una perspectiva de progreso y confianza en el hombre y la tecnología, planteando la presentación de sociedades ideales imaginarias, siendo estos ideales el motor principal para cambiar a la sociedad. Basada en la novela homónima de Paul Theroux, el film deja entrever el peligro de seguir los ideales de un padre de familia alienado que, a través de decenas de máximas anti sistema, nos demuestra que hay un mundo posible más allá del mismo, huyendo de la sociedad capitalista para construir una contrasociedad comunitaria basada en la igualdad, la fraternidad y la libertad. Pero a lo largo de la historia, todas y cada una de esas máximas serán destruidas por las inclemencias del clima, la población hostil carente de las condiciones subjetivas para llevar a cabo un cambio radical, la pasividad de los habitantes de Mosquitia, influenciados por doctrinas religiosas, la amenaza de un grupo de bandidos armados, además de presentar al padre como un fanático en constante frenesí, cegado por sus ideales “adolescentes” anclados en los 70s, que lo llevan a la autodestrucción, en claro metamensaje acerca de lo que les sucede a quienes osan desafiar las leyes del sistema. Paradójicamente, es en la mirada de los hijos donde se sugiere esa desconfianza e incredulidad en la concreción del plan “delirantemente” revolucionario, como si los jóvenes adivinasen ya los desvíos futuros, sentenciando extravíos, algo que generalmente sucede con las generaciones mayores, que, desencantados por sus propios sueños caídos, entienden que ese cambio es solo una fantasía infantil.
Con el pretexto de la fabricación de hielo y consecuentemente un sistema de refrigeración orgánico como dinamizador de una nueva sociedad, cooperativa y utópica, Allie se aventura en una expedición río arriba al mejor estilo “La familia Robinson” -aquella en que el padre tenía la intención de enseñar a sus cuatro hijos los valores familiares, las buenas costumbres, los usos correctos del mundo natural y la confianza en uno mismo, siguiendo los preceptos roussonianos de la época-, aunque el devenir de los acontecimientos hace que Allie Fox sea el artífice de una «Familia Robinson» en “el corazón de las tinieblas”, llegando a transformarse progresivamente en una especie de Jack Torrance de El resplandor, desencajado por su afán de construir allí, en una tierra donde sus habitantes ni siquiera saben lo que es, una máquina que fabrique hielo (similar a lo que ocurre en Macondo con ese hielo que la mano de José Arcadio intenta leer para poder internalizarlo), un óvalo de hielo que será transportado y mantenido en paños sagrados, casi como una de las cinco rocas “Shankara” entregadas por Shiva que Indiana Jones debe recuperar. Veremos entonces al protagonista tratando de mantener el hielo en medio del trópico, como símbolo de lo imposible de su misión, de su “conquista de lo inútil”. Veremos el hielo produciendo ese júbilo y temor, esa contemplación, adoración y misterio, pero también destrucción. Veremos en el hielo, como síntesis de lucidez y de locura, la fiebre de un hombre que, como en Fitzcarrlado, o Aguirre, lleva al límite sus anhelos, considerados absurdos por aquellos que los rodean.

Haciendo arrastrar en constante frenesí enormes tubos en pendientes, cuesta arriba, recordándonos aquel otro barco en la Amazonia peruana, como un héroe herzoguiano, Harrison Ford se adentra en la selva, persigue tribus escondidas, se rodea de nativos para llevar a cabo su plan, se encoleriza cuando las cosas no salen a su manera, perdiendo la compostura. Así como Fitzcarraldo lleva al límite insospechado su deseo, Allie hace lo mismo con un ideal algo más filantrópico, pero que, paradójicamente, en su concreción va descuidando a su familia, a la siempre coronada Helen Mirren, y sus cuatro hijos, convirtiéndose en una especie de embrión del Sargento Kurtz de Apocalipsis Now. “Cómo es que América, la tierra de las oportunidades, se tornó así, , dándonos el miserable desecho de su ribera apuntalada: toma Coca Cola, mira TV, consigue dinero fácil, únete al crimen, el crimen paga bien en este país (…) vende chatarra, compra chatarra, come chatarra”, son algunas de las máximas Al-Gorianas, tan repetidas y sobrevaloradas hoy en día, de cara a los movimientos ambientalistas, pero una cosa es la realidad y lo romántico de esos discursos, y otra una real amenaza al sistema y qué es lo que sucede cuando un hombre se atreve a quebrar ese equilibrio capitalista. En perspectiva, quizás hoy, el personaje de Harrison Ford sea un héroe incomprendido y no un desquiciado luchando contra el sistema; aclamado por Hollywood, con un lugar reservado en los Oscars, emitido por Netflix y auspiciado por Coca Cola y otras empresas para lavar sus culpas, en ese modo gatopradista de cambiar para que nada cambie que estamos acostumbrados a presenciar. “Trabajadores inmigrantes, bien lejos de la jungla, los negros creen que esto es el paraíso”, dice Allie sin entender cómo los afroamericanos eligen vivir en América en vez de en su continente original. Ante las miradas desconcertadas de ellos, él insiste en sacarlos de esa opresiva realidad de dominación, creando una especie de falansterio en medio de la selva, al estilo de una Viridiana moderna – aunque sin los ideales religiosos de ésta-, con la cual se enfrenta a las acciones de los misioneros que predican un discurso de aceptación, instando a las comunidades de la selva a una vida de resignación y a la espera de un reino de los cielos. Ni uno ni otro, nos dice Weir, los extremos son malos, es en el equilibro donde tenemos que encontrar la salvación de América o el mundo.
Lejos estamos de querer continuar con las interpretaciones sobre las ideologías políticas o socioeconómicas que presenta el film; lejos porque es un film al que queremos más allá de esas apreciaciones; lo queremos porque somos hijos, últimos herederos de ese mundo de aventuras -representado por los volúmenes de la colección RobínHood- y porque nos transporta a ese vínculo con lo imposible, a cuando teníamos la esperanza de vivir al menos alguna experiencia como Robinson Crusoe y jugábamos a perdernos y naufragar en La Isla de Gilligan; pretendíamos ser Bomba, el niño de la selva, nos fascinaba la historia del buen salvaje, leíamos a London y a Conrad en adaptaciones juveniles y acortadas, teníamos ansias de Islas del Tesoro, algo de Huckleberry y el río, todos los ríos, la supervivencia, o de encender una hoguera para hacer hielo y cambiar el mundo, como pretende hacer Allie, construyendo una torre de Tesla en medio de la selva, esa especie de tótem científico, para habilitar la magia del hielo. Queremos a La costa Mosquito porque es, ante todo, una historia sobre padres e hijos, la misma historia contada una y otra vez, el hijo que ad/mira al padre, reconociéndose en él (“el mundo le pertenecía a mi padre”, comienza diciendo sentado a su lado en la camioneta); los largos y agobiantes días en la selva servirán para realizar su “caída de los dioses” necesaria para poder ser; y todo concluye en una canoa a la deriva, torciendo el deseo de su padre agonizante de continuar río arriba, yendo hacia el océano, como quiere el hijo que, triste y en éxtasis, lo despide para volver a nacer –en palabras de Luciano Luterau, “si algo caracteriza a la paternidad es su condición simbólica, la introducción en una tradición y la trasmisión de una falta. Sin saberlo, el niño sabe que la muerte del padre es lo que hace de un hombre un padre y de él, un hijo”- en una canoa a la deriva en un viaje caótico, solitario, desquiciado, casi como el del final de Aguirre, peor acá la ira es del hombre, no de dios; la ira del último hombre, muerto, silenciado… “Ahora, él se había ido y ya no tenía miedo de amarlo y el mundo parecía ilimitado”, termina diciendo el hijo.
Éramos chicos y River estaba vivo… Aún no sabíamos de paraísos perdidos, necesitábamos la aventura, el pacto entre amigos, poder perdernos antes de saber que esto se terminaría pronto. River vivía aún, sonreía, miraba serenamente, tenía un hermano llamado Leaf (hoy devenido en Joaquin) y decía “have a nice day”, como lo decía también en “Mi mundo privado”, antes de caer dormido en las rutas de Idaho…
La costa Mosquito (The Mosquito Coast, Estados Unidos, 1986). Dirección: Peter Weir. Guion: Paul Schrader. Fotografía: John Seale. Música: Maurice Jarre. Reparto: Harrison Ford, River Phoenix, Helen Mirren, Andre Gregory, Martha Plimpton, Jadrien Steele, Hilary Gordon, Rebecca Gordon, Jason Alexander, Dick O´Neill, Alice Sneed. Duración: 117 minutos.
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