“A las abejas no les importan las personas”, Alice Rohrwacher en la presentación de Le Meraviglie en el Festival de Mar del Plata de 2014.
Postales del país de la infancia. Milagros, abejas y la bondad en los márgenes. Siempre recuerdo esta frase y su risa en la función de aquel festival. Es interesante, y poco habitual, la posibilidad de escribir sobre la obra de una directora a la que le conozco la voz y los gestos por haberla visto y oído en persona. Recuerdo su risa jovial y su mirada cálida, su figura alta y desgarbada y su locuacidad.
Un poco de todo eso se refleja en sus películas. Podemos pensar que el fin de la infancia como un recorrido por cierto margen de la existencia es un tema que atraviesa su filmografía. Es cierto que con tres películas en su haber es fácilmente abarcable pero -y esto también es cierto- hay una línea estética y temática que las recorre. Entonces nos aventuramos a afirmar que las películas de Alice Rohrwacher tienen su propia impronta.
Esta joven directora italiana de apenas 37 años ya ha cosechado importantes premios con sus películas. Su debut, Corpo Celeste (2011), fue proyectada en la Quincena de los Realizadores, Le Meraviglie (2014) fue reconocida con el Gran Premio del Jurado de Cannes, el segundo mejor galardón tras la Palma de Oro, y Lazzaro Felice (2018) el premio al Mejor Guión en el último Festival de Cannes.
En rigor de verdad, Corpo Celeste es su primer película de ficción, antes Rohrwacher dirigió el documental Checosamanca en 2006, que se presenta como “una obra colectiva, nacida con la intención de hablar sobre el presente, prefiriendo la acción a la queja fácil sobre la ausencia del Estado y de la política”; una propuesta interesante que, lamentablemente, no se consigue por estas tierras.
Corpo Celeste. En su ópera prima hay una institución convocante, la Iglesia católica, y una precaria provisionalidad, esa de los recién llegados a una comunidad. De todo esto nos iremos enterando desde la mirada de Martha (Yle Vianello), que con sus trece años a cuestas y una infancia en Suiza recala en una barriada de Reggio Calabria con su madre y su hermana.
El escenario privilegiado será la parroquia, los jóvenes se preparan para la confirmación y en este ámbito aparecen Santa (Pasqualina Scuncia), la catequista y asistente del cura, y el mismísimo párroco Don Mario (Salvatore Cantalupo). Entre ellos tres se teje la trama de la película, donde aparece la soledad, el amor, la desazón, las dudas.
Es particularmente interesante la mirada de Rohrwacher sobre la burocracia de la fe, representada en ese ritual con el que la iglesia institucionaliza a sus creyentes más jóvenes. Santa envuelve en cierta modernidad sus clases de catequismo, con métodos poco convencionales, bastante kitsch, y los mismos dogmas atávicos del discurso religioso que tienen una respuesta para todo, aunque no responden las dudas de Martha.
El otro eje es el cura de esta parroquia, tan cutre que ni crucifijo tiene, un personaje desencantado y aburrido que cumple con eficacia su rol aunque solo quiere salir de ahí. Una muestra de su hastío (y de las variadas cuestiones institucionales de las que se ocupa la Iglesia) rerevelan en la recorrida por las casas de sus feligreses, mientras recolecta dinero y fideliza los votos al candidato de turno.
La mirada de Martha construye el paisaje: desde el balcón de su casa observa a los chicos que juegan en los alrededores entre la basura que se acumula en los terraplenes, y en una de las secuencias más hermosas de la película va con Don Mario a buscar (robar) un crucifijo en un pueblo abandonado, un territorio vacío en el que solo queda el cura, un hombre viejo y ajado como las ruinas en las que habita, que le hablará de un Jesús furioso que se pregunta «¿Señor, por qué nos has abandonado?».
La directora apuesta a un relato en el que predomina el tono documental antes que el interés narrativo, siempre con cámara en mano, a veces temblorosa e indecisa como los pasos de la protagonista, que acentúan la fragilidad de la mirada, a veces desconfiada, a veces desencantada. El tono sobrio, minimalista, la fotografía sucia (un gran trabajo de Hélène Louvart) y el aprovechamiento de la luz natural que confiere a todo el conjunto de una cierta belleza entristecida, acompaña perfectamente la mirada de la joven Martha. También es destacable la dirección de actores: todos ellos consiguen armar un cuadro de absoluto realismo, particularmente el personaje de Santa, la catequista.
A pesar del tono descorazonado del relato hay una apuesta a ir por más, pequeña pero clara. Será Martha -quién si no- la que atraviese los confines de ese lugar del que los adultos la apartaron con un “no hay nada más allá”, para alcanzar el milagro.
Le Meraviglie. En su segunda película Alice Rohrwacher vuelve a posar la mirada sobre las instituciones. Podemos pensar en la familia como fundante y, en el caso de esta familia en particular, ubicarla en los márgenes de la sociedad de consumo.
También será una niña transitando el fin de la niñez quien nos lleve a través del relato. Gelsomina (como la de Fellini), en la piel de María Alexandra Lungu, es la mayor de las hijas de una pareja de alemanes afincados en Italia. En las afueras de un pequeño pueblo, Wolgfang y Angélica (Sam Louwyck y Alba Rohrwacher) encabezan esta familia de apicultores que han decidido vivir por fuera de las reglas de la sociedad de consumo, lo más apartados de su influencia. El padre distribuye tareas y trabajos con una férrea disciplina y, a pesar de ser un personaje particularmente amargado, no deja de ser -a su manera- un padre amoroso.
Transcurre el fin del verano y a Gelsomina su mundo, esta comunidad familiar, se le hace cada vez más pequeño. Al filo de la adolescencia cuestiona, a su manera, las elecciones de los adultos que, por otra parte, le resultan incomprensibles. Sumado a ello está la distancia que su propia edad establece con sus hermanas más pequeñas -abandonar el país de la infancia es también una forma de ajenidad-, y siente la necesidad de rebelarse, tironeada entre el amor y la curiosidad. Hay un tema con las distancias y los roles, y este quiebre se manifiesta brutal aunque naturalizado al interior del grupo familiar en el uso de la lengua. Los adultos hablan entre ellos en alemán, mientras que a les niñes les hablan -y elles hablan- en italiano.
Dos episodios, de diferentes magnitudes, sacuden el universo familiar. Por un lado, la llegada de Adrián de mano de la Asistencia Social para sumarse a la granja como parte de -vaya uno a saber cuál- un programa de reinserción social; por el otro, la invasión y el revuelo que produce en el pueblo el desembarco de un programa de televisión (con todo el kitsch de la más rancia TV Italiana y con Mónica Bellucci -bella y distante- como la estrella), que además de grabar en la zona propone a los habitantes participar de un concurso con sus productos.
El asomo de la globalización y la crudeza de la competencia en la sociedad de consumo pondrán en evidencia el naufragio del proyecto familiar, las limitaciones de los adultos y su incapacidad para entender las nuevas reglas de juego que se les proponen.
Todo lo que en Corpo Celeste era gris, sucio y desangelado aquí es colorido, luminoso y cálido. Inclusive la misma aridez, el plano cenital de la casa y el terreno que la rodea, es invitador, amable, bello. Aquí el mismo tono íntimo es acariciante y apacible. Lo sensorial se nos aparece a través de la mirada de la protagonista y se detiene en el viento sobre los rostros, el asombro que produce la naturaleza, el agua, los cielos que contrastan con el artificio del armado de los escenarios del programa de televisión.
A diferencia del final esperanzador de su ópera prima, Le Meraviglie se despide con un tono de melancólico fracaso que, así y todo, resiste en comunidad el avance del capitalismo.
Lazzaro Felice. En su tercera y, por ahora, última película la directora se despega de los tópicos que visitó en sus anteriores relatos, aunque no del todo. Los márgenes siguen presentes en la crítica social -en este caso con toques de realismo mágico que, de alguna manera, la suavizan- a través de sus criaturas particulares. Quizás Lazzaro (Adriano Tardiolo) sea la síntesis de la inocencia perdida mezclada con la bonhomía de los tiempos simples, aunque no quede demasiado claro que tan buenos y simples eran los “viejos buenos tiempos”.
La película inicia atemporal, estamos en un enclave rural. Una pequeña comunidad que trabaja en una plantación de tabaco. Las familias, los lazos, la rutina, el trabajo, los patrones. A medida de que avanza el relato sabremos que este bucólico y muy atrasado paisaje es propiedad -en el más amplio sentido del término- de la Reina de los Cigarrillos, la Marquesa Alfonsino de Luna, y que sus “trabajadores” viven en condiciones de esclavitud completamente marginados del resto del mundo.
Fuera de este entramado de familias y lazos está el joven Lazzaro, con su rostro amable y su sonrisa angelical que le confieren casi un aire de santidad, como en las estampitas. Un muchacho bueno, servicial, que, como el resto, no cuestiona su devenir. Aparece en este escenario Tancredi (Luca Chikovani), el joven hijo de la marquesa, aburrido, vanidoso y charlatán, que encontrará en Lazzaro un escucha fiel y admirador. Esta “amistad” será algo novedoso y abrumador en la vida de nuestro protagonista.
Mientras tanto la realidad irrumpe en la plantación, la policía desarma la comunidad, al mismo tiempo que Lazzaro es una ajena víctima de otras circunstancias. Es aquí donde se juega el pasaje surrealista alla “Alicia en el País de las Maravillas”, en el que atravesar el espejo es despertar en el presente. Un presente que es todo lo ajeno y desconocido para Lazzaro.
Nuestro asombrado protagonista llegará a la ciudad (la de nuestro presente) con el mismo aspecto del pasado, y allí será cobijado por sus vecinos de ayer a los que el tiempo les ha pasado en el cuerpo pero no en las condiciones de vida. Y quizás en esto resida la matriz crítica de Lazzaro felice, en esa marginalidad, en las carencias, en la adaptación a aquellas condiciones que, desde siempre, parecen inmodificables. Es un gran mérito de la directora -que además es responsable del guion- el tono elegido para contar la historia. La utilización del absurdo a la hora de construir a los personajes sin caer en juicios morales sobre ellos y sus actos. Y la presencia de Lazzaro, siempre igual, que atraviesa todo el tiempo los tiempos que se retratan y que, de alguna manera, representan y generan la compasión, el amor por el otro, la solidaridad.
Desde lo formal, Lazzaro felice nos trae aires del neorrealismo italiano atravesado por el realismo mágico (tan sudamericano), con imágenes luminosas y planos muy trabajados y particularmente bellos que dan por resultado, en palabras de la directora, «(…) una historia clásica en la que el mundo cambia, se transforma y el ser humano sigue idéntico».
Para Alice Rohrwacher la elección del tono de la película se aleja de las lecturas de tono religioso y la ubica en un relato que asume el formato de una fábula: «Cierto que hay una gran crudeza social, pero el aire, el viaje en el tiempo, lo hace una fábula. Puede que incluso alguien pueda considerarlo religioso, aunque para mí sería una prehistórica religión, las creencias que nos unían a los seres humanos antes de que llegaran las religiones actuales. Cuando lo que vivíamos, en realidad, era la espiritualidad».
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: