Coca (Paulina Singerman) desprecia los jarrones que decoran la mansión donde vive. Tomás (Fernando Borel) tiene un trauma infantil que lo lleva a romper un jarrón cada vez que escucha un grito. Coca grita y se deshace de los jarrones. Y así, el amor surge. Lo de Discépolo es comedia y tragedia a la vez. Un vínculo nacido entre el caos (Coca es una descocada) y el control (Tomás es enviado por ambos padres, el de ella y el suyo, para “corregir” los despropósitos de la niña bien), traumas y caprichos, tendencias viciadas, que se unen en una armonía que se retroalimenta.

Coca es descocada, también, por la ausencia de sí misma, lo suyo es aún, un remedo de un yo, no tiene una identidad precisa, real, ser caprichosa y ser millonaria solo la definen superficialmente porque, hasta la aparición de Tomás, ella no es más que pura postura: su rebeldía nace del capricho, su seguridad, del dinero. La ausencia del padre, que vive en Nueva York desde hace tres años, por negocios y que se comunica con sus hijos a través de películas sponsoreadas, sumada a una madre muerta, hacen de ella y su hermano, una suerte de huérfanos de cuento, perdidos en un bosque que es mansión, donde además de habitantes estrafalarios (una tía hipocondríaca, un primo alienado por la música), merodean rufianes como lobos, para estafarlos y usar su firma para estafarlos a ellos y a otros.

Coca es puro deseo y voluntad desvirtuada (“lo que tiene, es ganas” dice de ella Isidro, el mayordomo), exige que la despierten y que la dejen dormir, olvida que tiene invitados para causas absurdas, como festejarle el cumpleaños a sus perros, gestos despreciados por los invitados, que aún así asisten, por temas de alta sociedad, suponemos, o para burlarse. O solo porque están acostumbrados. Sus causas supuestamente benéficas, también absurdas, obligan a los pobres a bailar con mallas, porque es una forma -según ella- de enriquecer sus espíritus, pero esto no deja de darles vergüenza, y lo sienten como una forma de humillación, en tanto es condición para recibir lo que en el fondo es una limosna.

“No va a servir” dice de la mucama nueva, porque no la ve preparada para sus gritos, su práctica de catch, sus delirios. Pero en realidad, no va a servir porque le teme. Ella, lo que espera, es un contrincante, una guía, un freno y a su vez, un faro.

El hermano, por otro lado, compra equipos de cine para una película que nunca hará, porque va siempre de contramano: cuando le preguntan si recién se levanta, se está acostando, y cuando le preguntan si se está acostando, recién se levanta. El cine, una vez más, como un intento de comunicación distante, fallido, postergado. Es absurdo, pero como en sus propios tangos, Discépolo se ríe para no llorar. Estos personajes son caricaturas de una clase que manda pero que está vacía, una situación de soledad y desesperanza.

Tomás, por otra parte, quien se supone que trae el orden, viene fallado por el control. Traumas infantiles, un padre que lo manda en reemplazo propio, contratado por otro padre más, es más un controlado que un controlador, y aún así, intenta imponerse sobre Coca. Superyo y ello empiezan a relacionarse, con artimañas y escapes. En el mundo de arquetipos y sueños de Discépolo comienza una danza de juegos y palabras y diálogos en contrapunto, personajes que se complementan desde sus angustias, desde sus necesidades y sus vicios.

Coca, como último acto de rebeldía, expone en una fiesta el retrato peludo, horrible, del padre de Tomás. Es el control que queda expuesto, y él se siente humillado. Abandona la casa, pero como buena comedia romántica, esto es un malentendido, porque ella lo quiere y se siente mal por lo que hizo. Y aún así, lo ha liberado, y se ha liberado de la ausencia de su propio padre. Ya no son deseo descontrolado ni afán de control impuesto, ahora son sujetos, una unidad que no es caos ni control, que finalmente es orden. Una identidad lograda, que puede ser individual, pero que la poesía discepoliana permite hacer colectiva, nacional. Después de todo, es un tango. De esos cómicos, graciosos, donde parece que es humor pero sentimos lo triste detrás, el violín, el bandoneón.

La película se beneficia de lucir como un vehículo para la capocómica y el cantor, que ya habían hecho dupla con Romero en La rubia del camino dos años antes, e incluso de disfrazarse de comedia screwball como las hubiera hecho Schlieper, con quien Discépolo hizo dupla en 1939. Ambos directores, Romero y Schlieper, tienen comedias inolvidables y magistrales, pero lo que Discépolo ofrece es poesía del humor, tragedia entrelazada, un sueño que es pesadilla y vigilia también, estructuras caóticas que conforman una melodía al final, algo único, personal, algo que los estudios no estaban dispuestos a dejar volar, y que terminó por frustrarlo con el cine industrial. Pero aun así, queda este registro impredecible, personal, un caos que es orden, que se opone al control. Un sueño propio, colectivo, poético, gracioso y triste por igual.

Caprichosa y millonaria (Argentina, 1940). Guion y dirección: Enrique Santos Discépolo. Fotografía: Adam Jacko. Música: Enrique Santos Discépolo. Reparto: Paulina Singerman, Fernando Borel, Tania, Augusto Codecá, Adolfo Meyer, Inés Edmonson, Eduardo Sandrini, Antonio Ber Ciani, Raúl Valdez, entre otros. Duración: 101 minutos.

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