Un color inquietante. ¿Se han puesto a considerar la compleja trama de operaciones ideológicas, culturales, sociales y hasta políticas en que se inscribe una práctica aparentemente tan trivial como el uso de determinados colores? Y no me refiero al juego de asociaciones rápidas y vulgarmente denotativas del estilo rojo-alarma, blanco-pureza, negro-duelo. ¿O se pensaron que es casual que, hasta ayer nomás, jueces, árbitros y policías, en fin, los representantes de cierta noción de la justicia, vistiesen invariablemente uniformes negros? O los conspicuos diseños a rayas con que tradicionalmente se ha vestido a locos, marineros y presidiarios. O la abundancia del azul, siempre tan neutro, tan apacible, en los logotipos y tipografías de organismos diplomáticos como la unión europea, ONU, la OMS, el FMI…? (1) A contramano de la Historia “seria”, que descuida los hechos culturales como si se tratase de un mero adorno superestructural, bolitas de navidad colgadas del gran pino de la Política y la Economía, existe toda una petite histoire que se interesa por la manera en que la gente decora sus cuerpos y sus aposentos, come, se viste, se relaciona entre sí, gesticula, manifiesta sus emociones. Historia, que mirada con la debida atención, nos permite acceder al verdadero espíritu de una época, comprenderla cabalmente, en la medida en que son estos hechos ordinarios (y no las grandes batallas ni convulsiones económicas) los que, gracias a dios, llenan nuestros días. Así, lejos de cumplir una función decorativa, nos valemos de los colores para señalizar un estatus, un rol, una moral. Pensemos, por poner un caso, en la meteórica promoción del color verde en nuestras sociedades, sin dudas, de uno de los acontecimientos culturales más llamativos de los últimos cincuenta u ochenta años. En este lapso, el verde ha pasado de ser un color marginal, o en el mejor de los casos, políticamente neutro, a convertirse en sinónimo de las luchas ecologistas y feministas, de los llamados derechos “de tercera generación”. Pero también, y de modo más general, de la salud, la libertad, el bienestar, lo natural, las buenas vibraciones. Hagan memoria y repasen la cantidad de medicamentos que combinan el verde (a menudo, con el blanco o el azul) en sus envoltorios. Piensen en las señalizaciones de hospitales y entidades públicas, en las prendas de vestir de médicos, enfermeros y personal de salud, en las etiquetas de los productos de limpieza. Onda verde, verde nuevo, verde esperanza, pañuelo verde, partido verde: verde, que te quiero verde. En verdad, pocos colores gozan de una reputación tan envidiable.
Y sin embargo, durante un largo período de la historia cultural de Occidente la situación fue más bien la contraria. La culpa aquí sí fue de la técnica, o del mundo de la producción, digamos, “determinante en última instancia”, como dicen los marxistas. Para los conocimientos de la Edad Media, el verde se constituía como un color esquivo, arduo de elaborar y de fijar sin que perdiera brillo y uniformidad o se degradara en matices ocres y nauseabundos. Diferencia sustancial con el rojo de la nobleza y los altos dignatarios eclesiásticos, o con el negro, siempre tan recatado y moralmente digno que comenzaba a abundar en el guardarropa de la incipiente burguesía. De este modo, el verde quedó reservado a las clases inferiores, llegando a simbolizar–cómo es de asquerosa y aspiracional la gente, ¿no?– cierta idea de lo caótico, lo inmundo, lo perecedero. También, del azar –connotación, esta última que preserva en la actualidad, cuando todavía podemos hallarlo en el tapete de muchas mesas de juegos– e incluso, de lo demoníaco. En varios tapices y retablos de la época, el Diablo, que se asemeja escasamente a lo caricaturesco, fauno rojo punzó del siglo XIX, exhibe un pelaje verde o verdoso (2). Algo similar sucede con una profusa gama de criaturas mágicas –hadas, duendes, ogros y dragones–, verdes todas ellas, habitantes de las comarcas intermedias del sueño y la vigilia, la tierra y el inframundo, lo fausto y lo infausto.
El reto. Inspirado en un romance arturiano del siglo XIV, El caballero verde de David Lowery capta a la perfección este carácter inquietante del color. La historia va más o menos así: durante la víspera de navidad, un enigmático personaje vestido de verde se presenta en la corte del Rey con un insólito desafío: un caballero deberá asestarle un golpe que será devuelto al plazo de un año en la Capilla Verde, ubicada a seis noches de viaje hacia el norte. Por lo demás, desconocemos todo del retador –¿quién es realmente?, ¿qué se propone?–, pero hay algo ominoso y sobrenatural en su figura, en su voz cavernosa, en sus ojos mansos y fluorescentes, en su piel que remite a la corteza de un roble añoso. Durante unos segundos nadie osa levantar el guante, hasta que con la temeridad característica de la juventud, Gawain, el sobrino del Rey, acepta el desafío. El muchacho, que ni siquiera ha sido ordenado caballero, está desarmado y Arturo se apresura a cederle su propia espada, la mítica Excálibur, para el duelo. Cocorito, Gawain sale al cruce del Caballero que, en lugar de enfrentarlo, depone inesperadamente sus armas –un hacha gigantesca y amenazante–, hinca una rodilla en tierra y ofrece el cuello, como diciendo acá me tenés, dale. Gawain vacila: claramente, hay gato encerrado. Sin embargo, con todo Camelot observando, no puede echarse atrás y de un corte limpio, decapita a su contrincante. Un chorro de sangre pringosa, demasiado humana, brota del cuerpo vegetal que, tras unos segundos de suspenso, se reincorpora y recoge la cabeza cercenada. “Dentro de un año”, repite y, montando su caballo, abandona la Corte riéndose a grandes carcajadas…
Un niño. En The Green Knight, Gawain (Dev Patel) representa al héroe adolescente por excelencia, Improductivo y hedonista. Al comienzo de la película, desperdicia sus días en juergas, mientras va y viene entre dos mujeres: su amante, la joven Esel (Alicia Vikander), con quien se muestra –vaya sorpresa– reacio a comprometerse, y su madre, la hechicera Morgana (Sarita Choudhury) (3). No hay figura paterna, rumbo, ley ni nada que venga a poner algo de orden en esta vida de pequeños placeres en la que Gawain tampoco encuentra satisfacción genuina. Y es entonces que en Nochebuena, acaba sentado junto al Rey, a la sazón medio hermano de su madre, con quien tiene una charlita sobre la vida. Conviene recalcar que este no es el Arturo-galán maduro que interpretara Sean Connery en la soporífera Lancelot: el primer caballero; menos aún el Arturo-Rambo de ese cineasta espamentoso y repetitivo que es Guy Ritchie, por mencionar las dos primeras iteraciones fílmicas del personaje que se me vienen a la mente. Lowery compone una versión novedosa, sugerente, del legendario Rey británico. Su Arturo es un viejo cansado y medio enfermo, que habla con un hilo de voz y rezuma un halo de santidad ultraterrena: padre parcial y sanguíneo, en su condición de tío de Gawain, pero en mayor medida, padre espiritual, ideal, celeste. “Padre que da consejos”, citando al Martín Fierro. Y sobre todo, “padre secundario”, en el sentido que le da Joseph Campbell al término, que dirige y completa la educación del muchacho al postularse como un modelo al que aspirar y contra el cual medirse. Y ni que decirlo, a los ojos de ciervo eternamente deslumbrado de Gawain-Patel, la comparación no podría resultar más deshonrosa. Después de todo, ¿qué otra cosa sino el doloroso reconocimiento de las propias insuficiencias es, en última instancia, lo que empuja al adolescente a asumir las tediosas responsabilidades de la vida adulta?
El camino del héroe. Una vez aceptada la existencia de brujas o castillos encantados, el género fantástico –y en particular el subgénero de la “fantasía medieval”, al que se ciñen productos como la saga de El señor de los anillos o series como Game of Thrones– se ha mostrado como un cine asombrosamente conservador. Al menos, en lo que concierne a sus motivos y estructuras fundamentales. La historia comienza siempre con un héroe que debe abandonar el mundo familiar de la aldea para cumplir una misión, que en primer término rechaza. Luego, hay un segundo llamado a la aventura, un mentor que lo alienta a seguir, un periplo a través de tierras desconocidas y peligrosas en el que se superan diversas pruebas y obstáculos con la asistencia de fuerzas mágicas, y por último, una ordalía final que culmina con el descenso a los abismos –o su equivalente: Hades, Infierno, barriga de la ballena-. La travesía suele cerrarse con un más bien aburrido viaje de regreso que sanciona la asimilación del héroe transfigurado en el seno de su comunidad de origen, generalmente como portador de un don que pagó con su sacrificio.
Este arco narrativo que describe indistintamente las historias de Bilbo Bolsón, Harry Potter, Luke Skywalker, Maradona o Jesús de Nazareth, no es otra cosa que el famoso “camino del héroe” de Joseph Campbell. Un mito de base que encontramos en multitud de culturas y posiblemente refleje determinados arquetipos universales y etapas de desarrollo por las que atravesamos todos los seres humanos.
Memento mori. El viaje de Gawain puede leerse, entonces, como un rito de pasaje. Los diversos episodios del camino conforman una suerte de educación sentimental en la que el aspirante deberá sostener los códigos de honor caballeresco y amor cortesano a través de una serie de pruebas. La prueba definitiva, no obstante, la lección que, en rigor, le aguarda en la Capilla Verde es de una índole mucho más tenebrosa; metafísica, diría. Como ya mencionamos, el verde simboliza la vida tanto como aquello que se pudre y decae. En uno de los pasajes más intensamente poéticos del film lo explica el personaje de Lady (también encarnado por Vikander): “El verde es lo que queda cuando el ardor se disipa y la pasión muere y cuando nosotros también morimos… El verde se apoderará de tu espada, tus monedas y tus fortalezas y aunque te resistas, todo lo que amas, sucumbirá ante él. Tu piel, tus huesos. Tu virtud. ”La destrucción de la existencia individual como un capítulo ineludible del ciclo infinito de nacimiento, muerte y renovación que rige al tiempo cósmico. En un sentido nada metafórico, pues, el hachazo del Caballero Verde es parte constitutiva del orden natural. Puede sobrevenir en la Capilla Verde y al cabo de un año, en un campo de batalla, producto de una enfermedad o al cabo de una vida larga y fructífera; se puede asimismo vivir en su ignorancia –como los niños y los locos–, o intentando escapar de él a toda costa –como los cobardes–, pero tarde o temprano nos alcanza. El verdadero dilema (el nudo gordiano de la película) radica en nuestra actitud, en nuestra disposición de ánimo para recibirlo, y en realidad, sólo hay dos posibilidades: la angustia o la aceptación. Tengo para mí que esta disyuntiva se zanja en la trama –atenti al spoiler– de manera análoga a la escena final de La última tentación de Cristo de Scorsese.
Sueño. Aunque tal vez sea forzar la maquinaria interpretativa atribuirle a The Green Knight un contenido alegórico. Si, por un lado, la película trabaja en buena parte los temas y la singular estética de los tapices e iluminaciones medievales, al mismo tiempo vira hacia un pastiche visual que desplaza y fusiona constantemente los signos, un poco como sucede con el mecanismo del sueño. La pulcra separación en episodios y en arquetipos debería ponernos en guardia. ¿Cómo valorar elementos como la faja protectora, la caminata con gigantes, las cabezas incendiadas, el zorro parlante? ¿Qué inferir de las figuras reales, que con sus coronas aureoladas y sus densos brocados de pintura de Klimt, despiertan las resonancias de auténticos íconos bizantinos? En The Green Knight ningún símbolo admite una lectura unívoca. Una vez más, como el color que menta, su simbología es múltiple y ambivalente. Grata sorpresa, habida cuenta de que a juzgar por el tráiler uno hubiera esperado encontrarse con un bodrio tipo de The Witcher o en el mejor de los casos, un dramón histórico alla Ridley Scott.
Puntaje: 8/10
El caballero verde (The Green Knight, Estados Unidos, Irlanda, Reino Unido, Canadá, 2021). Guion y dirección: David Lowery. Fotografía: Andrew Droz Palermo. Música: Daniel Hart Reparto: Dev Patel, Alicia Vikander, Barry Keoghan, Joel Edgerton, Sarita Choudhury, Sean Harris y Ralph Ineson. Duración: 130 minutos.
(1) No tengo intenciones de abordar estas cuestiones aquí y ahora, a no asustarse –después de todo, se supone que esta es una crítica de cine. Pero tomen nota: el autor de referencia en este campo al que podríamos denominar “historia cultural de los símbolos” es, como era esperable, un francés: el medievalista, Michel Pastoureau. Autor de más de una veintena de obras, entre las cuales cerca de media docena están dedicadas específicamente a los colores. Son unos libritos deliciosos y breves,que en raras ocasiones superan las doscientas y pico de páginas, que suelen traer ilustraciones. Estén atentos por si se topan con alguna edición vieja o importada en un puestito de usados, porque cuando las editoriales se aviven, van a tener que gatillar… De nada.
(2) Aprecien la coloración de Mandinga en esta pintura de finales del siglo XV: https://es.wikipedia.org/wiki/Michael_Pacher#/media/Archivo:Michael_Pacher_004.jpg
(3) Hablando de arquetipos. No puedo dejar de evocar aquí el Arcano VI del Tarot de Marsella, L’amoureux, el enamorado, donde un muchacho, con los pies mirando uno para cada lado, es tironeado dos mujeres, una joven y una mayor. La interpretación canónica la carta no está asociada al amor, sino a la necesidad de tomar una decisión. Tómense un momento para verla.
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