«Lo que vemos y lo que somos no es más que un sueño, un sueño dentro de un sueño» son las primeras palabras que se escuchan, recitadas, musitadas, en Picnic en las Rocas Colgantes (1975). Y apenas después contemplamos a una muchacha de belleza irreal despertar de su sueño: Miranda. Vemos también el comienzo del día de otras muchachas: presenciamos los rituales de aseo, las ventanas que se abren, los detalles al acicalarse, la pulcritud al vestirse, las secretas confidencias al oído: la serena rutina de las pupilas de un estricto colegio victoriano.
Pero ese día no es un día como todos los demás: es el 14 de febrero, el Día de San Valentín, la festividad religiosa vinculada con el amor y también con lo afectivo. Además, las alumnas del Colegio Appleyard irán de excursión a una formación rocosa de millones de años, Las Rocas Colgantes. La Directora, la señora Appleyard (extraordinaria Rachel Roberts) les advierte a sus pupilas sobre los riesgos y peligros de ese ambiente bucólico y salvaje, alejado de ese mundo de puntillas, espejos y sábanas limpias que conocen. Y por supuesto, también les dicta la conducta que deben conservar en el paseo.
Es notable la forma en que Weir va creando un clima ominoso, misterioso, esa sensación de extrañeza difícil de explicar (de la que hablamos en el texto introductorio a este Informe sobre sus películas) o transmitir que va operando por acumulación: una sumatoria de detalles precisos y preciosos que van desde el color de un vestido (el de la profesora McCraw; volveremos a esto), la avidez de las hormigas, unos diálogos aparentemente banales entre el cochero y la misma profesora, la imagen severa e inconmovible de las rocas (algunas parecen rostros y están filmadas con esa intención), el ambiente sonoro, entre la melodía de la flauta de pan de Gheorghe Zamfir, la inquietud de los caballos y el aleteo frenético de los pájaros y también, claro, las acciones de Miranda: ella abre la tranquera para acceder a Las Rocas, ella clava (¿apuñala?) el cuchillo en la torta en forma de corazón que conmemora San Valentín y ella será la de la idea de aventurarse un poco más allá (término que utilizo a propósito). Lo trágico irrumpirá: tres alumnas (la propia Miranda, Marion e Irma) y una de las profesoras acompañantes (Miss McCraw) desaparecerán sin dejar rastros.
El tramo que va desde que las cuatro muchachas deciden separarse del grupo hasta que desaparecen entre Las Rocas es sencillamente deslumbrante: una puja extraordinaria entre lo bello, lo misterioso y lo inquietante (en algunos planos confluyen todos estos elementos). Mencioné cuatro alumnas y tres desapariciones. Desaparecen las bellas y etéreas Miranda, Marion e Irma y la que huye, la que «escapa» es la poco agraciada y prosaica Edith, ajena al misterio y a lo sensorial. Esto está marcado en todo momento por la ubicación de las chicas en el espacio, por la forma de caminar de cada una, por la ropa que llevan o dejan de llevar: todos detalles de puesta en escena precisos y preciosos (otra vez).
En todas las películas de Weir hay algún personaje que tendrá que recorrer algún camino no transitado o ingresará a un mundo desconocido.
Aquí esa tarea le corresponderá al joven Michael Fitzhubert, testigo lejano y casual del paso de las jóvenes desaparecidas.
Michael es un aristócrata inglés, sobrino de un coronel del Ejército, clase a la que Weir no duda en despreciar al calificarla como parasitaria y ociosa en la escena donde unos músicos tocan bellísima música clásica al sol mientras unos pocos privilegiados (militares e integrantes de la «sociedad») comparten sombra y fasto (excelente el detalle de la habitación donde lee el Coronel, repleta de objetos de todos los lugares donde Inglaterra es Imperio: Egipto, la India y otros sitios). Michael, decíamos, impulsado por una conciencia en carne viva y con la ayuda de Bertie , el cuidador de caballos de su tío (otro mundo, también) salen en una búsqueda que tiene muy poco de racional (escena muy fordiana la de la mañana en que parten).
Varios momentos extraordinarios: la escena donde la «reaparecida» Irma pasa a «saludar » a sus compañeras durante una clase de danza. Así como el vestido de Miss McCraw era bordó (o de un rojo turbio), el vestido que lleva Irma es de un rojo furioso, que denota lujuria o impureza. La escena es violentísima, marcada por el silencio hostil de sus compañeras primero, las miradas severas y acusatorias y el desmadre histérico después, con los gritos y alaridos. Y la escena cierra con un plus de espanto: Sara atada contra la pared.
Sara es el personaje «sacrificado» de cada film «weiriano»: la chica huérfana y pobre, la jorobada, la poeta, la sensible, la enamorada de Miranda, la hermanita perdida de Bertie, la depositaria del odio y la locura de Miss Appleyard…
Miss Appleyard es un buen ejemplo para señalar los detalles de puesta: comienza la película, cuando todo es orden y (supuesta) armonía, con un peinado rígido e impecable. Conforme la tragedia invade SU colegio, su degradación moral la irán marcando esos mechones desprolijos y la sombra de la botella de alcohol con que apaga sus fuegos, que la terminarán llevando hacia la locura y el asesinato…
Una de las sensaciones más frecuentes durante la película es la perplejidad y la extrañeza. Como ya se dijo, las películas de Peter Weir se pueden ver como un sueño y también como una pesadilla y una alucinación. Picnic en las Rocas Colgantes puede verse, a veces al mismo tiempo, de las tres maneras.
Dicen los que saben que el cine es el arte de la puesta en escena. Picnic en las Rocas Colgantes es una de las apoteosis de ese arte. Una de sus fuerzas motoras irresistibles es la ausencia de certezas. Todo el mundo tiene muchísimas teorías y todo el mundo cree tener respuestas. Pero lo más sensato lo dice el señor Hussey, el cochero de las alumnas: «el problema es que nadie sabe lo que pasó».
En este territorio de incertidumbre, misterio y ambiguedad y en algunas de las cosas que intentamos describir en estas líneas, Picnic en las Rocas Colgantes cimenta, cada día más, su rango de obra maestra absoluta.
Picnic en las Rocas Colgantes (Picnic at Hanging Rock, Australia, 1975). Dirección: Peter Weir. Guion: Cliff Green. Fotografía: Russell Boyd. Música: Bruce Smeaton. Reparto: Rachel Roberts, Vivean Gray, Helen Morse, Kirsty Child, Tony Llewellyn-Jones, Jacki Weaver, Frank Gunnell, Anne-Louise Lambert, Karen Robson, Jane Vallis. Duración: 110 minutos.
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