Las primeras imágenes del cine de Christian Petzold encierran una ambivalencia simbólica que va más allá de la búsqueda de un estilo. Se trata más bien de una ambivalencia geográfica, hecha de trazos provisorios y nacida de la pertenencia al territorio conocido y de la inquietud generada por aquel espacio que aún falta conocer. Pero el movimiento parece ser el contrario al de los trabajos iniciáticos de cualquier realizador: más que pintar su aldea, en estos primeros ensayos el director elige dejar en blanco el lienzo de la imagen para luego mancharlo de la incertidumbre que el viaje y la aventura deparan. Süden (1989) y Ostwärts (1990) son dos cortos tempranos que, aun cuando no encuentran correspondencia en sus intenciones estéticas, se complementan a partir de la mirada contrapuesta sobre el pasado y el futuro: si Süden puede ser visto como un punto de partida, Ostwärts se presenta como un rumbo posible. Si en Süden la evidencia de la tradición cultural (la propia y la ajena) pesa más que la experimentación formal, en Ostwärts es la travesía hacia esa tierra incógnita lo que termina prevaleciendo por sobre el rigor de lo documental. En ese sentido, los libros celebratorios del movimiento que aparecen en Süden prefiguran, a la vez que contrastan, los monólogos que en Ostwärts dan cuenta de la ilusión de un porvenir venturoso. En ambos cortos hay fantasmas (los primeros del cine de Petzold), pero lo que distancia a unos y otros es el espacio en el que los mismos transitan o aparecen: la luz deliberadamente saturada en Süden acentúa el artificio y el ensayo sobre las formas, mientras que en Ostwärts es la niebla y la sombra lo que enmarca y tiñe de amargura a las palabras pronunciadas por las tres personas que hablan frente a la cámara. Los de Süden son fantasmas compuestos para la ocasión, pertenecen al orden de lo fantástico y al bagaje cultural de quien los crea; de hecho, son varios los planos en picado que toman la calle y simulan la subjetiva de esa mujer que aparece brevemente, silenciosa y en sombras, junto a la ventana de un departamento. Los de Ostwärts, en cambio, están en el plano de lo real, tienen peso y tienen voz, son parte de una transición palpable y a la vez incierta del mundo –he ahí la ilusión-. Lo que explica esta distancia es un hecho concreto y evidente, que adquiere una resonancia mayor al quedar fuera de campo: Süden está filmado en 1989, unos meses antes de la caída del muro, y Ostwärts apenas un año después de aquel acontecimiento. El contraste visual derivado de ese derrumbe (real) es notable, y se corresponde con el punto en común que ambas películas comparten y que tiene que ver con el abandono, con el espacio vacío (simbólico) que deja el mundo cuando se viene abajo. En Süden hay viento y hay sol, en Ostwärts hay nubes y hay neblina, pero tanto en uno como en otro corto prima el sentido de lo deshabitado, la idea de un despojo, inducido o voluntario, que hace que el terreno explorado en algún momento se vuelva inestable y que la cámara de Petzold se contagie de esa latencia incierta hasta venirse al suelo. Eso es lo que ocurre al final de Süden: la cámara cae y el tono de la imagen, hasta entonces luminoso, cambia con el corte. El fundido a negro nos descubre el interior oscuro de la sala de embarque de un aeropuerto y otra subjetiva fantasmal nos deja en la frontera del tránsito futuro e impredecible que en Ostwärts, que empieza con el cartel de la ruta 2 que conduce a la despoblada y gris Biesenthal y sigue con un travelling sobre la misma, sumado a la ventaja que otorga la revisión del corto treinta años después de su realización, podremos adivinar como poco feliz.
Sin embargo, hay en ambas películas un aspecto tan notable como el contraste visual ya señalado, y es que aun cuando estos dos cortos estudiantiles representan dos caminos estéticos que Petzold no va a volver a recorrer en su filmografía (desde la inmediatamente posterior Das Warme Geld (1992) y hasta Undine (2020), su última película a la fecha, ya no habrá experimentaciones formales ni indagaciones documentales), Süden y Ostwärts encierran varios de los tópicos que más tarde van a iluminar sus ficciones. La paradoja es extraña y compleja, y tal vez por esta misma razón brillante, porque al tiempo que en Süden aparecen las referencias poéticas y el ensayo sobre lo sublime, como ese breve plano de los libros agitándose con el viento que recuerda a El color de la granada, también hay espacio para celebrar la convivencia fructífera de las convenciones narrativas con la teoría cinematográfica: los libros de Deleuze y Kracauer que aparecen en Süden sugieren una complementación. Si en el monumental Teoría del cine (la redención de la realidad física), Kracauer pide por un realismo humanista y por una interpretación ontológica de la imagen, en el imprescindible La imagen-movimiento Deleuze encuentra los fundamentos para desarrollar sus ideas de la afección y la percepción en la estructura clásica del relato cinematográfico. Ese relato, no exento de inflexiones y oscuridad, de pliegues y agujeros, es el que se convalida en los otros libros (Chase, Thompson, Conrad, Cain) que aparecen olvidados en el plano como símbolo de lo popular, de lo genérico y lo pulp, que Petzold va a rescatar y a reescribir más adelante en Jerichow, Yella y Phoenix, involucrando los giros narrativos de las historias, los triángulos amorosos y las tragedias que allí se repiten con la estética sórdida y marginal del policial americano y con la frialdad expresionista de la idiosincrasia alemana.
Algo similar puede decirse de Ostwärts y ese plano del tren que llega de noche a la estación, entre luces de farol que se adivinan lejos y la neblina que cubre todo el andén. La captura es tan real como palpable, y aunque se trata de otra muestra del tránsito mínimo ligado al abandono del lugar, la imagen bien podría pertenecer a cualquier film noir americano. El mérito de Petzold en esta película es mayor justamente por eso, porque en lo inhóspito de esa geografía particular, lejana y real, el alemán encuentra un marco reconocible, ficticio y universal, y porque a su vez se trata de una contraposición visual confirmada por los parlamentos esperanzados de los protagonistas y lo contrastante del paisaje que se muestra, que no hace más que atentar contra la concreción misma de esos discursos. Cuesta creer en lo que dicen las tres personas que hablan a cámara; cuesta ver un futuro próspero en la desolación de esos espacios grises; cuesta ver el triunfo de lo artesanal y lo analógico por sobre la invasión mercantilista y neoliberal que sobrevendría en los noventa. Aun así, las señales (formales) del futuro (del cine de Petzold) están ahí. Ostwärts funciona como experiencia y lección de aprendizaje: la chica del oeste, recién llegada de Berlín a Biesenthal, además de ser la primera mujer en hablar en el cine de Petzold, es peluquera y maquilladora, y por lo tanto habla (mientras se maquilla) de espectáculo, de arte, de transformaciones, de que aprendió a “reforzar en la cara lo que uno quiere subrayar y a tapar lo que uno siente como desfavorable”, de que “siempre le encantaron las caras y sus posibilidades de expresión”, que no es sino lo que va a hacer Petzold con Nina Hoss en seis de sus películas a partir de Toter Mann: filmar de cerca sus gestos, su desconfianza, su estado de alerta, su seriedad y sus sonrisas esporádicas, convertirla, volverla otra y devolverla a lo que fue hasta retirarla del mundo, hasta hacerla desaparecer. Por otro lado, el hombre mayor que habla sobre el final es un ejemplo del mundo de entonces por venir, que no dista mucho del de hoy, pero en sus últimas palabras, donde lo vemos apostando por ese local de helados y comidas que abrió una vez que lo obligaron a renunciar a la empresa en la que trabajó durante dieciocho años y pidiendo poner esperanzas en el futuro aun cuando no sepamos cómo va a salir todo, Petzold parece encontrar la posibilidad de una reparación poética que, a la luz de los hechos y más de década y media después, va a llevar a cabo con el milagro secreto de Yella, que no es otro que el del progreso y la estabilidad económica, aunque en el fondo (del lago) no se trate más que de un sueño, de una ilusión y de una trampa, que son las armas que suele ofrecer el capitalismo en Biesenthal, en Berlín y en cualquier otro rincón del mapa.
Es de esta aceptación de lo que fue, de lo que pudo ser y de lo que efectivamente es que nacen Süden y Ostwärts. Es de esta convivencia contradictoria e inseparable entre fantasía y realidad que surge el excepcional cine de Christian Petzold.
Süden (Alemania, 1989). Guion y dirección: Christian Petzold. Fotografía: Christian Petzold. Duración: 10 minutos.
Ostwärts (Alemania, 1990). Guion y dirección: Christian Petzold. Fotografía: Thomas Arslan, Jan Ralske. Duración: 24 minutos.
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