La relación es elemental y surge de manera inmediata, casi como un impulso. Las referencias se disparan ante la sola mención de los títulos: Sol en un patio vacío hace pensar en Erice y ese documental extraordinario que es El sol del membrillo; Lluvias nos remite a Kurosawa y a todas esas películas suyas donde el agua azota por igual a fortalezas y feudos; El estanque, aun entendido como caudal antes que curso, nos lleva a Renoir y su poética realista sobre el tiempo comprendido como un río que fluye lentamente. Además, el orden cronológico establecido por las primeras exhibiciones permite suponer un proceso que parte de un espacio vacío que necesita ser llenado para sobrellevar el duelo, para sobreponerse a una pérdida, y que luego alcanza un punto de sosiego incierto, una suerte de alivio, aun cuando aquello que lo ocupe no sea más que una acumulación provisoria: el agua estancada, como signo de esa recuperación, tarde o temprano va a evaporarse y el vacío retornará. La percepción, por supuesto, es personal e intuitiva y antecede el encuentro con las imágenes. Pero como suele ocurrir en estos casos, la arbitrariedad que el ejercicio de la libre asociación encierra termina pereciendo ante la evidencia de los hechos, porque lo cierto es que en La trilogía del lago helado no hay membrillero ni luz que pueda capturarse en la superficie de un lienzo; tampoco hay tierras o construcciones míticas que defender y mucho menos un retrato armónico de la vida en relación con la naturaleza. 

Fontán hace otra cosa: en principio no busca atrapar nada sino que se interesa por aquello que ya está impregnado en las cosas. En medio de esa mutación paulatina que la idea misma de un lago helado sugiere, la búsqueda pasa por descifrar un lenguaje con el fin de reconvertirlo: el viaje en ruta del comienzo, con una cámara inestable que simula la subjetiva de un conductor que nunca conoceremos, con el agua cayendo sobre el parabrisas del auto, cubriendo de a ratos la totalidad del plano, y el sonido fundiéndose en la escena hasta abarcarla por completo, es una inmersión similar a la de Germán de Silva en El limonero real. Porque ese procedimiento, corporal allí, formal acá, más que una evasión es un modo -acaso el único- de enfrentar lo irreparable, lo que ya no puede ser aprehendido: “el tránsito de la luz”, “el hielo que va a romperse”, dirá la voz en off.

Todo en el cine de Fontán habla de una pérdida, pero no como si se tratase de un hecho imprevisto: hay una certeza de la pérdida, hay un vacío que pesa; una vulnerabilidad  asumida como propia y sustentada en el reflejo del director y su compañera, la escritora Gloria Peirano, en los ventanales de la casa. Son las manos que se adivinan en ese reflejo, sobre todo, las que sostienen el aparato que le permite escribir y crear desde la abstracción formal sin caer nunca en el gesto moderno de la fragmentación y volviendo materia del presente todo aquello que parece dormido pero que en realidad esconde una vitalidad permanente que se revela plano a plano. En ese sentido hay una operación singular: cuando el registro de lo natural muestra su costado armonioso, calmo, Fontán contamina la imagen de sonidos, le agrega un estado de ánimo, un clima; cuando la naturaleza revela su costado atroz, el director deja que esa ferocidad sonora lo llene todo: el viento de tormenta sobre las copas de los árboles, las olas rompiendo con fuerza en la orilla de una playa, el cielo estallando de relámpagos sobre un fondo de nubes cargadas de negrura y agua, la misma oscuridad que termina adueñándose de toda la pantalla hacia el final.

Pero si en Sol en un patio vacío tenemos un espacio ya deshabitado, en Lluvias Fontán filma el espacio a punto de ser abandonado. Filma el instante previo al retiro. La película está organizada por fechas y números que determinan el orden de los episodios y el tiempo. Acá también hay un viaje en auto, una imagen que se funde y un sonido que se impone, pero el registro se vuelve tan intenso por momentos, que esa intención cronológica inicial termina perdiéndose. El relato del comienzo sobre Delia, la vecina, es notable. Primero, la imagen reproduce la mirada de Delia sobre el mundo. Luego, la cámara baja las escaleras, se despide de Delia y vuelve al mundo. Finalmente, un plano cenital reproduce la mirada de Delia pero ya en otro espacio, en otro cielo, otorgado acaso por el cine. Más adelante, Fontán filma a su hijo sabiendo que está filmando a un niño que ya no está; también filma a su padre, que al no recordar ya lugares ni fechas pone en tensión la lógica interna de la película de fecharlo todo. Esa distancia insalvable, esa memoria que empieza a irse y que lo confunde todo, no se resigna, sin embargo, a perder lo que haya de inmanente en las imágenes (esas sombras en el río al atardecer, por favor): registrar el tránsito de la luz no significa, como en Erice, querer atraparla sobre una superficie, sea lienzo o plano, sino dar cuenta de un movimiento fugaz, pasajero e inevitable. Lo mejor de Lluvias es que alcanza lo subime siendo directa: la cámara capta la lluvia a través de la luz de un farol que alumbra su movimiento al tiempo que el da entidad al viento. No hay retoques, no hay arreglos, no hay intervenciones. El aparato filma, la voz narra, la luz es siempre natural, el artificio queda relegado apenas a la estructura formal, al orden de los planos y las escenas y a la enumeración de los episodios.  Nada más. Un registro total, conmovedor.

En El estanque las lluvias son más intensas; se ven y se oyen más. Tienen un peso mayor. La película es un sueño, una acumulación de sueños. El mundo a punto de perderse puede ser ahora un zoológico, un bar o una obra abandonada. Si en Renoir el rio que fluye es el de la vida, en tanto poética de la realidad, en Fontán ese rio está siempre a punto de desbordarse, de perder su forma. En esa naturaleza cambiante del mundo subyace la persistencia de la búsqueda, aun cuando el riesgo de enloquecer por el paisaje que muta a cada rato ante la cámara y que nunca vuelve a ser igual, que ya nunca recupera su estado anterior, sea grande: un pescado es devorado sobre las rocas, primero por un ave y después por un lobo marino. La escena es bella por lo terrible, pero sobre todo es bella porque en lo espontáneo y azaroso de su registro subyace el rechazo a toda interpretación moral de la existencia.

Las películas de Fontán son poéticas del duelo; no necesitan traducción alguna; pueden prescindir de las palabras y ser igualmente potentes a partir de su llamado al silencio. Como los sonámbulos que describe Peirano en su Manual, sobre el que se basan las imágenes de El estanque, las películas de Fontán no hacen más que registrar el devaneo constante de las cosas que están dentro del mundo y que lentamente van dejando de pertenecer. Y más allá de que el director, como decía Deleuze acerca de Bresson, filma “trocitos” de espacio-tiempo, son tantos los elementos que se funden a veces en la imagen, que por momentos esa convivencia deja de ser tal y pasa a convertirse en un lenguaje nuevo que aún nadie ha practicado. Toda su trilogía está marcada por ese deambular permanente, que pareciera estar a cargo de un fantasma o un sonámbulo y que termina, también, con un fundido a negro y una inmersión sonora, con ese plano final del agua que parece tragárselo todo. Esa imagen rugosa, material, palpable pero indefinida del cine de Gustavo Fontán, puede ser finalmente la del tiempo entendido como un rostro, siempre esquivo, siempre borroso, que se pierde entre los claroscuros del plano y sus reflejos.

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