No hay nada en Colin Sullivan que delate su procedencia, ni atisbo ni seña que permita emparentarlo con los buenos muchachos. Ni las cicatrices de Ray Liotta ni las muecas de Joe Pesci, el rostro de Matt Damon, afable y sereno, se asemeja al de un ángel. Él es, en verdad, el resultado de un proyecto monstruoso: la mafia ha borrado sus huellas, ha falseado su identidad, una identidad que Scorsese se había ocupado de construir a lo largo de esa peculiar filmografía que comenzó con Calles peligrosas (donde esbozaba sus primeras líneas), pasó por Buenos muchachos (ya copiosa en retratos de contornos firmes), para desembocar finalmente en Casino, todas bajo la satinada pátina de una nostálgica comicidad.
Aquí está Matt Damon interpretando al sargento Colin Sullivan con su cara de joven inocente, de mejor alumno, de ciudadano intachable, de policía ejemplar -engañándolos a todos como Ripley, sin pasado como Bourne- midiéndose con el oficial William Costigan, ya no una pose y una parada, un traje rígido y brillante, sino una mandíbula apretada, unos pies que apuran el paso, un rostro que se rebela en el gesto, que suda y se retuerce como el del magnate torturado, el poeta maldito, el pandillero brutal, el loco de islas siniestras que supo ser, y sigue siendo, Leonardo DiCaprio. Allí están ambos, Matt Damon y Leonardo DiCaprio, el mafioso que parece policía y el policía que parece mafioso, dos arquetípicos cuerpos de cine con toda su historia a cuestas infiltrados también en esta historia, y Scorsese, director espectador, lo sabe.
El barrio y los muchachos, vértices centrales en el microcosmos de Calles peligrosas, han cambiado su fisonomía. Tampoco se destacan ya como trasfondo humano los personajes que Martin Scorsese presentaba en Buenos Muchachos en ese travelling zigzagueante en un night club que, acompañado con la susurrante voz de Ray Liotta, iba desplegando como en un rezo los nombres y apodos de lo integrantes de esa fauna tan particular, quienes con un magnífico gesto de reconocimiento a la cámara reverenciaban al espectador y se plegaban cómplices a ese sinuoso mantra cinético. Aquellos malos muchachos, los “vivos” -no los buenos que trabajan todos los días y se preocupan, y que, sentencia Liotta, están muertos- eran parte de ese luminoso paisaje nocturno que hoy sin embargo parece haber desaparecido. Casino también, con su relato de la génesis y el derrumbe de los fulgurantes palacios lúdicos de antaño, venía anunciando la metamorfosis de ese mundo.
Los legendarios héroes de Scorsese, que se construían desde muy temprana edad, tenían como meta principal adquirir relevancia en un mundo de don nadies. Solo la protección de un padrino y la pertenencia a un grupo les aseguraba un camino de ascenso social. Paul Cicero, verdadero jefe del barrio para quien el joven Henry hacía los mandados en Buenos muchachos, el tío de Charlie en Calles peligrosas, que prometía ponerlo al frente de un malhabido restaurante, o “los grandes”, a los que respondía Sam Rothstein, que eran quienes en verdad movían las fichas en Casino, se cuentan entre ellos. Y, por supuesto, Frank Costello, el protector de Sullivan/Damon, un huérfano hijo de un conserje que poco podía haber logrado sin su ayuda. Sullivan, sin embargo, no se contenta con ser un “vivo” como el personaje de Ray Liotta, que aspiraba ser un gángster antes que presidente de los Estados Unidos. Sullivan, por el contrario, observa con ensoñado deseo la cúpula del Capitolio de Massachusetts porque allí se sitúa el horizonte de su ambición; quiere, sobre todo, ser una próspera y aplaudida figura pública, y sus valores y su ropaje, y su máscara, son los del ciudadano ilustre. Claro que, además, para lograrlo, deberá cometer ese pecado capital que significa matar al padre, a ese padrino muy distinto también a los padrinos de los otros films de Scorsese (serenos y pausados, inmunes al peligro, ordenando siempre la muerte a la distancia); deberá abjurar de sus orígenes, sepultar una tradición, aniquilar los preceptos fundamentales de su universo y subvertir desde los cimientos toda una memoria cinematográfica.
Los nuevos hijos de la mafia, que citan a Hawthorne y a Joyce, son una prueba más de que los muchachos toscos de la cuadra, que se ganaban la vida con el engaño pícaro y las apuestas fáciles, como el Johnny Boy de Robert De Niro en Calles peligrosas, como el Henry de Ray Liotta en Buenos muchachos o el Sam Rothstein de De Niro en Casino se han sofisticado demasiado. Y si la regla de oro era jamás delatar a los amigos, y mantener la boca cerrada la prueba de fuego para ser un digno miembro de la organización, dónde pararse hoy que esos pilares se han derruido, cómo sobrevivir ahora que las ratas han invadido el barrio, ahora que las calles se han plagado de soplones, cómo advertir, en la hora de la desconfianza, las indicios de la traición. Porque si algo nos muestra Scorsese en Los infiltrados al anclar su historia en la actualidad (ya no una evocación de tiempos idos como en Calles peligrosas, Buenos muchachos o Casino) es que no solo aquel escenario y sus personajes se han desvanecido en las brumas del recuerdo, sino que todo un sistema de lealtades, que aunque con fisuras era la argamasa perfecta que permitía mantener unido a ese pintoresco grupo social, también se ha resquebrajado de un modo definitivo.
Sobre ese quiebre, sobre ese desconcierto, se erige la risa paranoica y atea de Frank Costello, Jack Nicholson en una síntesis de cinismo, locura y crueldad recargada, peso y volumen de histrionismo puro, significante monolítico y compendio de todos los nicholsons de los que tengamos memoria y una prueba más de que esta no es una película de grandes figuras a pura prepotencia hollywoodense, sino una película sobre la identidad, sobre la identidad del hampa pero, también, de paso, sobre la identidad del actor, sobre cuáles son sus máscaras. El mismo Costello lo declara: poco importa ser un policía o ser un criminal cuando estás frente a una pistola cargada, transformándose así en una puerta giratoria entre el universo de Sullivan (el hombre disfraz, el hijo pródigo de la mafia que se inmiscuye en la policía de Boston para proteger los negocios de su padrino Frank, a quien, ya hace tiempo y sin resultados, la ley le viene pisando los talones) y el de Costigan (el otro infiltrado, el hombre músculo, el desbordado, el incorregible, el sospechado, quien arriesgará el pellejo al servicio de la ley para atraparlo a cualquier costo). Un contrapunto que el montaje hace evidente en ese duelo narrativo entre policías y criminales, entre el desborde y el control de las actuaciones.
Después de todo, ¿cuál es hoy el auténtico rostro del hampa? ¿Cómo saber quién es quién en un repertorio de identidades diluidas? ¿Quién es la rata, el impostor, el soplón? se preguntan todos en Los infiltrados, y ese interrogante recorre la película y la agita desde su interior. Tal vez por eso, ya lejos del candor de aquel pasado entrañable, del pálido brillo de un tiempo de esplendor plasmado en Calles peligrosas, Buenos muchachos y Casino, siempre al arrullo de alguna voz en off, en Los infiltrados todo está impregnado de un humor desencantado y absurdo. Un humor que no representa otra cosa que la sonrisa del director, que se mofa de sí mismo y del ocaso de su mundo. Ahora que la noche se derrama en las calles, ahora que ese paisaje de lealtades ha desaparecido, ahora, que la hora de la rata se avecina, ¿es el fin, Martin?
Los infiltrados (The Departed, EUA/Hong Kong, 2006), de Martin Scorsese, c/Leonardo DiCaprio, Matt Damon, Jack Nicholson, Mark Wahlberg, Alec Baldwin, Martin Sheen, Vera Farmiga, 151′.
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