dicaprio-wolf-of-wall-streetEn un plano corto de El lobo de Wall Street el torso y la cara de Leonardo DiCaprio son las de Orson Welles haciendo de Charles Foster Kane o, más bien, las de Marlon Brando en El Padrino haciendo de Orson Welles haciendo de Charles Foster Kane en El ciudadano. Lo más notable de esto es que DiCaprio no desaparezca sepultado bajo esas potencias y hasta que el plano corto ancho en el que aparece sobreviva al recuerdo de la quijada paródica de Brad Pitt en Bastardos sin gloria, prueba de fuego para la integridad satírica de la película de Scorsese y para la performance del actor, esta última también amenazada por la notable de Jonah Hill. La potencia de DiCaprio no se asienta en la exhibición sino en la capacidad de delegar protagonismo, gran virtud que al personaje que encarna le permite constituir, liderar y mantener un equipo, barra o grupo de trabajo hasta el final.

Hace un par de semanas premiaron a DiCaprio con el Globo de Oro al mejor actor de comedia y en su discurso de recepción del galardón le habló directamente a Martin Scorsese, que estaba sentado en el auditorio y terminó llorando en picado a pesar de todo lo que hizo para evitarlo. Las palabras del actor también permitieron saber o confirmar que fue él quien llevó adelante el proyecto, como hace años lo hiciera De Niro con el de Toro salvaje. Minutos más tarde DiCaprio fue el encargado de cerrar la premiación y lo hizo, como Gatsby, con la mano izquierda en el bolsillo del frac y toda la naturalidad del mundo solo asequible no para quien pretende elevarse sobre él sino para quien pisa firmemente la tierra sintiéndose cómodo en los zapatos que usa.

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Fue imposible verlo y no pensar que el mundo le queda chico, que la actuación –y los premios de la Academia o cualesquiera otros- también le queda chica, que está para Presidente de la Nación o de la Liga de Naciones si el orden democrático no fuera escenario demasiado pedestre para la fantasía o, más bien, si la figura del funcionario lo fuera para la voluntad de poder estética. Entonces se me ocurrió que quizás no le quede otra que dirigir películas, expectativa que el propio Scorsese alienta, según expresó días después en una entrevista con Alexis Puig transmitida por América.

¿Qué clase de director podría ser DiCaprio? ¿Uno sensible, pero circunstancial y subsidiario de Scorsese, como el De Niro de Una luz en el infierno (A Tale in the Bronx)? ¿Un liberal medido, progresista y correcto como Robert Redford, a quien acaba de relevar en el rol de Gatsby? La mención de Redford, fundador de Sundance y, con él, de un mercado independiente que, como todo mercado, prefiere la estabilidad o el riesgo calculado al exceso, pone sobre la mesa la cuestión de las condiciones de producción de El lobo de Wall Street, que bien puede tratarse de una película independiente a pesar de su costo y de sus estrellas; en todo caso, una película cuya ambición estética y dimensión política están a la altura de los efectos de sentido molestos y desbordantes que se les debiera exigir siempre a los independientes o, más aún, al aparato institucional de los festivales que han hecho de la independencia una marca de estatus cultural insignificante.

tumblr_marjkzPfqt1rg3bauo1_r2_1280Para que el emprendimiento de la tarea de dirección valiera la pena en su caso, vale decir para que esté a la altura de su carrera como actor pero, sobre todo, de su evidente madurez o más bien grandeza, DiCaprio necesitaría lanzarse a ella de una manera novedosa y exploratoria como la de John Cassavetes en su momento, o tan enfermiza como la de un Mel Gibson cuya locura desestabiliza las convenciones del espectáculo exacerbando su intensidad brutal y el goce indebido del espectador, cuando no lo expulsa apelando a la repulsión; o sea, prescindir de la maquinaria de producción industrial o ponerla en crisis visibilizando su tamaño descomunal, en ambos casos a través del énfasis en la impresión material del hecho cinematográfico. El más indeseado de los escenarios posibles en los que pienso sería uno en el que se asemejara a George Clooney y su cine progresista elegante en el mejor de los casos, inofensivo en el peor. No le queda otra que convertirse en un maldito o en un inventor para no terminar haciendo las boludeces que hace De Niro en los últimos años, acaso comprensibles en alguien que parece haber aceptado italianamente la vejez (a Pacino le resulta imposible y su cara viene pagando el precio de esa monstruosa inadecuación) después de haber sido masturbado junto a Depardieu en un plano frontal de Novecento.

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