Darín. Darín hace de Darín. ¿Y? Es que tenía que hacer de Juan Salvo. El Juan Salvo de Oesterheld de unos treinta años. Pero hace el Juan Salvo de Stagnaro de unos sesenta y pico. Ni siquiera. Hace de Darín. ¿Y qué es hacer de Darín? En los 90 y hasta la gran Nueve Reinas (Bielinsky; 1998), ser un porteño entrador, carismático, vividor, con calle, chanta y noble al final del día. Después de la película de Bielinsky, ser un porteño huraño, hinchado las pelotas, solitario, canoso, moralista y noble también al final del día. En el Juan Salvo de Stagnaro, claramente hace del segundo. ¿Funciona? No, pues no tenía que hacer de Darín sino de Juan Salvo. El de Oesterheld preferentemente. No una versión falopa del ferretero de Un cuento chino (Borensztein; 2011) de Borenstein.

            Caracterización. Ahí está uno de los problemas. El Eternauta de Oesterheld ya sea con dibujos de Solano López (57-59) o del gran Alberto Breccia (69) tiene una estética, tiene una caracterización de los personajes, tiene una psicología en y desde los mismos incluyendo a los extraterrestres. La estética más o menos se respeta, la caracterización no; por ello, por ejemplo, el gran Favalli del comic termina siendo una suerte de pelele pollerudo en la interpretación de César Troncoso. Caracterización. Pablo (Aron Park), el tornero, el adolescente que se vuelve hombre en la versión de Solano López (en la de Breccia será Susana y pondría en jaque de forma muy inteligente varios estereotipos machistas de la época), acá es un adolescente de ascendencia china o coreana mal educado y bastante pelotudo por momentos. Caracterización. La venezolana, Inga (Oriana Cárdenas), el elemento inclusivo y demagógicamente infaltable de Netflix. Caracterización. Llamarla, al parecer, Martita a la hija de Juan (interpretada por Mora Fisz) es muy 50-60s; en los 2000 garpa más Clara, una teeneger del montón que no agarra química con el personaje de Darín ni a palos. Caracterización. Omar (Ariel Staltari), un personaje bobo -por más que se lo considere “disruptivo”- que nunca parece abandonar al Walter de Okupas (2000), irrumpe sin ningún sentido en una serie donde está totalmente de más excepto para dar un nostálgico guiño, quizás, a eso que se llamó el Nuevo Cine Argentino del cual Stagnaro fue uno de los creadores y que hoy, gracias a Dios, después de Jauja (2014) de Alonso, no existe más.

            Guion. El Eternauta (2025) tiene un problema muy fuerte de guion pues no resuelve un conflicto que debe tener desde su pre producción: ¿se hace una versión autónoma, “basada en”, o, se respeta la historieta lo más que se pueda? Ni lo uno ni lo otro. Lo autónomo, que parece ser la resolución del conflicto, se corroe en los seis capítulos ante la genialidad de la historieta original. Se queda chico, cayendo en los lugares comunes de todas las series pos apocalípticas -con mucho aroma a The last of us– que hay dando vueltas actualmente. Incluso, la escena del supermercado parece un calco con la de la fallida The electric state (2025) de los hermanos Russo también de Netflix. La comparación entre la serie y la historieta se hace inmediata, entonces, y la serie pierde. Pierde mal.

            Comparación. El que leyó la historieta ya sea en las versiones con dibujos de Solano o de Breccia y ve la serie va a esbozar, probablemente, un “mmmmmmmmmm” para terminar rechazando -de un modo u otro- a la venezolana, al chino, a Walter haciendo de Omar (o viceversa) con tortillitas santiagueñas, a la versión polleruda de Favalli, a los diálogos boludos y rellenos, a las cancioncitas del rock nacional, a la permanente exposición de publicidad (¿subliminal?) que va desde Lysoform hasta Carrefour y a lo particularmente aburrida que se vuelve la serie (no por falta de ritmo, sino de ideas) especialmente en los primeros capítulos. No obstante, el que no leyó las historietas, puede que le encante a rabiar esta serie porque sí, tiene una producción impresionante, con logrados efectos especiales para lo que es la ciencia ficción criolla, con Darín haciendo de Darín y una coherencia narrativa que no decae por más aburrida que sea.

            Demagogia. “Nadie se salva solo”. Frase demagógica si es que las hay y que fue slogan de la publicidad de la serie hasta el hartazgo. Son épocas (argentinas), éstas, pos autocracia kirchnerista, meritocracia macrista, pandemia albertista y libertarismo mileista. El grupo le gana al individuo suena muy lindo entonces. Suena lindo nomás. En la serie casi ni se nota y cuando se nota, se implota en su propia dinámica narrativa. Todo parece correrse en un decante de los saqueos del 2001 en Argentina o los del 2013 en Córdoba. Por ello, la frase no engrana mayormente en esa Buenos Aires pos apocalíptica que está en plena guerra en realidad, en plena invasión, en plena disputa entre enemigos internos y externos, entre el nosotros y los Ellos.       

Segunda temporada, entonces. Seguro. Ya está anunciada de hecho. Sería la más interesante en teoría. Sería la de la famosa batalla en River. Sería la de la aparición de los Manos y de los Gurbos (esperemos), donde Juan Salvo finalmente se transforma en el Eternauta para combatir a los Ellos (el Odio Cósmico) e intentar rescatar a su familia. Pero, Darín, las caracterizaciones, el guion, las comparaciones y la demagogia van a seguir en su contrapeso. O no. Eso es lo maravilloso de Juan Salvo: sus saltos temporales, sus pliegues espaciales, su épica criolla donde a Oesterheld no hay que dejar de buscarlo para que nos advierta: donde hay que encontrarlo en su gran obra, y no necesariamente en esta versión de Bruno Stagnaro. No en un cuadro de San Martín en Campo de Mayo que juega a la ironía, al golpe bajo, a lo que no tendría que haber pasado pero pasó. Como la invasión. Como la nieve que sigue cayendo aunque no la notemos. Como el Juan Salvo que calza máscara para salir a la calle una vez más en esta Argentina donde nace la resistencia. Donde seguimos resistiendo a todo(s).

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