Esta vez no empecemos por el principio. Desplacémonos a lo largo de Vinci-cuerpo a cuerpo (González; 2024) hasta algo más allá de la mitad de sus casi 80 minutos. Es una serie de escenas sucesivas que parecen apartarse de la imagen planteada hasta allí de Leo Vinci. Lo vemos en primer lugar leyendo con su esposa y comentando sus lecturas; luego, los dos comparten una película en la televisión (hay algo de juego con el hecho de que se trate de una película italiana llamada Seremos jóvenes y bellísimos); enseguida, se los ve en la cocina mientras preparan una comida y finalmente comparten la cena en la terraza-jardín de la casa. En el final de esa secuencia que parece abjurar de serlo –en tanto la continuidad entre una y otra escena se revela difusa- Leo Vinci sucumbe al cansancio y se duerme, se deja llevar por el cuerpo que ya no puede mantener despierto, aunque haya un intento final de proyectarse hacia la posibilidad de volver a acampar en el bosque. Vinci es en esa secuencia un hombre común y corriente, sumido en una vida cotidiana de apariencia sencilla.
Sin embargo, Vinci no es cualquier persona y el documental se empeña en sostenerlo al punto que esa secuencia se puede percibir como extrañada; como una intrusión que viene a afirmar lo contrario. Entonces sí, ahora volvamos al comienzo. No tanto a la voz de Vinci que abre el documental (“Nunca quiero, nunca quise, hacer algo que guste”), sino a lo que sigue. Franca González elige mostrar a Vinci en un largo travelling entrando en su taller. La imagen da la dimensión del espacio (una serie de estancias que parecen siempre estar dando lugar a otras), pero sobre todo, muestra a otro Vinci, ese que avanza para trabajar. La voz en off refuerza esa imagen: “Cuando entro al taller estoy en el cielo”. Ese Vinci del inicio puesto en relación con el de lo cotidiano, se parece a un superhéroe que se quita sus ropas para convertirse en otro, uno cuya fuerza parece inagotable y que se despega de las vicisitudes propias de la edad. Cuando Vinci entra al taller, cuando se despoja de sus ropas de calle, el paso del tiempo se relativiza, los años reales de vida se niegan en la vitalidad y la fuerza. El superhéroe aquí no quiere salvar a la humanidad de algún desastre (o sí, si lo pensamos desde el valor del arte) , sino que viene a salvar al Vinci-hombre común de un destino que podría ser anodino y que en él no tiene cabida posible.
Vinci, superhéroe, se enfrenta a otras fuerzas de la naturaleza para moldearlas a su gusto y necesidad. Arcilla, madera, acero, mármol: de lo maleable a lo resistente, todo se rinde ante ese hombre de 90 años. El documental refleja ese proceso sin subrayarlo, simplemente acompañando desde la mirada (que va del distanciamiento para ver la totalidad al plano detalle que destaca la minuciosidad de la búsqueda) y disponiendo un orden que parece aleatorio, pero que se revela un pasaje de un medio al otro. A eso se le llama obra. Pero la imagen no se detiene tanto en ella (alcanza con un par de recorridos por esa especie de museo casero donde se expone –no se acumula- parte de ella), sino en el trabajo, como si en él estuviera todo lo que importa. Puede intuirse: la obra terminada es objeto quieto, una imagen congelada de un momento del artista; el trabajo es un continuo, una obra viva en construcción permanente. Hay una escena que cruza esos mundos para relativizar la aparente distancia. Cuando Vinci visita la Casa de Gobierno, después de sorprenderse porque su obra no está arrumbada en un espacio oscuro, procede a corregirla, a moverla para que el conjunto escultórico coincida con la sombra dispuesta a sus pies. Allí, la obra vuelve a presentarse inacabada, siempre susceptible de modificación.
Hay otra dimensión que Vinci–cuerpo a cuerpo explora para desmontar la idea de hombre común. Si bien resulta evidente el interés del propio artista en mitigar el lugar de su figura (la referencia al peso del nombre que le pusieron sus padres –Leonardo Dante Vinci Greco-; su idea de que “siempre tuve la sensación de ser un poco un estafador”; las fotos con su esposa Marina, reflejando lo cotidiano en el pasado) hay otro costado que parece resaltarse. Algo que parte de su intención de encontrar una foto que cree perdida y que será, más que la belleza de la foto en sí, una prueba de la ruptura que implicó el artista en el pasado. Allí está el viejo noticiero cinematográfico (que resume al artista con el lema “verdad en persona y en obra”), y sobre todo, el punto de partida es esa foto de la visita de André Malraux que derivará luego en su visita a París. Para cuando aparece la foto buscada, tomada por Sara Facio en el antiguo taller, lo que aparece es ya no solo la imagen del Grupo Sur, sino aquello que quedó guardado y atestigua su lugar artístico (los catálogos de muestras y las fotos guardadas desde hace más de 50 años en un paquete sin abrir: ver allí la notable similitud que se provoca con la urna con las cenizas de los padres que parecen convertidas entonces, en el olvido, en parte de la obra).
Pero hay que volver allí a esa dimensión en la que Vinci deja de ser un Superman para volver a ser un Clark Kent, por decirlo de alguna manera. “Los plásticos usan las manos para crear y jugar”, lee en un libro y lo replica con cierta gracia y es posible entender eso que parece trabajo como un juego. Un juego con los objetos para transformarlos, para que sus formas truequen en otras. Entre el “hacer hace que el cerebro funcione” y la idea de que “debería ser algo más de lo que soy y quizás eso me lleve a seguir trabajando”, el estatus de superhéroe de Vinci se disuelve para sostenerse en la idea del “animal que construye”. Esa disolución, ese regreso a la aparente normalidad es el camino del tramo final del documental, entre el festejo del cumpleaños y el deseo cumplido de volver a acampar en el bosque. Una forma que, en ambos casos, retoma la distancia, una vez que el artista vuelve a quitarse su traje, su capa protectora y pretende –aunque en el fondo no pueda- volver a ser un hombre común y corriente.
Vinci. Cuerpo a cuerpo (Argentina, 2024). Guion y dirección: Franca G. González. Fotografía: Franca G. González. Edición: Alejandra Almirón, Franca G. González. Duración: 79 minutos.
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