Toda frontera es un límite y una oportunidad liminar al mismo tiempo. Termina un algo pero, a partir de ella, comienza un otro. Estados Unidos y México lo saben de manera histórica, racial, cultural y económica. El inconsciente colectivo de ambos países se carbura y enciende con el sólo hecho de estimularse a partir de esa frontera que separa ambas naciones en ese sur yanqui/norte mexicano cargado de desierto, sol y muerte. Sicario 2: Soldado de Stefano Sollima no es más que una suerte de buscapié, de provocación para que este inconsciente emerja con todas sus miserias y grandezas de forma desbocada e incontrolable; que emerja con todo lo que al volverse conciencia, precisamente, se analiza, juzga y -moral y ética de por medio más que mediando- quiebra.
Stefano Sollima, ese director italiano de la muy subestimada Suburra (2015), sabe que su película es una continuación extraña de la de Villenueve, y sabe también que la misma se va a convertir en franquicia. Para ello, lejos de agotarla, la debe potenciar. Y lo hace apelando a una fórmula esencial: más que una narrativa (especialmente si hablamos de inconscientes colectivos) que la guíe, la película tiene que tener atmósferasque la construyan; una sucesión de atmósferas que la vuelvan hipnótica y, particularmente, atrapante.
Es allí donde la fotografía y la música, por un lado, y el enorme Benicio del Toro y el gran Josh Brolin, por el otro, juegan un papel fundamental. Del Toro (Alejandro) y Brolin (Matt Graver) lejos -pero bien cerca al mismo tiempo, jugando con lo fronterizo también- de los estereotipos clásicos de los personajes del género, interpretan a dos mercenarios entrañables que todo el tiempo coquetean turbiamente a ser ayudantes y antagonistas, a quererse en una rarísima fraternidad de asesinos que se puede quebrar a la primera orden de un alto mando para que se maten entre sí. Nada es personal pero todo lo es. El patriotismo y la familia son una excusa (¿más?) para matar. Matar es el modo único a nivel individual y colectivo de sobrevivir. Sobrevivir, es la única opción para vivir.
Por esta razón, los enemigos parecen ser otros pero, en realidad, son ellos mismos y éste es el gran acierto de Sollima a la hora de proponer su historia y sus atmósferas. Historia y atmósferas que pivotean en un daño colateral a lo que parecía ser la trama principal (otro acierto más) del film: los árabes se le filtran a los Estados Unidos por la frontera de México para inmolarse en territorio yanqui. Al paso de una frontera a otra, lo manejan de forma clandestina los cárteles narcos, quienes se han dado cuenta que es mas rentable el tráfico de personas que el tráfico de cocaína. Si Estados Unidos quiere cortar con estas filtraciones, debe considerar a los cárteles terroristas igual que a los jihadistas árabes y, para ello, debilitarlos.
Como Hernán Cortés contra los aztecas en el siglo XVI, “el divide y vencerás” renacentista es el mejor método. El ministro de defensa yanqui (un apenas aprovechado Matthew Modine) le da vía libre a Matt Graver para que induzca, provoque y desate -desde la clandestinidad de la clandestinidad- una guerra interna entre los diferentes cárteles. Graver, entonces, opera y secuestra a la hija del capo narco más poderoso. Pero, todo lo que podía salir mal, sale. Y allí, realmente, comienza -como ya dijimos, colateralmente- la historia de la película: comienza el periplo íntimo de Alejandro intentando salvar (de todos los modos posibles) a la hija del capo narco que mató a la suya. Que mató a toda su familia.
Llevar a Isabela Reyes (interpretada por una más que prometedora Isabela Moner) a la frontera entre Estados Unidos y México para sacarla de México parece ser la única opción que tiene Alejandro para reivindicarse consigo mismo. Sin embargo, la chica es un blanco a ambos lados de la frontera, tanto de un lado como del otro la quieren matar. Como una prensa a presión, la frontera parece ser el único reducto de salvación. La comunicación de Alejandro a través del lenguaje de señas con un campesino mexicano mudo, quien le brinda ayuda en el desierto, parece denotar la metáfora más poderosa del film: el silencio, lo que se calla, ya sea por la fuerza de la naturaleza o la hostilidad del hombre, lejos de ser una limitación, es una posibilidad de indulgencia.
La indulgencia es lo que Alejandro desea en su vida jugada, quebrada, partida, destrozada pero que lejos de terminar en el suicidio, apela a la muerte ajena, a la venganza infinita para seguirse consumando; apela a que ese sufrimiento interno que padece se cristalice y ramifique como un virus en todos aquellos que, de un modo u otro, conspiraron para hacerle daño: para matarle a la esposa y a la hija y condenarlo a que sea un asesino serial implacable lejos de ser el abogado respetuoso de las leyes que era cuando trabajaba en su Colombia natal.
A que sea un soldado de su propia causa sea cual sea esta causa personal.
La conciencia (de clase, de rol social, de religión, de existencia…) se apuntala en Sicario 2 como un tótem inmutable al cual uno puede escupir, orinar, grafitear, patear, ningunear pero nunca voltear. Un tótem que, de un modo u otro, siempre ilumina con su sombra (valga la paradoja) todo acto humano (¿?) de matar o dejar de vivir; de destruir o salvar… de condenar o, simplemente, perdonar.
Poderosa en su puesta en escena, prodigiosa en sus interpretaciones, y particularmente realista y virtuosa en sus secuencias de combate, Sicario 2: Soldado de Stefano Sollima se configura a sí misma como un prodigio dentro del género y una particular apuesta estética (¿una poética quizás?) dentro de las películas de acción que licúe los remanentes de Michael Bay y proponga una impronta seria -como lo fue el western alguna vez- a un mercado hollywoodense cada vez más viciado del superhéroe y más permeable a sacrificar al héroe para que ese vicio “super” se siga sosteniendo tanto en las taquillas como en todo el mercado que se consume al respecto[1].
Sicario 2: Soldado (Sicario 2: Day of the Soldado, Estados Unidos/Italia, 2018). Dirección: Stefano Sollima. Guion: Taylor Sheridan. Fotografía: Dariusz Wolski. Edición: Matthew Newman. Elenco: Benicio del Toro, Josh Brolin, Isabela Moner, Catherine Keener, Jeffrey Donovan, Matthew Modine. Duración: 122 minutos.
[1] Por ello, por esta condición de prodigio y posible apuesta estética, es que le perdonamos el final a Sicario 2. Sólo por ello y, como el mismo Alejandro enseña en la película, perdonar también es una forma noble de disfrutar de este infierno en el que arde la vida; en donde las fronteras (silenciosas) con el más allá, sólo nos reducen a la incertidumbre de este implacable, cruento y violento más acá.
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