¿En dónde poner a La noche adentro (Alonso, Piazza; 2022)? O mejor, para no caer en lo absurdo de clasificaciones para estanterías estancas, la pregunta podría ser: ¿Cómo nos situamos frente a una película como ésta? Pongámoslo en términos un poco más claros: hay una apariencia, mientras se la observa, que parece transparente en su recorrido narrativo, pero a poco que se la empieza a pensar, cuando la película termina y empiezan a decantar las ideas que promueve o que genera, aparecen ciertos chirridos, algunas formas que se revelan inesperadas en su tratamiento y que podrían generar hasta incomodidad.
Lo primero que se advierte es algo que puede parecer una disfunción y sin embargo no. Las primeras escenas de la película, con su acción reducida a los movimientos cotidianos de una familia en una casa que se intuye, está situada en un paraje solitario –el sonido del viento es una presencia continua en toda la película-, remiten a los elementos minimalistas que consagraron la emergencia de lo que se llamó Nuevo Cine Argentino. Personajes parcos, apáticos, reconcentrados en sí mismos, ausencia casi total de palabras y despreocupación por una presentación en la que los personajes adquieran un perfil inicial completan el panorama. La irrupción nocturna de esa joven mujer que cae herida ante la puerta de la casa en la que viven María (Mónica Lairana) y su padre (Chicho Vargas), no solamente alterará la rutina cotidiana, sino que hará irrumpir pocos minutos más tarde, una formulación cinematográfica que parece contraponerse a aquella.
Porque en algún punto de ese desarrollo, La noche adentro parece volverse sobre sí misma para adoptar los modos de la época en la que ocurren los sucesos que narra. Si bien la ubicación temporal no es del todo precisa, la presencia de los militares y la referencia a una militancia que se supone clandestina –al menos en parte- hacen alusión a los años de la última dictadura militar. Entonces, aquellos elementos propios de ese apocamiento que se desarrollan en un comienzo –y que por momentos vuelven a aflorar en las acciones de los personajes- empiezan a contraponerse con una construcción que remite a ese cine de la posdictadura –genéricamente señalado como “el cine de los 80”, cuando en realidad se extendió al menos hasta más allá de mediados de la década siguiente- que fue denostado en bloque por los nuevos realizadores. Pero lo interesante es ver cómo funciona aquí esa posible alquimia, porque es allí donde radica la incomodidad de la película: cuando en esa base de modernidad irrumpen diálogos que por construcción y tono remiten antes a ciertas formas sentenciosas, se produce una tensión interna que pone a la película en otro lugar. La sensación es que esas formas del “cine de los 80” van avanzando sobre el relato para construir una hibridación, a veces con resultados más interesantes –el recorrido nocturno de Salazar (Valentina Luz Aparicio) para llamar a sus compañeros para que la rescaten-, a veces con un subrayado innecesario –la escena en que el camión del ejército se detiene en el campo de enfrente para llevarse a uno de los trabajadores de la viña-.
Pero también en cuanto a lo temático se produce ese cruce. En el fondo puede advertirse cierta tendencia a adaptar las coordenadas de ese cine de los años posteriores a la dictadura: subyace algo de la necesidad de denunciar el accionar militar, su brutalidad y autoritarismo y el estado de persecución sobre los militantes. Incluso puede pensarse que en el personaje de Salazar subsisten algunos de esos elementos, en tanto su militancia es tan difusa –no sabemos si pertenece a alguna organización política o algún brazo armado- que queda en el camino la dimensión política del personaje y su representación, reducida a un espacio que se advierte –si como han señalado los directores, que la acción ocurre en 1978- como de resistencia antes que de lucha contra el régimen militar imperante. Sin embargo, es imposible negar en La noche adentro la existencia de una dimensión política, aunque termine apareciendo limitada y no explicitada: hay en esa mirada que se establece sobre los militares en el poder –avalada por el onírico uso de algunas imágenes documentales-, un planteo que logra exceder el plano individual que implica a Salazar y que involucra al resto de los personajes, aún cuando lo haga desde cierta ambigüedad (el viejo parece tener algún tipo de contacto con formas de resistencia aunque sean de baja intensidad, que hacen que no exponga a Salazar y le brinde refugio).
Donde la película consigue despegarse de los modos habituales que tenía aquel cine que oscilaba entre la denuncia y la exposición morbosa de la violencia de época –aunque aquí haya al menos un par de escenas que parecen remitir a ese modelo: la del hallazgo del cuerpo y la del asesinato del trabajador-, es en la construcción de un clima que proviene de dos vías. Del lado de María y su padre, la vida en ese paraje solitario, con un pueblo al que se menciona pero está siempre en fuera de campo, remarca no solo la soledad sino la aridez que el paisaje contagia a los personajes y sus relaciones (las explosiones deseantes de María parecen funcionar como ruptura, como disfunción de la disfunción que implica su vida en ese espacio). Del lado de Salazar, plantea no solo el riesgo de ese afuera que apenas se intuye –la cámara solo sale del espacio del terreno de María y su padre, cuando Salazar se va de la casa-, sino el espacio de refugio reconvertido mentalmente en una reclusión. Un refugio sin salida posible, en el que el cuerpo debe escamotearse a toda mirada ajena y desde donde solo queda la posibilidad de ver lo que ocurre sin poder hacer nada. La ambigüedad que rodea a los personajes –especialmente focalizada en el vecino de enfrente, pero también en la actitud oscilante que tienen María y el viejo- y los hechos que se van sucediendo en las cercanías –la referencia a los disparos que se escuchan por las noches, las camionetas que buscan en la noche, el camión del ejército, la aparición del cadáver-, suman a una construcción del espacio en donde lo real se mezcla con lo paranoico y todo se convierte en una amenaza, en una soga que se va ajustando sobre el cuello del personaje hasta asfixiarlo y preferir la posibilidad –remota- de un escape, de un regreso a una (falsa) normalidad, aunque ello implique el riesgo mayor de morir. Es allí donde la mirada sobre la época se desmonta de lugares comunes –el heroísmo inclaudicable del luchador tanto como la indiferencia del entorno-, para poder señalar tanto las dudas que provienen de la orfandad de lazos –Salazar ya no tiene compañeros que puedan ir en su rescate y solo quiere saber de su hijo-, como de las posibilidades de encontrar gestos de solidaridad y contención, que ponen en riesgo a la totalidad de esa estructura social.
La noche adentro (Argentina, 2022). Dirección: Alejandro Alonso, Carina Piazza. Guión: Carina Piazza Fotografía: Mariano Donoso. Edición: Camila Menéndez, Andrés Llugany. Elenco: María Mónica Lairana Salazar: Valentina Luz Aparicio El viejo: “Chicho” Vargas. Duración: 95 minutos.
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