Casi en el comienzo de la película, hay una situación que la puede definir en su totalidad: apenas llegada al aeropuerto de Los Ángeles, la arpía, antipática e insufrible escritora P. L. Travers le dice al amable y bonachón chofer (siempre eficaz Paul Giamatti) quela Compañía de Walt Disney mandó para buscarla: “Esta ciudad huele a…”, “…jazmines”, termina la frase el chofer. Pro Travers le retruca automáticamente: “No, huele a cloro y sudor”.
Todo dicho: Hollywood y Disney “venden” aroma a jazmín cuando la realidad huele a cloro y sudor. Por eso la “Mary Poppins” de los libros de Travers es cloro y sudor y la “Mary Poppins” que propone Disney para su adaptación cinematográfica es puro jazmín. En esta contradicción de hipocresía y negocio se basa la negación de más de veinte años de Travers para cederle los derechos de su libro a Disney. En esta “mágica” reconversión de la hipocresía en negocio, es que Disney basa su confianza para convencer finalmente a Travers luego de haberla esperado veinte años. Y precisamente en esta dialéctica de lo oculto y lo visible (lo íntimo y lo comercial) es que la película de Hancock estructura sus casi dos horas de filmación: desde el comienzo hasta el final, la historia se desenvolverá de manera pausada y predecible en ir (re)descubriendo las analogías que hay entre los personajes de ficción de la obra y los reales en la vida de Travers con sus respectivas afecciones psicológicas.
A medida que la escritora revisa el guión con los creativos de Disney, una serie de flashbacks constantes irán mostrando como Mary Poppins se transformó en un obvio mecanismo del subconsciente de Travers para intentar compensar una niñez traumada y signada por el amor incondicional que la autora australiana le tenía a su padre: un apuesto irlandés gerente de banco, bohemio y soñador que no encontraba su lugar en el mundo a pesar de la hermosa familia que tenía y que por eso terminó como un patético e irresponsable alcohólico postrado en una cama.
La película amaga situar en este punto su nivel más interesante de lectura, pero rápidamente lo disipa por el sentimentalismo de manual: Travers ve en Disney lo mejor y lo peor de su padre; ve en Disney lo que su padre no pudo ser, pero también lo que no debería haber sido nunca. Por eso Travers lo odia y lo ama al mismo tiempo, por eso lo considera un genio a la altura de Einstein, Van Gogh y Frida Kahlo, pero también un vulgar comerciante del entretenimiento ampuloso, grosero y exagerado. Que Hancock no desarrolle mayormente esa ambivalencia propuesta es lo que atenta drásticamente contra el personaje encarnado por Tom Hanks (de lejos, el más interesante de la historia) y contra la historia en sí misma. El mítico Walt queda caricaturizado con una imagen bastante conveniente que, en términos de Travers, despertaría aún más desconfianza sobre las verdaderas intenciones (arte o comercio) que tiene Disney al querer filmar su libro tan preciado, las mismas de esta película al mostrarnos ese episodio “puertas adentro” de uno de los films más famosos de la franquicia del ratón.
Amena, tierna, prolija, con buena dosis de golpes bajos, excelentemente ambientada y por momentos bastante predecible aunque sumamente llevadera, El sueño de Walt propone desentrañar las analogías (¿psicológicas?) de un personaje que fue igualmente famoso tanto en libro como en película, siempre desde una mirada políticamente conveniente (más que correcta) y siempre asumiendo, además, que el olor a jazmín es mejor que el del cloro y sudor por más que el de jazmín sea una simulación y el de cloro y sudor, la realidad inevitable. P. L. Travers sentada frente al muñecote de Mickey en su solitaria casa al final de la película, después de la visita “convencedora” de Disney, es el mejor y el peor ejemplo de esta mirada. ¡Supercalifragilístico para todos y todas entonces!… aunque Travers odiara esa frase impuesta en California porque, simplemente, no significaba nada.
El sueño de Walt (Saving Mr. Banks, EUA, 2013), de John Lee Hancock, c/ Emma Thompson, Tom Hanks, Colin Farrell, Jason Schwarzman, Paul Giamatti, 125’.
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