“Has ido muy lejos, Lina”, le dice el R.F Simpson de Millard Mitchell al insufrible personaje de Jean Hagen en el final de Cantando bajo la lluvia. Luego, y previo complot entre el propio Mitchell, Gene Kelly y Donald O´Connor, el telón se levanta y la Lina Lamont de Hagen queda en evidencia. El público descubre que no es ella la que canta sino quien estaba detrás de las cortinas, la eterna Kathy Selden de Debbie Reynolds. Expuesta y desesperada, Hagen abandona rápidamente el escenario y el plano. Dos minutos después, la película termina. No hay tiempo para contar la deriva de ese personaje. Pero tampoco hace falta. Porque con esa breve línea y con esa huida en apariencia intrascendente, Stanley Donen y Gene Kelly “nos perdonan”, como solía escribir Borges, los excesos escatológicos y las posibles caídas en desgracia. Nos ahorran la probable desdicha y las decoraciones superfluas. Nos evitan la mierda y la sangre, la burda genitalidad y la decantación de la muerte, no por puritanos o conservadores, sino porque confían en la imaginación, porque prefieren, para seguir con Borges en ese prólogo memorable a Las ratas de José Bianco, confundir “el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia” y negarse a reproducir cualquier “principio de identidad”, que en este caso significa, por oposición, darle al fuera de campo el peso dramático que se merece.

Con esa sentencia escueta y con esa fuga lateral, Donen y Kelly describen el funcionamiento excluyente del sistema hollywoodense sin necesidad de demorarse en la configuración de destinos probables, en tragedias innecesarias, en miserias redundantes. Sabemos que Jean Hagen murió veintidós años después de hacer Cantando bajo la lluvia y que nunca más volvió a tocar la cima que alcanzó en esa película. Sabemos que la voz responsable de doblar a Reynolds en las canciones del musical de Donen y Kelly era la de la gran Betty Noyes. Sabemos, aunque nos cuesta creerlo cuando vemos su despliegue físico, que Donald O´Connor fumaba incansablemente y que terminó agotado y en cama después de filmar su famosa «Make ’Em Laugh». Sabemos todo esto, entonces, por la veracidad de los créditos, por la verosimilitud cronológica de las biografías, no por las leyendas impresas en la pantalla, que son las que al final nos permiten recordar y acaso imaginar el devenir de esos personajes.

Sabemos, también, y ahora, cuando vemos la megalómana y ambiciosa Babylon de Damien Chazelle, deudora y mala aprendiz de Cantando bajo la lluvia, que el director prefiere esas formas veraces e inobjetables de los hechos por sobre las del artificio falible y la invención lúdica. Sabemos que si alguien muere o decide darse muerte en sus películas, como ocurre aquí con el suicidio del personaje de Brad Pitt, la sangre en la pared nos confirmará de manera ostensible el deceso. Sabemos que cuando la estrella de su musa se agote y ésta se pierda en la oscuridad de la calle, como le pasa a la Nelly La Roy de Margot Robbie, no podremos imaginar su previsible desenlace porque la noticia de su muerte temprana en la página policial de un diario nos anulará, en un plano posterior, ese ejercicio.

No sabemos, en cambio, aunque sí podemos suponerlo, que, tal vez abatido por algún “melancólico influjo” (otra vez Borges y Las ratas) que lo lleva a ejercitar, película tras película, una descripción compulsiva e inobjetable de los acontecimientos, Chazelle no prestó atención a ese parlamento final de Mitchell ni a ese retiro fugaz de Hagen. De haberlo hecho, probablemente nos hubiésemos ahorrado todos esos primeros planos de trompetas saturadas, y sobre todo ese falso descontrol sin gracia que es Babylon, puesto en escena de manera aleccionadora antes que anárquica.

Sabemos, y esto sí podemos afirmarlo, que Chazelle no leyó a Borges. No tiene por qué hacerlo, claro. Pero tal vez conviene imaginar que, de haberlo hecho, de haber leído no ese prólogo a Las ratas, sino ese cuento en el que el escritor se refiere a una tal Babilonia como “un infinito juego de azares”, estas tres lánguidas, serias y superficiales horas de condena ejemplar a un mundo que ya no existe, que ya no puede defenderse y que tampoco importa que lo hiciera, nos hubiesen permitido guardar, quizás, una esperanza secreta, un espacio, una posibilidad para la redención o para elegir, llegado el caso, la perdición definitiva. Quién sabe.

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