Viernes 26 de febrero: Si Reina del desierto no es la peor película de Werner Herzog, pega en el palo. Me da la impresión de que, como Woody Allen, la hizo para seguir viajando. Pero no necesitaba filmar de la manera más convencional posible para viajar, ni normalizar la extrañeza de los paisajes -que era la de su mirada- con una dramaturgia tan pobre que ya no los transfigura. La historia parece ser la de una especie de T. E. Lawrence con polleras, y entonces uno tiene la esperanza de que haya al menos algo de la grandeza de la película de David Lean o de la aventura tragicómica El hombre que quiso ser rey, de John Huston. Para nada. Apenas dos o tres deformidades interesantes: un buitre (adelante, no en el fondo) cerca de dos enamorados que están a punto de besarse no tan singular como las iguanas de Un maldito policía en Nueva Orleans, una torre que ya quisiera uno relacionarla con la de Vértigo si Herzog fuera cinéfilo, un jump cut cuando la protagonista recibe una mala noticia, dos primeros planos desenfocados de James Franco y Nicole Kidman, Robert Pattinson haciendo de Lawrence, un chiste sobre la bendición de no ser alemán y algunos paneos generales con gran angular propios de un documental para National Geographic que desentonan en el marco de este qualité. Por suerte Franco se muere relativamente rápido, y digo que relativamente rápido porque los cuarenta minutos que está en cámara cortejando a Kidman son insufribles, además de ridículos. La edad de los actores no se corresponde con la de los personajes y el uso de la banda sonora es de una pereza fastidiosa. Dan ganas de asesinar a los violinistas. Algunos diálogos sobre el colonialismo hubieran sido mordaces en una película de hace setenta años, no en una de este año. Kidman no molesta, pero en una película de Herzog eso es un problema. Sin catalizadores monstruosos, sublimes o grotescos como Kinski, Stroszek o Cage, o como la galería de actores no profesionales que pueblan sus ficciones y documentales, todo pierde relieve. Quizá esta película, como tal vez Invencible hace unos años, demuestre cuán irrelevante y convencional puede ser Herzog, fabuloso animador de un circo que sin fenómenos -siempre supo encontrarlos o crearlos- carece de sentido. Acaso lo más interesante de ella sea la escenificación -torpe, pacata- del manifiesto desinterés sexual de la viajera y descubridora, alter ego del director, que prefiere sublimar esa energía en otras actividades (sin embargo lo sublime, patrimonio cinematográfico de Herzog, brilla por su ausencia). Ni siquiera Lean le esquivó el bulto a esa cuestión en Lawrence de Arabia, mucho menos Nagisa Oshima en Furyo, que hizo de ella el centro de su película con Kitano y Bowie. Pero Herzog ni siquiera balbucea la lengua exuberante del melodrama.
Miércoles 24 de febrero: No creo que estrenen Les heritiers, en la que la protagonista de Marius y Jeannette es una maestra que encausa la voluntad indisciplinada de un grupo de alumnos al proponer que compitan en un concurso educativo nacional con un trabajo sobre los niños asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra, pero ya anda dando vueltas y se las recomiendo porque es el Mal, enmascarado en un tema social e histórico filmado con una desconsideración tal hacia la forma que desmiente la supuesta preocupación que los personajes manifiestan por ella y me hace suponer que detrás de la película hay buenas intenciones (esas que siempre alfombran el camino al infierno). Hablo del Mal porque esa caracterización absoluta de un hecho histórico contingente se desprende de la puesta en escena de la película, por más que el discurso verbal de sus personajes más relevantes lo nieguen. Recomiendo verla porque sirve para ilustrar la desconfianza que conviene tener ante la proliferación de películas que ilustran temas de las agendas progresistas que cotizan en el mercado audiovisual, y el poco rigor ético-estético con que la mayoría de ellas son realizadas.
Lunes 22 de febrero: La sensación de que una película puede continuar inventándose infinita y hasta aleatoriamente, experimentada al ver las de directores japoneses como Seijun Suzuki y Sono Sion, creo haberla tenido por primera vez con las de Zulawski (la libertad de las vanguardias no es ajena a ninguno de los tres). En Mis noches son más bellas que tus días, uno de los títulos más hermosos que conozco, pone estas palabras en boca de Jacques Dutronc, que había sido el Van Gogh de Pialat: “Es mejor irse cuando es realmente bueno”.
No recordaba que el telón (de acero) de fondo de Posesión es el muro de Berlín. Szamanka, una desmesura cósmica fabulosa filmada en 1996, despliega su triángulo de amour fou entre un antropólogo, la momia de un chamán y una vampiresa dark a la que llaman “la italiana” en los alrededores de las fábricas metalúrgicas que la industria cinematográfica soviética había transfigurado luminosa y hasta líricamente, de un hospital psiquiátrico, de los barrios bajos de Varsovia y de altos departamentos grises, monoblocs donde la vida se destiñe (Kiyoshi Kurosawa es uno de los directores que mejor ha filmado eso).
El leitmotiv de Zulawski es el del desorden amoroso, la transgresión del espacio público regido por la moral burguesa. Todo se mueve continuamente en el plano, incluida la cámara. Los cuerpos se desnudan en medio de la calle y sin aviso previo, en tomas capturadas a veces con velocidad y actitud de travesura romántica, otras de rebelión existencial, siempre de terrorismo fisiológico.
Viernes 19 de febrero: En Mommy hay una actitud admirable que puede ser ejemplificada con la cantidad de escenas en las que los personajes andan en medio de la calle. No van por la vereda ni cerca del cordón, ya sea que caminen o monten sus bicicletas, sino en el medio de la calle, justo en el medio, entorpeciendo a los autos si es preciso. Todo ese espacio es suyo y lo usan. La cantidad de veces que eso pasa, justificada por el carácter explosivo de los protagonistas, tiende a naturalizarlo. El propio formato de la pantalla, la mayor parte del tiempo tan angosta como la de un celular, se convierte en una calle para que la mirada se contagie y la ocupe a conciencia y felizmente, porque a pesar de la estrechez, más que una calle es una avenida de fiesta, un espacio público manifestante. La limitación -del campo visual como de las condiciones de vida de los protagonistas- no lo es para la puesta en escena. Dolan tiene una capacidad fabulosa para componer bella y significativamente el plano, aunque su manifiesta estilización pide para sí, en un gesto de romanticismo pop notable, la más absoluta gratuidad, por mucho que la sepamos imposible. ¿La libertad es vertical? Si la libertad, al menos artística, fuera lo mismo que la naturalidad con que el director trabaja ese campo visual reducido, la respuesta sería afirmativa. Pero también es cierto que la verticalidad institucional mucho tiene que ver espacialmente con la caída final del protagonista.
Steve, un pibe huérfano de padre que no tiene más de dieciséis años y vive con su madre durante casi toda la película, empieza y termina en un hospital psiquiátrico que es y no es una institución canadiense contemporánea, porque un prólogo ubica la acción en un tiempo que luce como el presente pero corresponde a una organización social que pone en manos de los ciudadanos la posibilidad de entregarle al Estado el destino de los hijos que no pueden controlar. Como en El agujero, de Tsai Ming-liang, una leyenda inicial desplaza ligeramente las acciones hacia un futuro cercano o, en este caso, hacia otro marco legal para mejor desplegar una representación trágica de los funcionamientos sociales de los países desarrollados contemporáneos, igualmente represivos y alienantes. Con eso alcanza y sobra para hacer de Mommy, además de un melodrama desbordado, una película política. La vecindad de la muerte, sin ir más lejos, ocurre estratégicamente en dos espacios institucionalizados: el hospital y el Súper Mercado. Gracias al mencionado prólogo y la concentración del espacio visual este último recupera en apenas una escena la dimensión material manifiesta y alegórica latente de las mejores películas de terror políticamente conscientes de su potencial.
Como en muchos grandes melodramas los lazos familiares, especialmente el de una madre y un hijo, son todo: principio y fin del mundo. El de Mommy transcurre en Quebec y al final de la película uno de los tres personajes principales anuncia su mudanza a Toronto con mal disimulado pesar. Ese personaje, una mujer de la misma edad de la madre de Steve, vive al otro lado de la calle con su esposo y su hija, pero pasa a formar parte de la familia disfuncional que está de este lado, del nuestro, los héroes brutos, sacados, inestables, heridos, entusiastas de Dolan, que los ama porque son aquellos en quienes los sentimientos están en carne viva, que cree en ellos porque ellos no tienen otra cosa en la vida más que su creencia. De uno y otro lado de la calle hay pequeños burgueses, pero los de este lado no se la creen y por eso gritan y hablan por demás, incluso cuando menos lo intentan en pro de encajar de alguna manera en la sociedad, mientras que la mujer de enfrente tartamudea desde hace dos años y prácticamente no intercambia palabra con los suyos. Por eso mismo la vecina pasa a ser parte de la vida de ellos al precio de compartir la violencia y la pasión, reacciones contra la locura del orden sistémico internalizado, la más peligrosa de todas las locuras.
En una secuencia magistral Dolan materializa el control al que es sometido un sujeto trágico como el de la madre coraje de esta película, tironeada por fuerzas y mecanismos que ignora, y el único destino posible del hijo, sujeto sacrificial. Se corresponde con uno de los dos momentos en que el formato ocupa todo el ancho de la pantalla, pero contradice el sentido de la apertura previa. La primera vez que eso ocurre es cuando el trío protagonista sale a andar en bicicleta y el propio pibe abre con sus manos la pantalla justo al doblar una esquina suburbana. La sensualidad perceptiva de la curvatura de una bocacalle vista en movimiento nos transmite la plenitud de la experiencia. En cambio, la madre es la autora intelectual de la segunda apertura de pantalla, prolegómeno del desenlace. Si el hijo trabó relación física con el dispositivo para modificarlo, liberando con sus propias manos a nuestra mirada de la angostura continua que nos imponía, como si de un Sansón iconoclasta o de un Moisés libertario se tratara, lo que su madre libera en la segunda apertura -ya sin participación de su cuerpo- es un acceso a su campo mental, a su prisión, pues no hay allí ni un ápice de singularidad. Gracias a un flashforward asistimos al soñado desarrollo de su hijo hasta convertirse en un ciudadano modelo, social pero sobre todo económicamente productivo, como el opaco marido de la vecina: graduación de la escuela secundaria, vehículo propio, entrada a la universidad, noviazgo, casamiento. Una colección de tópicos, un camino de postas pautado hasta el milímetro y publicitariamente idílico en aras del cual todo sacrificio es considerado meritorio. En esa secuencia de montaje Dolan filmó la ideología.
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