Acabo de ver Diablo en el C.C. San Martín, pero antes de hablar de la película quiero hablar de las complicaciones por las que tuve que pasar para verla. En principio, porque se estrenó en muy contadas salas de Capital Federal y en muy pocos horarios. Al Arte Cinema de Constitución no fui nunca, pero es sabido que, lamentablemente, va poca gente. El domingo intenté verla en el Monumental Lavalle, pero cuando pedí la entrada, el empleado de la boletería me advirtió que la proyectaban en el ‘microcine’ y en DVD. Un amigo me había dicho que había visto La araña vampiro en las mismas condiciones paupérrimas, así que preferí esperar algunos días más. Di por sentado que la vería en el Gaumont, sala que se sumó recién este jueves al estreno escalonado de la película. No obstante, los primeros dos días de exhibición hubo problemas con la Sala 3 en la que estaba programada, por lo que debieron trasladar la proyección a otra sala, sin que el cambio constara en algunos de los portales que informan los datos de la cartelera.
Como los nuevos horarios no coincidían con los míos, finalmente la vi ayer viernes a las 19 en una de las dos excelentes salas del C. C. San Martín, cuyo único defecto consiste en no aceitar con regularidad las cómodas butacas reclinables que rechinan bastante insidiosamente. A decir verdad, hubo otro problema más, pero fue subsanado una vez que lo informamos, diez minutos después de comenzada la proyección. El volumen era demasiado bajo y Diablo es una película metalera, cuya efectividad radica en que se escuchen bien y fuerte tanto la música como los diálogos, escritos y pronunciados en magnífico argentino. Esta enumeración de obstáculos da cuenta de lo difícil que es ver en buenas condiciones Diablo y toda película que no forme parte del mainstream estadounidense, a pesar de haber sido filmadas con tanto cuidado como esta. Nicanor Loreti da cuenta de estos problemas y formula algunas posibles soluciones en una nota publicada por Otros cines.
Diablo es visualmente hermosa, hasta preciosista. A diferencia de muchas ficciones contemporáneas virtuales, frías y anémicas, es colorida como las películas de terror de la Hammer filmadas en los 60, los exquisitos y sangrientos policiales italianos de Bava y Argento de esa misma década y de la siguiente, y deriva también de un sin fin de películas de explotación (que incluye a Los extermineitors y Brigada Cola). Esta última clase de películas ha sido tradicionalmente realizada con bajo presupuesto, muy pocos escrúpulos, bastante apuro, poca responsabilidad, en algunos casos muchísima pasión y un cúmulo de imperfecciones que, las más de las veces, sólo reflejan las ganas de hacerlas pero aburren por ineficacia cuando no asombran por sus involuntarios méritos, y no construyen otra cosa que una fiesta colectiva para pocos que, sin embargo, son cada vez más y, por contados que parezcan, parece pasarlo mejor que la mayoría. Esto no es poca cosa y ahí está el festival Buenos Aires Rojo Sangre, con sus 13 ediciones, para confirmar que hay muchas películas dando vueltas, que hay público para ellas, y que hay un movimiento expresivo importante a su alrededor. Movimiento que incluso se afirma contra la noción tradicional o canónica de gusto.
Ese ha sido el caldo de cultivo del que emerge Diablo, poderosa y capaz de funcionar con éxito en el mercado, siempre y cuando cuente con los medios para hacerse un lugar en él, así como de conseguir legitimidad estética. El festival de Mar del Plata ha contribuido a ello con el premio que le dio el año pasado, así como el entregado este año a Hermanos de sangre, de Daniel de la Vega, parece confirmar ese apoyo. Quizá por eso Juan Pablo Cinelli se refirió a ella como ‘una película fundacional’. Algunos están agrupándola junto a otras bajo el rótulo Cine Independiente Fantástico Argentino y se entiende la reunión de algunas películas más o menos afines en función de la lucha que deberán entablar para tener continuidad y difusión. Pero me parece más pertinente el concepto de independencia que el de fantástico. Porque Diablo, de hecho, no tiene ningún ingrediente de esta índole, salvo las marcas de género provenientes del terror o del gore. Lo fabuloso de este cine es que ponga en escena una sensibilidad distinta a otras que vienen funcionando desde hace unos años en el cine nacional. Una sensibilidad social y política que consiste en hacer cine de entretenimiento tomando en cuenta las formas de hablar y actuar de las clases medias bajas y bajas argentinas, dándoles representaciones festivas y un objeto de consumo apetecible, accesible y elocuente.
Diablo toma del gore la idea de liberación carnavalesca de lo reprimido y de fiesta orgiástica, así como retoma a su manera el discurso político puesto en escena por el cine de terror de fines de los 60 y principios de los 70. Adrián Caetano podría funcionar como un antecedente dentro del Nuevo Cine Argentino, y el próximo estreno de su thriller Mala tiene chances de conectar con este imaginario de cine ‘negro’ (Sr. Negro, me corrige El Inca del Sinaí) que no exhibe el clasicismo narrativo de aquel pero sí su misma actitud reivindicativa de los oprimidos. Esa vitalidad desprejuiciada es lo magnífico de Diablo y de las películas que están dando vueltas a su alrededor, encabezadas por las de Campusano, que sería algo así como el autor con mayúscula de esta generación, un tipo que no sólo lleva filmados tres dramas del conurbano profundo rústicos y sofisticados como Vil romance, Vikingo y Fango, sino que también ha merodeado la movida subterránea del terror con su mediometraje Culto suburbano y el largo Paraíso de sangre, codirigido junto a Angel Barrera y Sebastián Mónaco.
Varias de estas películas comparten: originalidad hija de la completa ausencia de modelos cinéfilos o de modelos cinéfilos canónicos (si acaso queda alguno), o de la relación insumisa e inestable que establecen con ellos; construcción de modelos narrativos que incorporan usos y costumbres, dicción y espacios ajenos a los de las clases medias altas y altas, generadoras usuales de los contenidos y las formas cinematográficas industriales y artísticas, dando como resultado un conjunto de imágenes que funcionan como espejo amplio y deformante en el que mirar con alegría nuestra grotesca hibridez en continua reconstrucción; potencia política que no consiste en la declamación literal de discursos, sino en el protagonismo que se les da a su retórica e imaginario en cada ficción (la utilización exaltada, afectiva y a la vez irónica de la mitología peronista y comunista, sino cubana, en Diablo, pariente cercana de la de Peter Capusotto y sus videos), así como el peso de las construcciones sociales en el que las historias se enmarcan y producen (el hecho de que Campusano no sólo filme el conurbano pobre, sino desde el conurbano pobre, sus cada vez más complejas ficciones antropológicas).
Por último, se podría decir que buena parte de estas películas son anarco/peronistas. No quiero decir que sean ficciones a favor del kirchnerismo (sí son ficciones acerca del kirchnerismo, directa o indirectamente) aunque tanto Francia, de Caetano, como Diablo exhiben en el plano elaborados signos de simpatía hacia los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, ausentes en las películas de Campusano, protagonizadas por persona(je)s autárquicos, habitantes de zonas desatendidas del conurbano casi rural que siguen siendo, como sucede en buena parte de las provincias del interior, rehenes de gobiernos poco menos que feudales e intereses económicos ni siquiera matizados por la asistencia social, cuyo dispendio depende las más de las veces del puntero de rigor. Sin embargo, en todas ellas hay un par de aspectos que pueden vincularse a ese magma denominado peronismo cruzado por el ideario anarquista: la visibilidad de actores sociales usualmente marginados del panorama cultural, y la voluntad de poder entendida como actitud creativa, afirmación y deseo, que se despliega en películas y puestas en escena libres, diversas, poco escolásticas, que no se avergüenzan de sí mismas, están en continuo proceso de transformación, y liberan una energía contagiosa, concreta y comunitaria.
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que mala onda con el Arte Cinema, che! yo voy.
cada tanto van los directores, se hacen charlas, pasa cine insólito muchas veces, la gente que trabaja es muy amable y le interesa proyectar la película bien para la poca gente que sí vá.
Flor