No viene al caso en realidad, porque no hay ni medio punto de comparación, pero como considero que la libre asociación es una de las claves del placer, sobre todo a la hora de escribir, me lanzo al juego en busca de huir del bosque del tedio. Jason Zada filma una película que transcurre en Japón y gira en torno a la depresión y el suicidio. Mientras me perdía (por desinterés) en las líneas de diálogo de Sara (Natalie Dormer), que explica por qué su hermana es tan oscura y ella tan inocente, como si el hecho de que la primera esté teñida del mismo negro azabache que la viste de pies a cabeza y de que la segunda sea una blonda de prendas claras no lo dejara en claro, empecé a evocar la opresión angustiante que padecí -en el mejor de los sentidos- viendo Kairo de Kiyoshi Kurosawa. La sobreexplicación inutiliza la potencia simbólica propia del terror y, de esta manera, ya no promueve en el espectador las recónditas inquietudes que le provoca aquello que no puede describir.
Sara busca rescatar a su hermana gemela que estaría perdida en el corazón del bosque Aokigahara, donde los depresivos van a suicidarse y cuyas almas vagan en pena en busca de nuevas víctimas. A Zada le importa menos introducirnos en las distintas leyendas y mitos que giran en torno a este lugar que señalarnos la tristeza de Sara mediante la voz de otros personajes porque, si dependemos de la imagen y de la actuación de Dormer, no la percibimos en absoluto. No podía dejar de pensar en las almas errantes de la nada cibernética que viralizaban el dolor, la soledad y la muerte en la película de Kiyoshi. El mítico espacio del bosque y los demonios, que aquellas leyendas describen, mutan al espacio de lo virtual que exige un encierro físico convirtiendo al Hombre en el reflejo de sus demonios.
En Kairo, los primeros signos sonoros que surgen antes de la imagen y los títulos son el de una interferencia radial y el de las agitadas aguas del mar. Una mujer irrumpe en la pantalla de espaldas mientras observa desde la baranda de un barco el pesado cielo gris que sobre ese mar se cierne. Su voz en off comienza a relatarnos una historia. A partir de allí toda naturaleza se verá intervenida y contaminada por el hombre que, a su vez, termina absorbido por la (des)conexión alienante del hiper-tecnologizado mundo moderno que ha fabricado. Es, justamente, la desnaturalización lo que conduce a los personajes a la locura y la muerte. El suicidio no es una cuestión individual sino un acto que cristaliza un malestar colectivo y global. La puesta en escena es fría, claustrofóbica y sórdida, pero lejos de distanciarnos de la pesadumbre nos hunde en ella todavía más porque grafica el automatismo inconmovible de los tiempos que corren.
Todo lo contrario a The Forest que, mediante una puesta mucho más subjetiva, no logra despertar ninguna de las emociones a las que alude: angustia y miedo, y que además vuelve superflua la referencia al legendario espacio natural japonés y toda su mitología.
El bosque siniestro (The Forest, EUA, 2016), de Jason Zada, c/Natalie Dormer, Eoin Macken, Taylor Kinney, Stephanie Vogt, 93′.
Kairo (Japón, 2001), de Kiyoshi Kurosawa, c/Haruhiko Katô, Kumiko Asô, Koyuki, 118′.
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