Martes 12 de julio: La inmarcesible belleza del spaghetti western. No sé por qué se me ocurre una palabra como inmarcesible, que no uso nunca, para hablar de Kalifornia, una película de Michele Lupo que no es de los excepcionales pero mucho menos de las paupérrimas. Los títulos de la película se suceden sobre fotos de época (segunda mitad del siglo XIX), explotando una de las bases conceptuales del spaghetti: el revisionismo histórico, dato concreto y tópico formal que funcionaba como reverso de la puesta en escena mítica o, si se quiere, del aceitado sistema de producción puritano capitalista de Hollywood. Eso se extiende al punto de partida dramático: ni bien terminada la guerra, el Norte se vale de caza recompensas para eliminar a soldados del Sur buscados por la Ley antes del conflicto. Dentro de ese contexto ética y políticamente caótico, el relato se desenvuelve de manera convencional, pero aparece Miguel Bosé cabalgando junto a Giuliano Gemma en el mismo caballo, hay seis o siete planos fantásticos iluminados por Alejandro Ulloa (director de fotografía de Horror Express, El anacoreta, Vamos a matar compañeros, entre otras), uno de los cuales replica tímidamente, y con otros medios, los azufres y naranjas de La legión invencible, de Ford. Desde que vi a no sé quién -posiblemente a la mismísima Marlene Dietrich- entrar a caballo en un palacio -posiblemente zarista- en vaya a saber qué película de Von Sternberg, la situación me fascina. Y no era el único al que le pasaba eso, porque el tópico aparece en muchas películas clásicas. Miento, la primera vez que vi algo de esa índole fue en Posada Jamaica, de Hitchcock. Charles Laughton se hacía traer una yegua en medio de un banquete, a la que acariciaba mientras le hacía insinuaciones a su interlocutora, seguramente una muchacha joven e inocente de pueblo, pues al lado de Laughton nadie podía ser otra cosa que una muchacha joven e inocente de pueblo (Orson Welles decía, sin embargo, que Laughton «era un hombre muy tierno, era como un muchachito de catorce años, totalmente inmaduro»). De modo que esa inadecuada relación entre un animal de tamaña envergadura y el espacio doméstico está muy a menudo cargada de sexualidad. En Kalifornia no entran a palacio alguno porque esto no era la Metro sino Almería, pero sí a un saloon abandonado, siempre juntos sobre el mismo bicho, Gemma adelante y Bosé atrás, con un bombín en la cabeza que hace juego con el sombrero de señora que luego le pondrán en la cabeza al pobre animal porque ni el héroe ni la puesta en escena se le animan a la fiesta. Kalifornia es un spaghetti sentimental antes que divertido, lírico antes que semental, de esos en los que el héroe tanto es capaz de asesinar a medio mundo como de llevarle flores a una mujer con pareja templanza. ¿Será por eso que tuve que usar una palabra como inmarcesible, o fue debido a usarla que termino hablando de esto? Aunque aquí Giuliano Gemma no le regale flores a nadie, Kalifornia sigue sin marchitarse.
Lunes 11 de julio: Uno de los aspectos fabulosos de Armando Bo es que la deliberación metafórica de muchas de sus imágenes es tan obvia que la clausura, descubriendo la magnífica literalidad de los cuerpos, la naturaleza, los objetos y los actos, muchos de ellos también magníficos. Si el mundo y las imágenes continúan volviéndose cada vez menos materiales, menos físicas, su valor no sólo seguirá creciendo, sino que además de inmenso será esencial.
Esta es la «Cultura» de Cambiemos. A esto se va a (tener que) plegar quien asuma en lugar de Loperfido. Ardo en deseos de ver qué señor correcto, qué liberal civilizado, qué culto exponente de nuestra superior vida intelectual ocupará ese sitio ahora en la Ciudad de Buenos Aires.
La mano que miro dormir cuelga callada, tan indiferente a mi tacto como a los ruidos de los goznes del sueño de la gata. Ni la noche ni yo sabemos quién nos mirará cuando amanezca y ambos, ovillados a los pies de amos ignotos, confiemos nuestros cuerpos a su arbitrio. ¿A cuán otra especie pertenece el día? ¿Qué hay en los ojos para quienes somos? ¿Desarticulado apéndice, espectáculo de la indefensión? De repente la mano que miraba dormir me devuelve la mirada y se desprende, sonámbula, del orden que organiza su destreza diurna. Mi atención la anima, y responde a ella como una serpiente a la flauta de su encantador. La gata no me deja mentir, en mis ojos hay granos de arena inmóviles.
Domingo 10 de julio: En tierra de nadie de uno u otro no ser anda. Funda trayecto sin fin. Cuando el cuerpo no lo recorra ya consigo a cuestas, ¿proyectada imagen seguirá haciéndolo? Fantasía del vidente, movimiento de la sangre en abstención.
El Testigo no puede hacer otra cosa que ver, y dar cuenta de lo que vio. Lo estático de su posición encuentra posibilidad de movimiento en el éxtasis de la visión, intensidad que acaso sea en sí misma invención. Fuera de sí, el Testigo anula la validez legal del testimonio, su eficacia funcional, su utilidad.
Sábado 9 de julio: Cada vez valoro más a ciertos prosistas periodísticos argentinos. Ese estilo hecho de urgencia, calle, cultura a los tumbos da cuenta de una época, transpira vida, tanto como se vuelve abstracto en los mejores, porque el tiempo pasa, las palabras caen en desuso y entonces son, simultáneamente, pura sonoridad y enigmas de significado.
«El peronismo maradoniano» es una invención legendaria, ideal para películas que no tienen quien las filme, y no sólo porque Favio está muerto sino porque casi nadie de los que las hacen es afín a una sensibilidad mítica tal, o porque quienes sí la sienten no tienen los medios para hacerlas. Como el mito suele despertar urticaria, podemos reemplazar el adjetivo por “poética”, y acaso tengamos incluso una idea más precisa y devastadora de nuestras carencias cinematográficas. Lo más probable es que sea el cine mismo lo que ya no esté a la altura de semejantes creaciones colectivas.
Una de las primeras cosas que me fascinaron de El espejo (Zerkalo) fue la mirada a cámara de Margarita Terekhova, cuando la cerca se rompe y yace en el pasto, no sé si con ese hombre que está de paso al principio o con el marido ya cerca del final. Creía que solamente yo la había visto, menos por su fugacidad que por la apropiación que hice de ella. Cuando me puse a revisarla con detenimiento noté una deliberación casi obscena que me despojaba de la intimidad que había construido antes. Todo es, en definitiva, tan artificial en Zerkalo, aunque el conjunto resulte ser un artificio tan distinto al de Hollywood incluso valiéndose en ocasiones de recursos técnicos similares (ventiladores para el viento que al principio peina los campos), que me ha distanciado de lo que pudieron estar sintiendo los actores o volverían a los personajes cada vez que la vemos para pensar solamente en lo que ese conjunto de procedimientos me hace sentir a mí.
Viernes 8 de julio: «La belleza es frecuente», escribió alguna vez Borges y me cagó la vida, porque hasta el momento en que lo leí no me había dado cuenta, a pesar de que más de una página leída y una mujer mirada me partían en pedazos imposibles de ser pegados de nuevo a su lugar de origen, en caso de que lo hubiera. Yo era un adolescente excéntrico por Testigo de Jehová, y extemporáneo por romántico, pero lo peor de todo es que sigo siendo casi todas esas cosas sin ser del todo ninguna. Más grave aún es haber encontrado una variación de esa verdad, o creérmela, al lado de la cual incluso la de Borges empalidece: «Lo sublime también es frecuente». Así que la locura golpea diariamente la puerta con una invitación a Suicidas Anónimos en la mano mientras Ingrid Caven tatarea La La La a capella, como en la película de Techiné que acabo de ver (Mi estación preferida), en medio de un café parisino que silencia su vocinglero spleen burgués para escucharla cantar en cámara lenta. Sigo encantado esa voz hasta el laberinto de espejos de El soldado americano, una de Fassbinder fotografiada en blanco y negro como las primeras de Wenders. Alemania parecía ser entonces un país capaz de ser redimido de su realidad por la cinefilia crítica, tierra de nadie de celuloide con grano que miraba a Hollywood como se mira a un hermano mayor justo antes de darse cuenta de que el pobre (ahora hablo exclusivamente del hermano mayor que no tuve pero pudo haber sido ese tío que se colgó un domingo) estaba tan perdido como lo estás vos a punto de verte a través de los ojos del próximo hermano menor que hace fila para chupar tu sangre de adulto recién recibido. Decí que El soldado americano no es uno de esos melodramas sin salida del petiso en otoño, y que uno se puede reír viéndola con una sonrisa parecida a las que nos provocarán poco después las películas de Aki Kaurismaki mientras miramos la corbata chicito del «americano» como se la mira la camarera del hotel a la que besa y descarta cada cinco minutos con aparatosa teatralidad. Decí, también, que me rescata el recuerdo de La colina de las botas y su montaje contra música de free jazz mientras ni Terence Hill ni Bud Spencer se han enterado todavía de que son un dúo cómico y dejan la diversión en manos de la banda sonora, así como la representación del pueblo oprimido en una compañía de circo presidida por Lionel Stander, que del paterno gangster de Donald Pleasence en Cul de sac pasó a ser la esposa de Woody Strode, el sargento negro de Ford vestido con el tutú de La Roca. Al frente de enanos, payasos, putos y putas le mostrarán a unos mineros que la revolución es tan probable como una puesta en escena, bajo la carpa tolerada por el garca regional, de la puesta en abismo de Hamlet. Decí que me espera Olivari, quien a la frecuente belleza borgeana, demasiado depurada forma de la perfección, le opone el robusto esplendor poético y periodístico de su prosa de porteño atravesado por la modernidad de esas películas que al tiempo de su muerte serían llamadas cine clásico, por romanticismos tardíos varios, y por vanguardias que nacieron deformes porque las parteras de la periferia llegan siempre tarde al aborto y con jet lag. Decí que El hombre de la baraja y la puñalada me dice, finalmente, «El cine es el onanismo internacional».
Jueves 7 de julio: Nunca pensé que alguna vez llegaría a ver esto. Sospecho que nadie pensó nunca que algo así fuera posible. Jean Gabin, el hombre que siempre daba las bofetadas (y que aquí da unas cuantas, aunque no alcanzan ese clímax cinematográfico histórico del sopapo que es Touchez pas au Grisbi, de Jacques Becker), recibe una que no puede devolver. Adivinen quién era la única persona capaz de dársela y salir indemne de la situación. Está en Le rouge est mis, de Gilles Grangier, con guión de Michel Audiard y las presencias en el reparto de Lino Ventura, Annie Girardot, Marcel Bozzufi (el perseguido por Gene Hackman en Contacto en Francia) y, en un solo plano, de Jean-Pierre Mocky. Es una obra maestra del polar clásico, con una escena en un garage que habilita la comparación con El samurai. La puesta en escena es tan deliberada como en la de Melville, pero nunca se impone a la funcionalidad narrativa, nunca tiene como objetivo el plus de abstracción que buscaba el director de Un flic, magistral porque en su última película esa búsqueda tensó la parodia de la exasperación hasta el ridículo. Cuando Gabin se acoda a un mostrador y Ventura cruza sus pies un segundo más tarde, cerca del borde inferior izquierdo de un plano general que facilita la marginalidad de tan coreografiados gestos, uno siente la emoción de lo planificado para casi no ser percibido, la grandeza implicada en la precisa disposición de la minucia.
Miércoles 6 de julio: Nos acostamos, ya no sé muy bien si frustrados o ganados por el cansancio verbal. No hay dos sin palabras y entonces, Estudio de un río mediante, Peter Hutton nos bendice con su fabricado silencio sin impostación. Los menos de veinte minutos en blanco y negro, y posiblemente vídeo, no tienen sonido alguno, son más mudos que el (cine) mudo, traicionando hasta la naturaleza de su objeto, al que también calla. Uno puede suponer que en una película con el título de esta no habrá más que agua. Sin embargo, empieza con un cielo que se abre «enseñando como una estriada herida llena de sangre la densidad del sol alto que hacía fuerza por aparecer» hasta dibujar, nubes mediante, una corona de luz divinizada. Habrá todo tipo de planos del Hudson y hasta alguno de sus alrededores, como el de un charco en un bache inundado del asfalto cuyo contenido se conecta con el del río a través de la lluvia. La cámara se acerca y los reflejos del alumbrado público dibujan filamentos electrónicos en el espejo de agua. Junto a los siguientes dos planos constituyen el corazón abstracto -atómico, puntillista- de la película. La percepción figurativa del plano general, sin embargo, es unas cuantas veces más demorado, como en aquel otro en que el filo opaco de una proa dibuja la curva perfecta de un velero hasta que una masa de sombra sirve de barrera a la niebla y advertimos la identidad del buque que entra en cuadro desde la izquierda de la pantalla. Al comienzo, un plano invertido hace del río un cielo y del cielo un río, preparándonos para el plano posterior cenital desde un puente. En este, una de las bases parece la proa de un rompehielos, pero es la quebrada superficie del río descongelándose la que fluye contra el granito como un rompecabezas líquido y reconfigura esa curiosa subjetiva sin persona.
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