Cuando tenía diez u once años conocí a Spinetta antes de saber que era Spinetta. Con una imagen muy distinta a la del resto del mundo, una mañana apareció en la agencia donde mi viejo vendía autos. Exudaba libertad. Saludó a todos los presentes y, cuando llegó mi turno, me estrechó la mano con firmeza. Nunca más olvidé ese momento, y deseé toda la vida volver a cruzármelo para decirle lo bien que me hizo sentir su gesto. Cuando se fue miré a mi alrededor y me pareció percibir que todo era viejo y aburrido.
De ahí en más pude empezar a asociar su imagen a su música o, mejor dicho, a Muchacha ojos de papel, que era la única canción que conocía.
Spinetta era un marciano. Como Maradona, tenía la argentinidad al mango y, como Gardel, era dueño de una voz única, de un color irrepetible. Nunca fue un artista de exportación. Como una excepción a la regla, sólo fue profeta en su tierra.
Su Almendra llegó en el momento justo (1969), con un ramilletes de canciones que fueron la banda de sonido -junto Manal, Pappos Blues, Vox Dei y algunos otros- de una idea diferente, de una sensibilidad distinta a las vetustas y aburridas ideas de sus mayores.
Con dos discos de estudio (el segundo, doble) la banda se multiplicó, como le gustaba decir a él, ya que de esa separación surgió mucha más música: Color Humano, Aquelarre y “el campeón” Pescado Rabioso (además de una banda increíble, el mejor nombre de la historia del rock mundial).
Para mí, Artaud nunca fue un poeta maldito, sino el mejor álbum de El Flaco.
Una de sus virtudes era la de liderar bandas, pero el flaco no tenía el ego afectado por el éxito. Era un tipo concentrado, que sabía bien lo quería, que trabajó su obra con músicos diferentes en épocas diferentes y con sonidos diferentes. Pero que siempre fue Spinetta. Un autor cuyo trazo -como en Arlt, Quinquela o Favio- provenía rigurosamente de su ser. No había otra manera. Sus progresiones de acordes eran híbridos que se agitaban en su interior, por eso son inconfundibles. Un amigo solía aplicar el término “muy Spinetta” a cualquier cosa. Por ejemplo a una película, a una droga, a una brasileña o a una imagen, como si fuera un mundo aparte, un universo.
Hoy, que cualquier pelafustán se dice “artista”, conviene recordar al autor de Todas las hojas son del viento como alguien que nos demostró con singularidad la conducta y el compromiso que le conciernen a uno, de verdad, hasta el final de sus días.
Una vez le preguntaron a Frank Zappa cuál era la dirección de su obra, a dónde apuntaba. Él respondió que el único motor que la impulsaba era la ruptura, la vanguardia. Con Spinetta pasa lo mismo.
Siempre que compré sus discos lo hice siendo consciente de que tendría que esperar a crecer musicalmente para poder disfrutarlos. Su look, su música y su lirismo siempre estuvieron adelantados.
La crónica de su obra completa se puede leer en muchos medios por estos días. Y es tan cierto decir que su obra estará de aquí al infinito como que el mundo es un lugar muchísimo peor sin él.
Por suerte para nosotros, el flaco descansa en casa.
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