semencedelhomme011. Fue al comienzo de la década de los 90 cuando por primera vez dormí de día y me pasé las noches despierto, no precisamente de joda. El vaciamiento era total y para paliarlo decidí, también por primera vez, alquilar todas las películas de terror que aún no había visto. Para entonces, más que cliente, era un inquilino del video club del barrio que estaba al lado de la farmacia, tenía el interior abierto al público en forma de L y carecía de ventanas. Además de la luz eléctrica blanca de los tubos, el local sólo estaba iluminado por unas aberturas rectangulares, chatas y anchas, ubicadas casi al ras del techo, que apenas si dejaban entrar una sucia claridad grisácea que ni un solo día pudo ser llamada solar.

Solía conversar largo y tendido con Daniel, el dueño, un pibe algo más grande que yo y con bastante más calle. No pocas veces estar allí, demorar la elección de las películas, era tan placentero que a menudo me iba después de dar vueltas alrededor de los estantes durante un par de horas sin alquilar ninguna. Para el momento en cuestión ya había mirado todas las europeas primero, las de autores más o menos exóticos después y las estadounidenses de los 70 disponibles en el video por último (en la enumeración, no así en la preferencia), pero no había tocado aún las de terror barato, que estaban en el rincón más oscuro y polvoriento del local, no tanto por desprecio cuanto por la prohibición más bien explícita que tácita impuesta por la religión de mis viejos, creyentes un tanto ortodoxos.

No voy a enumerar las películas que vi porque no las recuerdo (a excepción de todas las de Tobe Hooper, incluso las malas que filmó después de caer en desgracia; la escena de Salem’s Lot en la que un nene vampiro golpea en cámara lenta el vidrio de la ventana de otro para que lo deje entrar mientras flota en niebla de telefilm ya me había helado la razón unos años antes y a esa maravilla que es Lifeforce llegué algo después y en otras condiciones), pero estoy seguro de que vi todo lo que tenían allí, de Leprechaum para abajo, y aunque mi memoria no guarde registro de título alguno sé que toda esa mierda me salvó la vida, de cuya consistencia dudé más que nunca. No sé tampoco si me asusté con alguna escena, si un golpe de sonido me sobresaltó o si encendí la luz después de algún plano, o la radio luego de que pasaran los títulos, para no estar solo, a oscuras y en silencio, pero sí que todos aquellos cariñosos electroshocks me reanimaron. No mucho tiempo después experimentaría algo verdaderamente radical con las primeras películas de Cronenberg que vi, pero ahora sé que el huevo de la serpiente de esa metamorfosis propiciada por el género fue la visión a escondidas de La cosa, de Carpenter, que transmitió Canal 2 no recuerdo con exactitud cuándo.

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2. Pensaba en eso horas después de ver Bajo la misma estrella, esa película berreta que acaban de estrenar y sólo puede ser elogiada por críticos aquejados de esa enfermedad que no precisa ser disimulada porque constituye la razón misma del ser social, y consiste en creer que no hay nada más saludable que encajar a toda costa en un determinado orden. Esas son las intenciones que exhibe esta película desde ese principio en que la voz de la narradora niega que lo que estemos a punto de ver sea la colección de clichés que luego efectivamente veremos. Esa supuesta singularidad del enunciado revela de inmediato el lugar de enunciación más convencional posible, cuando la voz de la protagonista –cuya imagen no aparece en plano y es por lo tanto más fácil de identificar con la de la misma película- dice que no aspira a ser otra cosa que una “chica normal”, eso que el cáncer le impediría aunque todo nos indica lo contrario.

Aquí prefiero detenerme porque sería fácil hablar de cómo para esta ficción rosa ser una chica normal implica venir al mundo en el seno de una típica familia heterosexual estadounidense, eludir todo contacto físico con el dinero y casi no mencionarlo pero vivir sin carencias y hasta con lujos, calentarse maternalmente con un pendejo aniñado, etc., etc., etc. No sigo porque la lista de presupuestos ideológicos sería interminable, para colmo todos ellos dispuestos sin el más mínimo rasgo de singularidad (salvo, quizás, en el caso del deseo materno de que la hija se muera de una vez y deje de ser una carga, expresado en el hospital durante una de las recaídas), y no le dedico mayor atención a la obsesión de la película con Holanda, cuya ética comercial protestante expuso Martin Scorsese en La edad de la inocencia como una de las bases del imperialismo capitalista de los EE.UU.; el habitual aislamiento que padece la figura de Ana Frank de todo contexto histórico, político, sociológico o literario; o la torpe y también reduccionista del intelectual cuya visión del mundo se debe pura y exclusivamente a la imposibilidad de elaborar una situación traumática.

Más allá de todo eso, no pude dejar de pensar en lo importante, relativamente reparador, que fue para mí en su momento mirar aquellas películas de terror, pero también otras de género indefinido, más cercanas a esta en algunos aspectos generales, como Mejor… imposible, de James L. Brooks, aquella en la que Jack Nicholson (ducho en estas lides desde el inmortal e inalienable Mc Murphy de Alguien voló sobre el nido del cucoAtrapado sin salida, como la conocimos aquí, de Milos Forman) padecía un trastorno obsesivo compulsivo pero encontraba a quienes querer y por quienes ser querido, un vecino gay y una madre soltera o separada o viuda, tándem perfectamente calculado de docilidad y firmeza que abastecía su necesidad de integrarse a una comunidad sabiendo el rol que ocuparía en ella de allí en más y lo que se esperaría de él gracias a la precisión del diagnóstico y la articulación de un grupo familiar sustituto no demasiado rígido ni tampoco demasiado laxo.

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Esas características suelen ser comunes al subgénero de películas, estadounidenses sobre todo, que llamaría “(pseudo)terapéuticas” porque es el primer nombre que se me ocurre: centralidad de un diagnóstico que brinda algún tipo de certeza acerca de lo que se padece, que en el caso de los trastornos predominantemente psíquicos no pocas veces equivale a una definición al menos provisoria de lo que el paciente es hasta el momento, y también del tratamiento adecuado, vale decir de la mercancía médica que necesita hasta tanto pueda desear otras de libre circulación; la presencia de otros que compartan su padecer sin robarle protagonismo y que le aseguren el saber –paternal- imprescindible para creer en la cura y el amor –materno- incondicional pero no castrador para proyectar su futuro. Todo lo cual redunda en la mejor integración posible a una normalidad que funciona como ideal de salud ligeramente agrietado con algún grado de amable ironía en los casos más interesantes de estas ficciones convencionales.

3. La única película de terror que no vi durante ese mes insomne fue El exorcista, de William Friedkin. Para un Testigo de Jehová como yo, adoctrinado en la letra de la ley desde el vamos, mirar El exorcista era lo mismo que invocar a Satanás o, peor aún, negar a Dios, ofensa mucho más grave incluso que aquellas vitalistas ganas de “dispararle a Dios a la cara” que expresan los personajes de Nicholas Ray según Deleuze. Veinte años después no sólo pude constatar que es una de las mejores y más poderosas películas que he visto sino también que la prohibición no dejaba de responder a una lógica que no era la superficial. El peligro no residía en la posibilidad de quedar expuesto a visiones demoníacas, expectativa con la que sagazmente jugó Friedkin cada vez que metió sobreimpresiones fugaces de ídolos paganos y primeros planos diabólicos, sino en abrirse al terror material de perder la fe hasta el punto de elegir una forma sacrificial de suicidio. Lo terrible no era ver a Linda Blair poseída por el diablo sino ver su cuello atravesado por una jeringa cuando le hacen toda clase de exámenes, o a la madre senil de Karras en un hospital público, filmados con ese grano documental, político y materialista del celuloide setentista. Cada vez quiero más a Marlon Brando y menos, aunque igualmente bastante, a la retórica ritual de las mejores películas de Francis Coppola, pero “el horror, el horror” de Apocalypse Now es un poroto al lado de los dos planos citados porque Friedkin, a diferencia del director de Drácula, no quiere sostener ninguna creencia, mucho menos reemplazar a la religiosa por la cinéfila.

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Aquí entra la terapéutica cinematográfica más eficaz para mí hasta el momento, que es la de Luis Buñuel primero y Marco Ferreri después, ambas emparentadas por su jocoso ateísmo. Pudieron haber parecido meramente escandalosas en su momento, pero el tiempo ha probado que su iconoclastia no fue reactiva ni superficial. El italiano que empezó haciendo cine en España, a diferencia del español que comenzó y terminó su carrera filmando en Francia, desnudó a sus actores y espectadores toda vez que pudo, y su cine bien te deja en bolas frente a los temores más elementales, constitutivos del sujeto y la comunidad, pero también te asila –te refugia- como a los nenes que desprejuicia en el jardín de infantes de Chiedo asilo. En todo caso, la confianza razonada en lo irracional de Buñuel toma a veces la límpida y tranquilizante postulación de un teorema, y la inocencia fisiológica de Ferreri desconcentra la paja mental y restituye la intimidad con el cuerpo, con la carne viva del placer y del dolor. Ambos supieron que no hay nada menos culpable que la fantasía de la destrucción y más paradisíaco que el post Apocalipsis. De John Cassavetes, otro que comparte la sabiduría contradictoria de hacer películas cuya lección última o primera consiste en defendernos del cine mismo, no puedo hablar ahora porque es muy tarde o quizás porque su energía reclama el acto, la performance, la expresión y expansión oral a lo sumo, en vez de este simulacro de literatura –otro teatro- que es la crítica, o algo como esto que apenas se le parece.

4. Una mañana de sábado o de domingo a fines de los 80 me desperté sobresaltado por la voz de mi vieja (mi viejo se encargaba los días hábiles) que al lado de mi cama dudaba entre escenificar su martirio o mi ejecución, decantándose por la tortura de ponerme en el lugar de victimario, debido a la blasfemia que yo había cometido alquilando Corazón satánico, de Alan Parker, sin tomar la precaución de esconderla cuidadosamente luego. Acaso la tomé, pero como no podía ser de otra forma para una mujer salida de una comedia a la italiana, eso de respetar la intimidad del “cuarto” de un adolescente no corría para ella (yo siempre tuve ‘pieza’ hasta que unas cuantas películas costumbristas gringas me civilizaron), y menos cuando lo que estaba en juego era la salvación de un hijo (que en esa histriónica entrada haya podido desplegar un juicio crítico cinematográfico tan certero sin haber visto completas más que Sissí, Sissí emperatriz y El destino de Sissí espero que sea pura coincidencia, porque si no se derrumbaría el sentido de aquello a lo que dediqué los últimos diez años). No se me ocurrió nada mejor que decirle que Corazón satánico no era una película de terror y que no se llamaba Corazón satánico sino El corazón del ángel, lo que era en ambos casos cierto, pero no me creyó y desde entonces yo ya no encuentro tragedia en la que creer, me gusta ¡Mamma mía! y compró el musical de ABBA del 77 que dirigió Lasse «Chocolate» Halström. Chau macho.

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