Ahora sí Anita Ekberg es intocable, aunque ya lo era. Fellini la había erigido como representación de aquello que no la tiene. Mastroianni en la Fontana di Trevi de La dolce vita acerca sus manos hasta ella pero en vez de tocarla intenta decirla y fracasa fabulosamente porque tiene que enumerar tantas cosas que no puede fijarla en ninguna: la casa, el mar profundo, la madre y toda la retahíla de lo femenino arquetípico que deslumbra y enceguece hasta que nos enteramos de que no fuimos los primeros en descubrirlo ni seremos los últimos en advertir lo inaprensible de la cosa. Pero la impresión de la creencia perdura.
Mastroianni no la toca porque no debe (y entonces la sombra liviana del pecado aparece, travesura católica desvanecida al contacto del báquico imaginario pagano), porque no puede (y allí la asimetría física entre casi cualquier partenaire masculino de Ekberg y su cuerpo innumerable juega con la sábana del fantasma de la impotencia que Mastroianni se echó encima tan frecuentemente como se calzó el frac de latin lover mediterráneo), pero también, sino sobre todo, porque teme que se acabe el deseo.
Anita Ekberg era el fundamento sagrado del cine de Fellini, tan resistente que pudo ser radiografiado un cuarto de siglo más tarde y sobrevivir a la despiadada intervista del 87 en la que Fellini le clava un puñal de luz en la cara y la filma como una madama patricia adecentada en la vieja villa donde vivía y que terminó perdiendo hace menos de cinco años por falta de trabajo y hombre o familia que la mantuviera, como me terminé enterando a través de un indiscreto recuadro arrinconado en el suplemento de espectáculos de un diario.
Ni la calentura adolescente me permitió entender no sólo por qué Mastroianni no la tocaba, sino tampoco por qué querría hacerlo, cuando vi La dolce vita en los 80. La presencia angelical de Claudia, robusta y cercana con la enagua a contraluz, veló todo interés por comprender el sentido histérico encarnado en la Ekberg, lo sublime patético de esa figura coronada de gato que deambulaba en el trance de su soledad mitológica por las calles vacías de una ciudad fabricada en el estudio cinematográfico de un imperio humillado por la liberación.
La entendí luego a Anita, cuando la vi agigantada por el sueño represivo de Antonio en una de las tentaciones de Bocaccio 70; cuando temí ser aplastado por sus zapatos de taco alto y perder el paraguas entre sus tetas. Entonces también entendí que la cigarrera de Amarcord no era la versión grotesca sino naturalista de Anita, que no hubo realismo mayor que el de Fellini, y que yo también era uno de sus personajes.
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