La voz está en el aire. No como palabra ni como canto, sino como Voz”, afirma Michel Chion. Es decir que la voz ocupa un espacio, que tiene un peso específico, que es un cuerpo más. Chion también nos habla del vínculo vocal, de cómo el uso de la voz en el cine reemplaza al ombligo humano y de la relación ambivalente que se puede establecer entre el cordón umbilical y el cable del teléfono para evocar un poder arcaico, femenino, que no es otro que el de la figura materna, tarea que, en su intento por recuperar el goce que esa relación primigenia le provoca, suele conducir al hombre hacia el fracaso, la degradación o la muerte. Pero Chion también dice algo mucho más interesante aun cuando señala la importancia del teléfono en el suspense, cuando encuentra en el uso del aparato el medio para que la voz atraviese el espacio mientras los cuerpos permanecen quietos.

Con la voz Daniel Fanego ocurre algo de esto, por eso conviene detenerse en ese peso, en ese cuerpo desbordando “La jaula de la pantalla”, como dice Bazin, y a quien Chion también cita, ya que no estamos ante un hombre de acción: nunca lo hemos visto doblegar a nadie por la fuerza, nunca lo hemos visto perseguir a alguien. Si en alguna película apura el paso, es por otras razones: en Géminis, de Albertina Carri, hace un breve trote en plano general para socorrer a su esposa (Cristina Banegas) que se ha caído al piso producto de la borrachera; en Betibú, de Miguel Cohan, corre para zafar de unos perros que se lo quieren morfar; salta la reja, se sube al auto y comienza a reírse, por lo grotesco de la situación pero también porque hay algo en esa actitud que le resulta ajeno, que le es desconocido. En general los personajes que encarna son hombres sedentarios, retirados ya del mundo o a punto de hacerlo; hombres que están de vuelta y a los que sólo les basta la sonoridad determinante y convincente de su voz para sentenciarlo todo. Eso es lo que hace en Betibú, por lo menos en tres ocasiones: “la foto del fiscal, pibe”, le indica a Alberto Ammann, nuevo jefe de la sección policiales del diario. No le hace falta leer la nota para saber por qué la competencia (a quien él lee porque le cree más) tiene información que ellos no: “canje por gacetilla”. El pibe se agarra la cabeza y se queda mirando la nota. No dice nada. En otra escena le pregunta a Mercedes Morán si le gusta el jazz; ella le responde que sí pero que le aburre un poco: “eso porque nunca te invitaron a bailar”, le dice. Morán se queda en silencio, porque toma nota de la indirecta pero sobre todo porque no tiene un solo argumento para refutar la experiencia referida. Más adelante rompe un billete de diez pesos por la mitad y le da una de las partes a un nene: “si dejás de hacer ruido con el aparatito, yo te doy la otra mitad cuando te vas”. Entonces el nene deja el juguete a un costado, se sienta y calla. Suficiente.

Hay algo de absoluto en esa voz que se apodera de la escena y desborda el espacio.  Hay una sonoridad que se impone a la acción, una suerte de vastedad, de justeza y efectividad en las apreciaciones o sentencias que no dejan lugar a dudas. Los personajes de Fanego nunca se extienden en sus parlamentos, nunca dicen algo de más, nunca agregan algo que no sea necesario. Y eso es porque siempre importa más el tono que el sentido de las palabras que pronuncian estos personajes en cada una de sus apariciones. Al respecto hay un ejemplo mucho más interesante que Betibú, donde la participación es mínima pero fundamental: en Vaquero, de Juan Minujín, Fanego habla apenas en tres escenas de las cinco que tiene. En dos de ellas, la primera y la última, repite una frase: “qué buen actor que es el gordo”; su interlocutor silencioso es el propio Minujín que, además de dirigir, protagoniza la película en un estado de confusión y lucha permanente con su demonio (voz) interior, contrapunto que no hace más que reforzar la relevancia sonora, más bien corpórea de los dichos de Fanego; en el medio de todo eso, mientras toma un trago en la barra de un bar o se arma un tabaco en el sillón de su casa, elogia a Esmeralda Mitre (“me gusta mucho lo que hacés, tenés mucho talento”, y vaya que hay que tener voz para que semejante afirmación suene creíble) y le aclara a Sergio Pángaro una obviedad sobre la raqueta de tenis que, al ser dicha por él, adquiere la forma de una revelación: “te acostumbrás, la usás y te acostumbrás«. Corte y a otra escena. No hay nada más que agregar.

Esa mezcla entre sabiduría de arrabal y templanza de aristócrata que se cifra en la voz de Fanego es la que deja casi siempre en silencio al entorno que lo rodea; es una voz mayor, avasallante e incontenible. Una voz inobjetable, que Chion describe con precisión cuando nos señala su carácter desbordante sobre el espacio que pretende encerrarla, su rehuida al deseo del director de ocupar y dominar cada centímetro de la pantalla, su negativa a recibir órdenes para ser puesta en marcha así como así.

Eso pasa con Fanego. Su voz habita el cine no para obedecer, sino para liberarse a sí misma, para emanciparse del mandato que la imagen pretende imponerle y volverse un género en sí mismo. La película puede ser buena (Vaquero, El ángel), floja (Betibú, Todos tenemos un plan) o pésima (Luna de Avellaneda, Atraco), pero cuando esa voz aparece una línea de fuga se abre; un mundo aparte, hasta entonces cerrado, comienza a desplegarse ante nosotros con sus propios códigos, que no son otros que los de la experiencia libertaria que puede producirnos un sonido, un timbre, una entonación o un fraseo, más allá de toda armonía, de toda forma del encierro.

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