En el marco de una nueva edición del FIDBA (Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires) tuvo su primer estreno continental la película póstuma de Abbas Kiarostami, cuya condición material consuma la mortandad que se plasma como figuración a través de los 24 episodios que componen un largometraje que es credo y testamento, sublimación y despedida.

La película toma el nombre de un principio motor del cine: 24 cuadros por segundo es el flujo que anima -da vida-, a las imágenes petrificadas en la fotografía. Kiarostami toma el camino inverso, proponiendo la desfragmentación del movimiento: parte de imágenes estáticas para insufrarles una vida que no dura más de 5 minutos dando paso a una renovada y definitiva quietud que culmina fundiendo la pantalla en la oscuridad hasta el siguiente episodio.

Se momifica la temporalidad del registro, eligiendo economizar las imágenes dentro de una cultura frenéticamente visual, haciendo que la narrativa extienda su tiempo resplandeciente de pesadez, donde se parte de parámetros realistas tales como la utilización de una toma única, sin corte ni escala de planos, sin apelar a los movimientos de una cámara que permanece en la rígida perspectiva monocular propia del cine clásico. No obstante, se vuelve borrosa la línea que separa la transparencia -devenida de la fotografía, de la imagen fija, de la imagen documental- del trucaje propio del control narrativo del cine clásico de ficción. Lo narrativo, interpelado desde el truco digital, se entremezcla con el ascetismo documental jugado desde un preciosismo en el encuadre y la composición que no peca de presumido.

La quietud de la cámara hace que sea el movimiento interno del cuadro el encargado de guiar la mirada, permitiendo que ésta se deslice por toda la pantalla con libertad, pero sin salida. El sonido en off funciona como testimonio de que existe un “afuera” inapelable que traspasa ese encuadre que es encierro. Un encuadre que se define no de manera positivista, como una ventana, sino que es definido por su negatividad, por aquello que esconde mediante el aislamiento. Un encuadre ataúd.

La muerte sobrevuela cada episodio. El interés fotográfico que representa la fotografía como mortaja se hace eco en el juego entre el movimiento y la quietud con el que el director trabaja las tomas, para detonar en las muertes que se encarnan en una pantalla que casi siempre se tiñe de blanco y negro al evocar la vida salvaje, desatada. La presencia de paisajes nevados y la recurrente aparición del oleaje alterado se afectan con la fuerza de lo incontenible, mientras que los animales (ciervos, ovejas, leones, cuervos, patos y gaviotas) cumplen una doble función: por un lado, pueden ser víctimas que apersonen la idea de la muerte; por otro, pueden trabajar desde lo profundo la melancolía y cortarla en la superficie haciendo que emerja el humor. Varias tomas de los animales divierten y provocan algunas risas, haciendo de este réquiem compuesto de luces y sombras algo amable y disfrutable.

Sin embargo, no todo se resume en la muerte en abstracto, sino que se pone en tela de juicio la presencia nociva del hombre en el mundo natural. El memento mori de Kiarostami no se limita a la murria, no se priva de proponer un debate ambiental. El primer fragmento pone de manifiesto estas dos líneas temáticas (la muerte y el hombre en la naturaleza), interviniendo el cuadro de Brueghel, Cazadores en la nieve. Esa es la presencia humana. Mirar desde lejos y destruir, o como mínimo interrumpir el natural desarrollo de la vida animal, como en el fragmento en que los cuervos ven interrumpida la tarea de alimentarse por la presencia humana. Los paisajes silenciosos, que sólo unas pocas veces son acompañados por música incidental, son interrumpidos bruscamente por disparos de escopetas. Esos sonidos son los que, junto con el chillido de una motosierra, dan cuenta de la presencia -siempre destructiva- del ser humano. Por eso, Kiarostami elige mantener la cámara distanciada de su objetivo, o al menos quieta, como si debería permanecer escondida para no corromper el regular desarrollo de la situación -aunque luego la retoque digitalmente-. Solamente dos de los veinticuatro episodios tiene como protagonistas a los humanos y sus figuras se mantienen siempre estáticos, dándole la espalda a la cámara.

El episodio final muestra una figura humana en posición de quietud, descansando, mientras en la pantalla de una computadora se muestra en cámara lenta -otra vez el trabajo sobre el tiempo “normal” del relato-, la escena final de Los mejores años de nuestras vidas (William Wyler; 1946), al tiempo que suena, como parte de una declaración de amor, Love never dies, canción que Andrew Lloyd Webber compuso para El fantasma de la ópera. De esta forma abarca varias artes (fotografía, pintura, teatro) y las hace culminar en el cine, cerrando la tercera temática, esta vez vinculada con la reflexión sobre el propio dispositivo cinematográfico que había comenzado ya con el cuestionamiento del principio motor que da nombre a la película. Así eligió irse Kiarostami: evocando su propio réquiem, uno dedicado no a sí mismo sino a la posteridad.

24 frames (Irán/Francia; 2017), de Abbas Kiarostami, 120’.

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