Desde pequeña siempre me fascinaron los westerns. Cuando llegaba de la escuela primaria no veía el momento que llegase el atardecer, con la leche chocolatada y el pan con dulce de leche, para sentarme junto a mi abuelo a ver los clásicos del lejano oeste que pasaban por Retro. Sí, mi abuelo siempre se confesó un profeso admirador de Clint Eastwood y Sergio Leone; y yo, por mi parte, seguí sus pasos. A ambos nos volvían y vuelven locos los spaghetti-westerns. El bueno, el malo y el feo (Sergio Leone, 1966) la teníamos en distintos formatos: VHS original, VHS trucho (lo teníamos grabado de la tele) y DVD. Disfrutábamos tanto de esa obra maestra que, de tanto reproducirla, ya nos sabíamos algunos diálogos de memoria. Esos fueron mis inicios en el mundillo cinéfilo, de la mano de mi abuelo, con su pasión arrebatada por Leone y esos personajes desfachatados. Luego fui indagando otros géneros, otros directores, otros actores y otros países. Pero mi corazón siempre estará allí en el lejano oeste.
Cuando me enteré que se estrenaba Dulce País, un western a la australiana, protagonizada por Hamilton Morris (actor indígena), Bryan Brown y Sam Neill, no pude menos que entusiasmarme. En las últimas décadas, este género entró en desuso y dejó de ser uno de los grandes representados en los cines de todo el mundo. La única excepción fue esa seguidilla iniciada en 2010, quizás, por la remake de Temple de Acero (2010), hecha por los hermanos Coen, luego acompañada por el doblete tarantinesco de Django, sin cadenas (2012) y Los 8 más odiados (2016), y la sorprendente joyita Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015). Se trataron de películas -salvo la primera que responde a la estructura narrativa del western clásico- que mezclaban las raíces del spaghetti con el gusto por el gore. Pero western, lo que se dice western, esa temática de la construcción de la nación, la ley, la iglesia y el héroe encarnado en la figura del sheriff, hace mucho tiempo que no aparece en la pantalla grande. Y, dentro de este género, probablemente sea el que siempre menos me interesó. No por considerarlo aburrido, sino porque siempre me molestó ideológicamente. La expresión de la ética “civilización” y “barbarie” de sólo escucharla ya me produce malestar estomacal.
Dulce País se presenta como un auténtico western estadounidense pero escrito, protagonizado y filmado por australianos. La temática del nacimiento de una nación (casi homenajeando a Griffith) está presente de comienzo a fin, con la particularidad de que en el pueblo donde se empieza a fundar la justicia no hay iglesia, y la gran mayoría de los protagonistas de la película se la pasan cantando “Jesús me ama”. Sarcasmo servido en una bandeja de oro con una dosis de perspicacia y crítica social para unos cuantos. La ética “civilización”, encabezada por el hombre blanco, versus “barbarie”, representada por un conjunto de actores indígenas que hablan en dialecto, se trastoca inteligentemente cuando, en el momento fundante de la Nación, la justicia está a favor del negro y no del blanco. Ahí nos alegramos y decimos: “¡qué maravilla! Por fin, los esclavos y los negros dejaron de ser meros elementos del decorado y pasaron a ser verdaderos sujetos de acción”. Es que, en Dulce País, al “indio” no se lo asimila a un animal cruel, que mata y es matado, sino que es un ser humano con moral, fe y justicia.
Ambientada en una Australia de principios de la década del ’20, Hamilton Morris interpreta a Sam, un peón de color que trabaja en la estancia de Fred Smith (Sam Neill), un férreo cristiano que está permanentemente acompañado por la palabra de la Santa Biblia y que se muestra partidario de la igualdad de razas. Lo que desencadena la acción es la irrupción de un forastero llamado Harry March (Ewen Leslie) quien, tras tomar en préstamo al esclavo por un par de días, acaba por maltratar a otros peones y violar a la mujer de Sam. La gota que rebasa el vaso de la discordia es que March, luego de buscar desesperadamente a otro esclavo, llega a la estancia disparando como un loco y Sam, en defensa propia, aprieta una sola vez el gatillo dando un tiro certero. Como consecuencia, se introduce la historia de una huida, la del “aborigen domesticado”, y una persecución: la de los hombres blancos.
Ambos mundos se entremezclan en lo profundo de los paisajes desoladores del este de Australia: montañas, salinas, páramos, zonas áridas y lagos. Y ambos mundos siguen la lógica del perro que se come su propia cola. Cada vez que el blanco está por atrapar al negro, el tiempo parece detenerse, el negro mira, ayuda al blanco a reincorporarse y, luego, sigue escapando. El indio no lastima ni mata y el blanco pierde cada oportunidad de cazar a su víctima.
La propuesta temporal de Warwick Thornton, director de Dulce País, es muy poco habitual y puede descolocar a más de uno, ya que está estructurada mediante el flash forward, recurso un tanto olvidado, por el cual podemos previsualizar eventos que sucederán más adelante en el tiempo de la historia. Sin embargo, esas imágenes pueden pertenecer tanto al pasado como al futuro debido a que ponen de manifiesto tensiones raciales que existieron, existen y, lamentablemente, seguirán existiendo.
Al finalizar de ver Dulce País no pude no recordar otra gran película que disfruté de pequeña en compañía de mi abuelo, y probablemente sea el único western clásico que me gustaba mucho, me refiero a Un tiro en la Noche de John Ford. Se trata de una cinta de 1961, protagonizada por John Wayne y James Stewart (quien, por cierto, tiene una peluca detestable en esa película), que es absolutamente política. En ella no sólo se hace hincapié en el cuentito de los pioneros que construyeron la Nación, sino que se ve a rajatabla el comienzo de los partidos políticos. Y todo por la existencia de un bandido llamado Liberty Valence, conocido como “el hombre con el látigo de punta de plata”. Se me vino a la memoria esta pieza de John Ford no porque ambas películas sean iguales -de hecho, no podrían ser más distintas-, sino porque ambas dejan al descubierto que la historia de los pioneros es verdaderamente dolorosa. También, en términos de encuadres, Dulce País descansa a la sombra de toda la obra de Ford. Algo inevitable.
¿Y Jesús dónde está? Es la pregunta que surge como un rayo desde mi cabeza al terminar de ver la película. Jesús nunca estuvo ni en la estancia donde sucede el abuso sexual, ni en el pueblo que propaga la segregación racial (que, por cierto, ni siquiera tiene iglesia), ni en los caminos con arcoíris donde los “primitivos” se convierten en “esclavos” mediante maltratos físicos, ni en el carruaje que lleva victorioso al negro que pudo conseguir justicia para él y los suyos. Jesús no estaba ni está más que en las palabras de la Sagrada Biblia y de los cánticos divertidos de un pseudo-pastor. Probablemente, este gesto sarcástico e innovador para el género haya sido el que le valió a Dulce País el Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia de 2017. Un western que dejará la boca abierta a más de uno y encantados a quienes disfrutamos mucho de estas historias.
Dulce país (Sweet Country, Australia, 2017). Dirección: Warwick Thorton. Guion: Steven McGregor, David Tranter. Fotografía: Dylan River, Warwick Thorton. Edición: Nick Meyers. Elenco: Sam Neill, Bryan Brown, Hamilton Morris, Luka Magdeline Cole, Shanika Cole. Duración: 113 minutos.
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Lo irónico de la escena final, la violencia y lo trágicomico de ese arco iris celestial se lleva la pelicula al mejor lugar. Muy acertado el titulo de la crítica.
Muchas gracias, Rafa! Saludos!